Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
—No tiene más que sentarse con fuerza encima de ellos —le respondió el hombre con expresión impasible.
Los que estaban más cerca soltaron una carcajada.
—Muy divertido —replicó Wopner.
—Bueno, hombre, puede usar un martillo, si quiere —le explicó el pescador, y le mostró un martillo mojado y sucio de hígado y trozos rosados de caparazón de langosta.
—¿Comer con un martillo sucio? —protestó Wopner—. ¿Usted cree que quiero pillar una hepatitis?
—Yo le ayudaré —le dijo Hatch al pescador, que se alejó moviendo la cabeza con gesto despectivo.
Hatch condujo a Wopner hasta una de las mesas, lo invitó a sentarse, y le dio una rápida lección sobre el consumo de langostas: le enseñó a romper el caparazón, y le señaló lo que se comía y lo que se desechaba. Después fue a buscar sus propias langostas, deteniéndose en el camino a llenar su jarra de cerveza en un enorme barril. La bebida, producida por una pequeña fábrica de Camden, estaba fría y sabía deliciosamente a malta. Hatch se la bebió de un sorbo y se sintió mucho menos tenso. Antes de ponerse en la cola volvió a llenar su jarra.
Las langostas y las mazorcas se cocían sobre montones de algas en un fuego de leña, y una nube de humo aromático ascendía al cielo azul. Tres cocineros trabajaban sin parar, atizando el fuego y poniendo las brillantes langostas rojas sobre platos de cartón.
—¡Doctor Hatch!
Hatch se dio la vuelta y se encontró con Doris Bowditch, vestida con una amplia túnica roja que parecía un paracaídas. Su marido estaba con ella; pequeño, la cara enrojecida por el reciente afeitado, y silencioso.
—¿Cómo ha encontrado la casa?
—En perfectas condiciones —le respondió Hatch con una sonrisa—. Muchas gracias por haber hecho que afinaran el piano.
—No tiene nada que agradecer. Espero que no tuviera ningún problema con la electricidad o con el agua.
¿No? Muy bien. ¿Ha pensado en la oferta de esa pareja tan simpática de Manchester… ?
—Sí, lo he pensado —le respondió de inmediato Hatch, que ya se esperaba la pregunta—. No voy a vender la casa.
La sonrisa desapareció del rostro de la mujer.
—Oh, pero ellos estaban tan entusiasmados…
—Lo sé, Doris, pero es la casa donde pasé mi infancia —le respondió Hatch con tono amable pero firme.
La mujer se sobresaltó, como si de repente recordara las circunstancias de la infancia de Hatch, y su alejamiento de la ciudad.
—Claro —respondió con una sonrisa forzada, y le puso la mano en el brazo—. Lo comprendo. Es muy duro desprenderse de la casa familiar. No hablemos más del asunto. Por ahora, al menos —concluyó con un apretón amistoso.
Hatch llegó a la parte delantera de la cola y se quedó mirando los enormes y humeantes montones de algas. El cocinero más cercano removió en uno de los montones y dejó al descubierto una hilera de langostas rojas, algunas mazorcas y unos cuantos huevos. El hombre cogió un huevo con una mano enguantada, lo partió por la mitad con un cuchillo y miró si estaba duro. Hatch recordó que aquélla era la manera de comprobar si las langostas estaban cocidas.
—¡Perfecto! —exclamó el cocinero.
La voz le resultaba conocida a Hatch, y reconoció a Donny Truitt, su compañero de instituto. Se preparó para el reencuentro.
—¡Vaya, si es Mally Hatch! —exclamó Truitt cuando levantó la vista de las langostas—. Ya estaba preguntándome cuándo te vería. ¿Cómo estás, Mally?
—¡Donny! —Hatch le dio la mano—. Yo estoy bien. ¿Y tú?
—Yo también. Tengo cuatro niños. Y estoy buscando trabajo, porque el centro deportivo de Martin cerró.
—¿Cuatro niños? —Hatch silbó—. Has estado muy ocupado.
—Más de lo que te imaginas. También me he divorciado dos veces. Qué demonios. Y a ti, ¿te han atrapado?
—Aún no.
Donny rió.
—¿Ya has visto a Claire?
—No —respondió Hatch, y se sintió repentinamente irritado.
Mientras Donny ponía una langosta en su plato, Hatch observó a su antiguo compañero de clase.
Estaba más gordo, y un poco más lento, pero por lo demás, seguía igual que veinticinco años antes. El chico charlatán y atolondrado, con más corazón que cerebro, se había convertido en un adulto con similares características.
Donny le dirigió una sonrisita cómplice.
—Vamos, Donny —replicó Hatch—. Claire y yo sólo éramos amigos.
—Sí, claro, amigos. Los amigos no se besan en Squeaker's Glen. Porque os estabais besando, Mal… ¿no es así?
—Ha pasado mucho tiempo, Donny. No recuerdo todos los detalles de mis romances.
—Pero no hay nada como el primer amor, ¿no, Mal? —El pelirrojo Donny rió y le guiñó un ojo—. Claire también está aquí esta noche, pero tendrás que buscar otra chica, porque ella se ha casado con…
Hatch ya estaba harto de oír hablar de Claire.
—Hay mucha gente esperando detrás de mí —dijo, sin permitir que Donny terminara la frase.
—Sí, ya veo. Ya hablaremos luego —se despidió Donny agitando el tenedor con una sonrisa, y apartó con mano experta una capa de algas para dejar al descubierto otra hilera de rojas langostas.
De modo que Donny está buscando trabajo —pensó Hatch mientras se dirigía hacia la mesa de honor—. Sería una buena política que Thalassa contratara gente del lugar.
Encontró un puesto en la mesa entre Bill Banns, el director del periódico, y Bud Rowell. El capitán Neidelman estaba dos asientos más lejos, junto al alcalde Jasper Fitzgerald y Woody Clay, el pastor de la iglesia congregacional. Y después de Clay estaba sentado Lyle Streeter.
Hatch observó con curiosidad a los dos ciudadanos de Stormhaven. El padre de Jasper Fitzgerald era el dueño de la funeraria, y su hijo seguramente había heredado el negocio. Fitzgerald tenía unos cincuenta años, y era un hombre rubicundo con grandes bigotes, que usaba tirantes y hablaba con una sonora voz de barítono.
Después, sus ojos se posaron en Woody Clay. Es evidente que es un intruso, pensó.
Clay era, en todo sentido, lo opuesto a Fitzgerald. De una delgadez ascética, tenía el rostro descarnado y espiritual de un santo que acaba de llegar del desierto. Pero tenía la mirada intensa de un fanático. Hatch advirtió que el pastor no se sentía cómodo en la mesa principal. Era una de esas personas que hablan en voz muy baja, como temiendo que los demás escuchen por casualidad su conversación. Ahora estaba hablando con Streeter, y Hatch se preguntó qué estaría diciéndole el pastor al capataz para que éste se sintiera tan incómodo.
—¿Ha leído el periódico, Malin? —Bill Evans interrumpió los pensamientos de Hatch.
Banns había visto
Un gran reportaje
en el cine de la ciudad cuando era un niño, y desde entonces no había cambiado ni un ápice su idea sobre el aspecto que debía tener un periodista. Llevaba siempre las mangas de la camisa arremangadas, aunque hiciera un frío terrible, y había usado tantos años una visera verde que cuando no se la ponía, como esta noche, daba la impresión de que le faltaba algo.
—No, no lo he leído —respondió Hatch—. No sabía que ya había salido.
—Sí, esta mañana —respondió Banns—. Creo que le gustará. Yo mismo he escrito el artículo principal. Con la ayuda de usted, claro.
Banns le dirigió una sonrisa de complicidad, como diciéndole «usted continúe dándome información, y yo me encargaré de que llegue a mis lectores». Hatch se dijo que compraría el periódico esa misma tarde, cuando fuera al supermercado.
En la mesa había varios instrumentos para la disección de las langostas: martillos, pinzas y mazos de madera, todos ellos ya utilizados y sucios con entrañas de langostas. En el centro había dos grandes cuencos llenos de pinzas y caparazones rotos. Todo el mundo estaba muy ocupado golpeando, rompiendo y comiendo. Hatch echó una rápida ojeada a la tienda y vio que Wopner se había sentado con los pescadores de la cooperativa. Desde donde estaba oía su voz áspera.
—¿Ustedes saben que desde un punto de vista estrictamente biológico, las langostas son básicamente insectos? Podríamos decir que no son más que grandes cucarachas de agua…
Hatch apartó la mirada del criptoanalista y apuró una vez más su jarra de cerveza. Después de todo, la fiesta comenzaba a ser soportable. Y puede que algo más que soportable. Estaba seguro de que todos los de la ciudad conocían su historia, palabra por palabra. Pero ya fuera por cortesía, o por timidez campesina, nadie le había dicho nada. Y Hatch lo agradecía.
Paseó la mirada por la multitud, buscando caras conocidas. Vio a Christopher St. John, apretado entre dos hombres muy corpulentos, que parecían estar pensando cómo desmontar su langosta sin hacer mucho lío. Los ojos de Hatch fueron más allá, y reconoció a Kai Estenson, el propietario de la ferretería, y a Tyra Thomson, la directora de la biblioteca pública, que estaba exactamente igual que cuando los echaba a él y a Johnny por contar chistes en voz alta y reírse estrepitosamente.
Parece que es verdad que el vinagre es un buen conservante, pensó Hatch. Y luego vio la cabeza blanca y los hombros encorvados del doctor Horn, su viejo profesor de biología, que estaba de pie junto a la salida, como si no se dignara a ensuciarse las manos con entrañas de langosta. El doctor Horn, que le había exigido más que ningún otro profesor del instituto; que le había dicho que había visto ranas despanzurradas al costado del camino que tenían mejor apariencia que la que él acababa de disecar. El doctor Horn, que imponía respeto pero alentaba a sus alumnos, y había despertado el interés de Hatch por la ciencia y la medicina. Hatch se sintió sorprendido y feliz de que aún estuviera vivo.
Hatch apartó la mirada de la multitud y se dirigió a Bud, que estaba sorbiendo una langosta.
—Háblame de Woody Clay —le pidió.
Bud dejó la langosta en el cuenco más cercano.
—¿El reverendo Clay? Es el pastor. Me han dicho que fue hippie.
—¿De dónde es?
—Creo que de una población cercana a Boston. Vino hace unos veinte años a dar unos sermones y decidió quedarse. Dicen que cuando tomó los hábitos renunció a una cuantiosa herencia.
Bud cortó la cola de la langosta con mano experta y la extrajo entera. Había en su voz un tono raro que intrigó a Hatch.
—¿Y por qué se quedó aquí? —preguntó Hatch.
—Le habrá gustado el lugar, me imagino. Ya sabes cómo son las cosas. —Bud calló y empezó a comer la cola de la langosta.
Hatch observó a Clay; el pastor ya no estaba hablando con Streeter. De repente, el hombre alzó la vista y se encontró con la mirada de Hatch. Éste se giró inmediatamente hacia Bud Rowell, pero descubrió que el tendero se había levantado para ir a buscar otra langosta. Con el rabillo del ojo vio que el pastor se ponía de pie y se acercaba.
—¿Malin Hatch? —dijo el hombre tendiéndole la mano—. Yo soy el reverendo Clay.
—Mucho gusto, reverendo. —Hatch se levantó y cogió la mano fría del hombre.
Clay, tras dudar un instante, señaló la silla vacía.
—¿Puedo sentarme? —preguntó.
—Si a Bud no le importa, por mí no hay inconveniente —respondió Hatch.
El pastor aposentó su cuerpo desgarbado y huesudo en la pequeña silla, y clavó su mirada penetrante en Hatch.
—He visto que hay una gran actividad en la isla Ragged —comenzó a decir en voz baja—, y también he oído el ruido; día y noche, sin parar.
—Me imagino que somos como el servicio de correos —dijo Hatch con voz risueña, preguntándose adonde quería llegar el pastor—. No dormimos nunca.
Clay no parecía nada divertido.
—Todo eso debe costar mucho dinero —dijo arqueando las cejas en un gesto de interrogación.
—Sí, pero tenemos inversores —respondió Hatch.
—Inversores —repitió Hatch—. Alguien que le da diez dólares y espera que usted le devuelva veinte.
—Sí, se podría decir de esa manera.
Clay asintió con la cabeza.
—A mi padre también le gustaba mucho el dinero. Pero el dinero no lo hizo feliz, ni le dio una hora más de vida. Cuando murió yo heredé sus acciones y sus bonos. Su administrador la llamaba la «cartera de acciones». Cuando las estudié con más atención, encontré acciones de tabacaleras, de empresas mineras que destruían montañas enteras, y de compañías madereras que se dedicaban a arrasar selvas vírgenes.
Mientras hablaba no apartó ni un segundo sus ojos de los de Hatch.
—Mi padre le había dado dinero a esa gente, con la esperanza de que ellos le hicieran ganar aún más. Y eso es precisamente lo que había sucedido. Ellos habían duplicado o triplicado sus inversiones. Y ahora, esas ganancias inmorales me pertenecían.
Hatch hizo un gesto de asentimiento.
Clay bajó la voz aún más, y también la mirada.
—¿Puedo preguntarle cuánto esperan ganar exactamente usted y sus inversores en esta empresa?
Había algo en el tono del ministro que hizo que Hatch se sintiera aún más receloso. Pero habría sido un error no contestarle.
—Digamos que será un número de siete cifras —replicó.
—Yo soy un hombre directo —continuó el pastor—, y no sé mantener una conversación divertida. Tampoco he aprendido a ser diplomático. Se lo diré, pues, de la única manera que sé hacerlo: no me gusta nada esta búsqueda del tesoro.
—Lo lamento —respondió Hatch.
—No me gusta que su gente venga a nuestra ciudad, y no me gusta la manera en que derrochan su dinero.
Hatch se esperaba desde el principio una observación de este tipo, y ahora que por fin el otro había hablado, se sintió muy tranquilo.
—No me parece que los demás habitantes de Stormhaven compartan su desprecio por el dinero —dijo con voz calma—. Aquí hay gente que ha sido pobre toda la vida; no han podido darse el lujo de elegir la pobreza, como lo ha hecho usted.
El rostro de Clay se puso tenso, y Hatch se dio cuenta de que había tocado un punto sensible.
—La gente piensa que el dinero es el remedio para todos los males, y no es así —continuó el pastor—. Y usted lo sabe. Esta gente tiene su dignidad. El dinero arruinará esta ciudad. Acabará con la pesca de langostas, con la tranquilidad, con todo. Y de todas formas, los pobres no aprovecharán nada de toda esa riqueza. A ellos el progreso los hará a un lado, los condenará a la marginación.
Hatch no dijo nada. En parte comprendía los argumentos de Clay. Sería una tragedia que Stormhaven fuera pasto de la especulación y se convirtiera en una ciudad de veraneo como Boothbay Harbor. Pero esto no parecía probable, tanto si Thalassa tenía éxito como si no lo tenía.