Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
Una gran garza azul voló sobre el río y luego se posó sobre una rama seca.
—¿Y luego?
—La facultad de medicina, el Cuerpo de Paz, Médicos sin Fronteras, el hospital Mount Auburn. Y entonces tu capitán vino a mi consulta un día. Ya tienes la historia completa. —Hizo una pausa—. ¿Sabes una cosa? Cuando vaciaron el pozo y localizaron el túnel de la playa, yo no dije nada. No insistí en que fuera explorado de inmediato. Otro quizá le hubiera exigido al capitán que lo hiciera. Pero ahora que estábamos tan cerca, me dio miedo. No estaba seguro de querer saber lo que realmente había pasado.
—¿Lamentas haber firmado tu contrato con el capitán?
—En verdad, fue él quien firmó un contrato conmigo —respondió Hatch, y se quedó un momento en silencio—. Pero no lo lamento. Y lo de ayer me ha convencido del todo.
—Además, dentro de una o dos semanas, serás uno de los hombres más ricos de Estados Unidos.
Él rió.
—Isobel, he decidido que voy a poner el dinero en una fundación que llevará el nombre de mi hermano.
—¿Lo pondrás todo?
—Sí —respondió Hatch, y añadió—: Bueno, todavía lo estoy pensando.
Bonterre le dirigió una mirada escéptica.
—Yo soy muy perspicaz juzgando a la gente,
monsieur le docteur
. Y te creo cuando me dices que pondrás la mayor parte del dinero en la fundación. Pero que me arranquen la piel en tiras si no te guardas una bonita suma para ti. No serías humano si no lo hicieras. Y estoy segura de que lo eres, o no me gustarías tanto.
Hatch iba a protestar, pero finalmente no dijo nada.
—De todas formas, eres un santo —continuó Bonterre—. Yo he planeado hacer cosas mucho más mundanas con mi parte del tesoro. Me compraré un coche muy rápido y lujoso. Y, claro está, le enviaré una buena cantidad de dinero a mi familia en Martinica.
La joven lo miró, y Hatch vio con sorpresa que ella parecía estar buscando su aprobación.
—Me parece muy bien —dijo—. Para ti, esto es un trabajo. En mi caso, es algo mucho más personal.
—Para ti y para Gerard Neidelman —replicó Bonterre—. Tú quizá has exorcizado a tus demonios, pero creo que el capitán aún no se ha librado de los suyos, n'est-ce pas? Siempre ha estado seducido por el tesoro de la isla Ragged. Pero su obsesión con Macallan es increíble. Para él esto es un desafío personal. Creo que no será feliz hasta que no le tuerza el cuello al viejo arquitecto.
—Retuerza —la corrigió Hatch.
—Lo que sea, tú me entiendes.
Se quedaron en silencio, tendidos al sol. La joven buscó una posición más cómoda. Encima de sus cabezas, una ardilla saltó de rama en rama, buscando bellotas y chillando suavemente. Hatch cerró los ojos. Pensó que tendría que informarle a Bill Banns, el director del periódico, que habían encontrado el cadáver de Johnny. Bonterre estaba diciendo algo, pero se sentía demasiado amodorrado para prestarle atención. Y luego se quedó dormido, en un apacible sueño sin sueños.
A la mañana siguiente, Hatch tuvo noticias de la marquesa.
En un ángulo de la pantalla de su ordenador portátil apareció el pequeño icono que indicaba que tenía correo electrónico. Pero cuando intentó abrirlo, comenzó a fallarle la conexión con Internet. Decidió tomarse un descanso y se dirigió al embarcadero. Allí subió al
Plain Jane
y puso el motor en marcha. Cuando ya estaba lejos de la isla y de su perpetuo banco de niebla, conectó el ordenador portátil y abrió el mensaje de la marquesa sin la menor dificultad.
¿Qué pasa con los ordenadores en esta isla?, pensó.
Volvió a encender los motores y puso rumbo a la isla Ragged. La proa del barco surcaba las olas, y un cormorán, asustado, desapareció dentro del agua, para reaparecer muchos metros más lejos, aleteando con furia.
Se oyó un parte meteorológico en la radio de los navegantes: la perturbación sobre Grana Banks era ahora un fuerte sistema de bajas presiones, con tendencia a dirigirse hacia la costa del norte de Maine. Si la borrasca seguía el curso previsto, llegaría a la zona de Stormhaven al día siguiente.
Una típica tormenta del nordeste, se dijo Hatch.
En el horizonte se veía un número desacostumbrado de barcos langosteros que estaban retirando las trampas. Tal vez se preparaban para la tormenta. O quizá la razón de que hubiera tantos era otra. Aunque no había visto a Claire desde su encuentro en la cala Squeaker, Bill Banns lo había llamado el domingo por la tarde para avisarle que Clay había organizado una protesta para el último día de agosto.
De regreso a su despacho, Hatch se bebió los restos del café y volvió a poner en marcha el ordenador portátil, ansioso por leer el mensaje de la marquesa. La maliciosa dama comenzaba, como era habitual en ella, hablando sobre su último y joven ligue: «Es un chico muy tímido, pero muy dulce y tan ansioso por complacerme que le adoro. Tiene unos ricillos muy monos que le caen sobre la frente, y se vuelven negros cuando están húmedos por la transpiración. Es muy entusiasta, y eso es algo que siempre me ha gustado en los hombres.»
Continuaba hablando de sus ex maridos y amantes, y daba detalles más específicos sobre lo que le gustaba en la anatomía de los hombres. La marquesa siempre utilizaba el correo electrónico como si fuera el medio más idóneo para los chismes y las confesiones. Y si se mantenía fiel a su estilo, tras contar sus peripecias amorosas pasaría a hablar de su eterna falta de fondos y de su antigua y noble familia, cuyos orígenes, según ella, podían encontrarse en los emperadores romanos y en los visigodos. Pero en esta ocasión fue mucho más directa, y a continuación procedió a comunicar la información que había recogido en los archivos de la catedral de Cádiz. Y cuando Hatch terminó de leer el mensaje, sintió un escalofrío.
Llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo Hatch, mientras comenzaba a imprimir la carta de la marquesa. Miró al trabajador que estaba en la puerta y se quedó atónito—. ¡Dios mío! —exclamó poniéndose de pie—. ¿Qué le ha pasado?
Cincuenta minutos más tarde, Hatch iba presuroso por el sendero que llevaba al Pozo de Agua. Los rayos del sol, penetrando en la niebla que rodeaba la isla, acentuaban su atmósfera espectral.
En Orthanc solamente estaban Magnusen y un técnico encargado de manejar el cabrestante. Se oyó un chirrido, y un gran cubo, enganchado a un grueso cable de acero, salió del Pozo de Agua. Mientras Hatch contemplaba toda la operación por la escotilla de cristal, los hombres volcaron el contenido del enorme recipiente dentro de uno de los túneles abandonados junto al pozo. Se oyó una especie de gorgoteo, y las toneladas de barro y escombros se vaciaron dentro del foso. Los hombres enderezaron el cubo vacío, y lo empujaron hasta la boca del Pozo de Agua, donde volvió a hundirse en las profundidades.
—¿Dónde está Gerard? —preguntó Hatch.
Magnusen miraba en el monitor un diagrama de la base del Pozo de Agua. Se volvió para mirarlo, y luego siguió controlando los datos que aparecían en la pantalla.
—Está con el equipo de excavadores —respondió.
En la pared, cerca del operador del cabrestante, había una hilera de seis teléfonos rojos, conectados con distintos puntos de la red de la isla. Hatch cogió el auricular rotulado POZO DE AGUA, EQUIPO INTERIOR.
Oyó tres sonidos agudos, y luego la voz de Neidelman.
-¿Sí?
Se oía un ruido de fondo de martillazos.
—Tengo que hablar con usted —dijo Hatch.
—¿Es urgente? —preguntó Neidelman, irritado.
—Sí, lo es. He recibido información sobre la espada de San Miguel.
Hubo una pausa y el martilleo se oyó más fuerte.
—Muy bien —dijo Neidelman—, pero tendrá que bajar. Estamos poniendo unos refuerzos y no podemos interrumpir el trabajo.
Hatch colgó, se puso el arnés con la cuerda salvavidas y el casco, salió de la cabina y bajó hasta la plataforma que rodeaba la boca del pozo. En la creciente oscuridad, el pozo parecía aún más brillante, y lanzaba un rayo de luz blanca sobre la niebla. Uno de los hombres que trabajaban en la boca del pozo lo ayudó a subir al ascensor eléctrico. Hatch apretó un botón y la pequeña plataforma comenzó a descender.
Hatch pasó a través de la reluciente telaraña de viguetas de titanio y cables, y sintió asombro y admiración ante la complejidad de la estructura. El ascensor pasó junto a un equipo que estaba controlando unos refuerzos nuevos a doce metros de profundidad. Noventa segundos después, el fondo del Pozo de Agua ya fue visible. Aquí la actividad era más intensa. Habían quitado los escombros y el lodo, e instalado una batería de luces. Y habían comenzado a excavar en la base del pozo principal otro más pequeño. Numerosos instrumentos y sondas, que seguramente pertenecían a Magnusen o a Rankin, colgaban de unos cables algo más finos. El grueso cable del cabrestante descendía por uno de los ángulos, y en el opuesto habían montado una escalera de titanio. Hatch salió del ascensor y comenzó a bajar la escalera envuelto en un ruido ensordecedor: palas, martillos, y también el zumbido de los acondicionadores de aire.
Nueve metros más abajo, un grupo de hombres, bajo la mirada de una cámara de circuito cerrado, retiraban a paladas la tierra húmeda y la arrojaban en el gran cubo. Otros usaban mangueras y bombas de succión para quitar el lodo y el agua. Neidelman estaba de pie en un rincón, con un casco en la cabeza, y dirigía la instalación de los refuerzos. Streeter, cerca del capitán, tenía unos planos en la mano.
Malin fue hacia ellos y el capitán lo saludó con una inclinación de cabeza.
—Me extraña que no bajara antes para ver todo esto —dijo Neidelman—. Ahora que la estructura del pozo está reforzada, estamos excavando a la máxima velocidad.
El capitán hizo una pausa, y Hatch no dijo nada.
—Ya ve que no podemos perder ni un segundo de tiempo —dijo Neidelman, mirándolo con sus ojos claros—. Espero que lo que tiene que decirme sea importante.
El capitán había cambiado mucho desde la muerte de Wopner, hacía una semana. Ya no tenía el aire de calma y ecuanimidad que había impresionado a Hatch cuando le fue a ver por primera vez a su despacho. Ahora su rostro mostraba una expresión que Hatch encontró difícil de describir: una dura y casi salvaje determinación.
—Sí, es importante —dijo Hatch—. Pero me gustaría hablar en privado.
Neidelman lo miró fijamente por un instante, y luego consultó su reloj.
—¡Atención! —se dirigió a los trabajadores—. El turno termina dentro de siete minutos. Pueden retirarse ahora, y que el siguiente turno baje a la hora fijada para comenzar de inmediato.
Los hombres dejaron sus herramientas y comenzaron a subir la escalera para coger el ascensor. Streeter permaneció donde estaba, sin decir nada. Las bombas de succión dejaron de hacer ruido, y el cubo, medio lleno, subió a la superficie, balanceándose colgado del grueso cable de acero. Streeter, silencioso, continuó en su lugar.
—Tiene cinco minutos, puede que diez si los hombres tardan en bajar —le dijo Neidelman a Hatch.
—Hace dos días encontré un montón de papeles que habían pertenecido a mi abuelo. Eran documentos relacionados con el Pozo de Agua y el tesoro de Ockham. Estaban escondidos en el desván de mi casa, y creo que por esa razón mi padre no tuvo ocasión de destruirlos. En algunos se mencionaba a la espada de San Miguel. Se decía que era un arma terrible que el gobierno español pensaba usar contra Red Ned Ockham. Y había también otras referencias muy inquietantes. De modo que me puse en contacto con una investigadora de Cádiz que conozco y le pedí que me buscara más datos sobre la historia de la espada.
Neidelman miró el suelo, los labios contraídos.
—Eso podría ser considerado información perteneciente a la empresa. Me sorprende que diera semejante paso sin consultarme.
—Y esto es lo que ella ha descubierto —dijo Hatch, y sacando un papel del bolsillo de la chaqueta se lo dio a Neidelman.
El capitán le echó una rápida ojeada.
—Está en español antiguo —dijo con ceño.
—Debajo está la traducción de mi amiga.
Neidelman se lo devolvió.
—Hágame un resumen —pidió.
—Es un fragmento de un documento más largo, pero describe el descubrimiento de la espada de San Miguel, y lo que sucedió a continuación. Durante la Peste Negra, un rico comerciante español se embarcó en Cádiz con toda su familia. Cruzaron el Mediterráneo y desembarcaron en una zona deshabitada de la costa de Berbería. Allí encontraron las ruinas de una antigua colonia romana. Decidieron establecerse en el lugar hasta que pasara la epidemia. Los integrantes de una tribu beréber les advirtieron repetidas veces que no se acercaran a un templo en ruinas, situado en una colina a cierta distancia de la costa, porque estaba maldito. Al cabo de un tiempo el comerciante decidió explorar el templo. Puede que los beréberes hubieran escondido algo de valor, y él no quería marcharse de allí sin echarle un vistazo. Parece ser que detrás de un altar encontró una losa de mármol, y debajo de la losa un antiguo cofre de metal, cerrado y sellado, con una inscripción en latín. En la inscripción decía que la caja guardaba una espada que era el arma más mortífera que había existido nunca. Mataba con sólo mirarla. El mercader hizo llevar el cofre al barco, pero los beréberes no quisieron ayudarle a abrirla. De hecho, le obligaron a zarpar.
Neidelman le escuchaba, los ojos todavía fijos en el suelo.
—Unas semanas más tarde, el 29 de septiembre, día de San Miguel, el barco del comerciante fue encontrado a la deriva en el Mediterráneo. Todos los marineros estaban muertos y había cuervos posados en dos penóles. La caja estaba cerrada, pero habían roto el sello de plomo. La llevaron a un monasterio en Cádiz. Los monjes leyeron la inscripción en latín, así como el diario de navegación del mercader. Los religiosos determinaron que la espada
era un trozo de materia infernal vomitada por el mismo Infierno
, y estoy citando literalmente las palabras de la traducción de mi amiga. Volvieron a sellar el cofre y lo guardaron en la cripta de la catedral. El documento termina diciendo que todos los monjes que tocaron el cofre enfermaron poco tiempo después y murieron.
—¿Y se supone que esto tiene algo que ver con nuestra búsqueda? —preguntó Neidelman mirando a Hatch.
—Sí —respondió Hatch con firmeza—, tiene mucho que ver.
—Explíquemelo, entonces.