Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
Luego, cuando navegaba por el canal de Oíd Hump, miró con el ceño fruncido el cielo de color gris plomo. Por la radio habían anunciado una perturbación atmosférica que se estaba formando a la altura de los Grana Banks. Ya era 28 de agosto, y faltaban muy pocos días para la fecha que se habían dado para terminar los trabajos. De ahora en adelante, el tiempo sería cada vez peor.
Los fallos en los equipos y los problemas con los ordenadores habían hecho que los trabajos se retrasaran considerablemente, y la reciente racha de enfermedades y accidentes entre los trabajadores había contribuido a aumentar el retraso. Cuando Hatch llegó a su consulta poco después de las 9.30, ya le estaban esperando dos pacientes. Uno de los hombres tenía una rara infección bacteriana en los dientes; serían necesarios análisis de sangre para dar un diagnóstico más preciso. El otro tenía una neumonía vírica.
Mientras Hatch se ocupaba de que trasladaran al paciente con neumonía a un hospital de la costa, y preparaba una muestra de sangre del otro enfermo para analizarla en el
Cerberus
, llegó un tercer paciente. Era un operario de la bomba de ventilación que se había herido la pierna con un servomotor. Hatch no tuvo tiempo hasta la tarde para encender su ordenador, entrar a Internet y enviarle un mensaje por el correo electrónico a su amiga la marquesa de Cádiz. Tras ponerla al tanto de la situación en dos o tres cortos párrafos, le envió la transcripción de los documentos más enigmáticos de su abuelo, y le pidió que buscara toda la información posible acerca de la espada de San Miguel.
Hatch cerró el ordenador y cogió el pequeño paquete de correspondencia que había encontrado por la mañana en el buzón: contenía el número de septiembre de JAMA; un folleto anunciando un restaurante italiano; el último número de la
Gazette
y un sobre color marfil, sin remitente ni sello.
Abrió el sobre e inmediatamente reconoció la letra.
Querido Malin:
Hay ciertas cosas que no sé cómo decírtelas, y a veces no me expreso muy bien, de manera que lo escribiré todo de la manera más directa.
He decidido separarme de Clay. No puedo seguir eludiendo mis problemas. No quiero quedarme aquí, y volverme cada día más amargada y resentida. Eso no sería bueno para ninguno de los dos. Voy a decírselo cuando termine la manifestación de protesta contra la búsqueda del tesoro. Quizá entonces le sea más fácil de soportar. De todas formas, sé que esto le hará mucho daño. Pero debo hacerlo.
Sé también que tú y yo no estamos hechos el uno para el otro. Yo tengo algunos recuerdos maravillosos, y espero que tú también. Pero la relación que estuvimos a punto de iniciar no sería más que una manera de aferrarse al pasado, y acabaría haciéndonos daño.
Lo que pudo suceder en Squeaker'Glen —y que yo casi dejo que suceda— me dio miedo. Pero también me sirvió para aclarar mis ideas y mis sentimientos. Y te lo agradezco.
Creo que te debo una explicación acerca de mis planes. Me marcharé a Nueva York. He hablado con una vieja amiga de la universidad que dirige un pequeño estudio de arquitectura. Me ha ofrecido un trabajo de secretaria, y me enseñará el trabajo de delineante. Es un comienzo nuevo en la ciudad donde siempre he deseado vivir.
Por favor, no contestes a esta carta ni trates de convencerme para que cambie de idea. No echemos a perder el pasado con los errores del presente.
Cariñosamente,
CLAIRE.
Sonó el teléfono que comunicaba la isla con la costa. Hatch, caminando lentamente, como en sueños, fue a coger la llamada.
—Habla Streeter —dijo una voz cortante.
—¿Qué pasa? —preguntó Hatch, todavía conmovido por la carta de Claire.
—El capitán quiere verlo en Orthanc lo antes posible.
—Dígale que yo… —comenzó Hatch, pero Streeter ya había colgado, y en la línea ni siquiera se oía el tono.
Hatch subió por las diferentes rampas y puentes hasta la base de Orthanc. El nuevo sistema de ventilación ya estaba instalado encima del pozo: tres grandes conductos que absorbían el aire viciado de las profundidades y lo arrojaban a lo alto, donde se condensaba en grandes jirones de niebla. Las luces del pozo se veían borrosas a causa de la niebla que lo rodeaba.
Hatch se cogió a la escalera y luego trepó hasta la baranda que circundaba la torre de control de Orthanc.
Neidelman no estaba a la vista. De hecho, en la torre sólo se hallaba Magnusen, que vigilaba los sensores que controlaban las cargas y sobrecargas de las vigas del pozo. Los sensores estaban conectados a hileras de luces verdes. Cualquier aumento de la presión que soportaban las vigas hacía que las luces se volvieran rojas y comenzaba a sonar una alarma. A medida que se había ido reforzando la estructura del pozo, las alarmas habían disminuido su frecuencia. Incluso los virus que habían perturbado todo el tiempo el funcionamiento de los sistemas informáticos de la isla parecían haber sido neutralizados. El complejo sistema de sensores que habían comenzado a montar pocas horas antes de la muerte de Wopner ya estaba terminado.
Hatch se dirigió al centro de la sala y observó el interior del pozo a través del cristal del suelo. Había numerosos túneles y galerías laterales muy peligrosos, pero habían sido acordonados con cintas amarillas y sólo podían entrar los equipos encargados de levantar los últimos planos.
Una ráfaga de viento disipó la niebla en la boca del pozo, y la vista se hizo más clara. La escalera se hundía en las profundidades, tres raíles brillantes con numerosas plataformas y montacargas adosados. De la escalera nacían, como los radios de una rueda, los puntales de titanio que reforzaban la estructura del pozo. El efecto visual era estremecedor: los brillantes puntales metálicos reflejaban las luces de innumerables bombillas, y la estructura de titanio parecía extenderse hasta el infinito.
Los puntales de titanio tenían una estructura compleja. Por la mañana, los hombres de Neidelman habían trabajado duro reemplazando las vigas que faltaban del primitivo encofrado de Macallan por soportes de titanio, según las instrucciones de St. John. Después habían añadido otros puntales, siguiendo un modelo desarrollado en el ordenador del
Cerberus
. Era posible que antes de que terminara la jornada ya estuviera todo preparado para comenzar a excavar los últimos quince metros que les separaban de la cámara del tesoro.
Hatch contempló el iluminado hueco del pozo, pensando aún en la carta de Claire, y advirtió que algo se movía: era Neidelman, que subía en el montacargas. Bonterre iba a su lado, y había cruzado los brazos como si tuviera mucho frío. Las luces amarillas transformaban los cabellos color arena del capitán en oro puro.
Hatch se preguntó por qué querría verle allí el capitán. Quizá tenga una llaga, pensó irritado. No le sorprendería que la cita tan urgente fuera para una consulta médica. Nunca había visto a nadie que trabajara tan duro, ni que pasara tantas horas sin dormir, como Neidelman en los últimos días.
El capitán descendió del montacargas y luego subió por la escalera de Orthanc; sus botas embarradas dejaron un rastro en los peldaños de metal. Miró a Hatch sin decir nada. Bonterre entró a la sala detrás de él. Hatch la miró y se puso tenso, alarmado por la expresión de la arqueóloga. Neidelman y Bonterre continuaban extrañamente silenciosos.
—Sandra, ¿puede dejarnos un momento solos? —pidió el capitán a Magnusen.
La ingeniera se dirigió a la galería de observación y cerró la puerta. Neidelman suspiró hondo, los cansados ojos grises fijos en Hatch.
—Tengo algo que decirle, pero será mejor que se lo tome con calma —le dijo Neidelman.
Bonterre continuó mirando a Hatch y no dijo nada.
—Malin, hemos encontrado a su hermano.
Hatch se sintió muy raro, como si de repente se hubiera alejado de todo lo que le rodeaba y se encontrara en un rincón remoto y solitario.
—¿Dónde? —consiguió decir.
—En una profunda cavidad, bajo la reja del túnel abovedado.
—¿Está seguro? ¿No es posible que se confundieran? —preguntó en voz muy baja Hatch.
—Es el esqueleto de un niño de doce o trece años, lleva pantalones cortos azules y una gorra de béisbol…
—Sí —dijo Hatch, y tuvo que sentarse porque se sintió mareado y le temblaban las rodillas—. Sí, es él.
Durante un minuto reinó el silencio en la torre.
—Necesito verlo —dijo por fin Hatch.
—Sí, ya lo habíamos pensado —dijo Bonterre, ayudándolo a ponerse de pie—. Ven.
—Hay que descender varios metros por un pasaje vertical muy estrecho —dijo Neidelman—. Y la cavidad donde lo encontramos aún no ha sido reforzada. Es un descenso arriesgado.
Hatch hizo un gesto con la mano como quitando importancia a las objeciones de Neidelman.
Se puso un chubasquero, se subió al pequeño montacargas eléctrico y bajaron. Para Hatch los minutos siguientes pasaron como si estuviera envuelto en una nube. Le dolían las extremidades, y sus propias manos, aferradas a la barandilla del montacargas, le parecían grises y sin vida. Iba entre Neidelman y Bonterre, y los demás miembros del equipo que estaban trabajando en distintas zonas del pozo los miraban pasar.
Cuando llegaron a los treinta metros de profundidad, Neidelman detuvo el ascensor. Abandonaron la plataforma metálica y cruzaron una pasarela hasta la entrada del túnel. Hatch titubeó.
—No hay otro camino —dijo Neidelman.
Hatch entró al túnel, y pasó junto a un gran aparato para purificar el aire. El techo del túnel había sido reforzado con grandes placas metálicas, sostenidas por una fila de gatos de tornillo. Unos pocos pasos más por aquel corredor de pesadilla, y Hatch se encontró en la cámara de piedra octogonal donde había muerto Wopner. La gran roca estaba apoyada en la pared, como un estremecedor monumento en memoria del programador y del mortal mecanismo que lo había destruido. Dos de los gatos que habían usado para apartar la roca y retirar el cadáver aún estaban en su lugar. Una gran mancha de color herrumbre cubría la parte interior de la roca y la pared. Hatch apartó la vista.
—Esto es lo que usted quería, ¿verdad? —dijo Neidelman con un extraño tono de voz.
Hatch hizo un enorme esfuerzo de voluntad y se obligó a seguir adelante, hasta llegar al foso en el centro de la cámara. Habían quitado la reja de hierro que lo cubría, y una escalera de cuerda se hundía en la oscuridad.
—Los equipos encargados de cartografiar los lugares más lejanos comenzaron a trabajar ayer en los túneles secundarios —explicó Neidelman—. Cuando llegaron a esta bóveda, examinaron la reja que cubría el foso y calcularon que éste debía desembocar en el túnel de la playa, el que usted descubrió cuando era un niño. Un hombre descendió a investigar, y pasó a través de lo que en otra época debió de ser un cierre hermético, a prueba de agua. —Neidelman se adelantó—. Yo iré primero —dijo.
El capitán desapareció escalera abajo. Hatch esperó con la mente en blanco, atento solamente al aliento helado que salía del pozo que tenía delante. Bonterre le cogió la mano sin decir nada.
Unos minutos después, Neidelman los llamó. Hatch se adelantó, y comenzó a bajar por la estrecha escalera.
El pozo tenía algo más de un metro de diámetro. Hatch continuó bajando; las paredes eran muy lisas y en un momento dado se curvaban sobre una gran roca. El joven llegó al fondo, y cuando dejó el último peldaño de la escalera, sus pies se hundieron en un lodo maloliente. Miró alrededor, medio muerto de miedo.
Se encontraba en una pequeña cámara horadada en la roca. Parecía una mazmorra de muros inexpugnables. Pero al cabo de un momento, advirtió que uno de los muros no llegaba hasta el suelo. De hecho, no era un muro sino una gran pieza de piedra labrada. Neidelman iluminó el suelo, debajo de la piedra, y se vio algo de color blanco. Hatch se adelantó un paso y se agachó. Cogió la linterna del arnés y la encendió.
Aplastado bajo la roca había un esqueleto. Todavía llevaba en el cráneo la gorra de los Red Sox, y unos mechones de pelo asomaban por debajo. Una camisa en jirones cubría la caja torácica, y más abajo se veían los pantalones cortos, sujetos por un cinturón. Debajo de la tela azul asomaba una rodilla huesuda. Una zapatilla Keds roja cubría el pie derecho, y el izquierdo todavía estaba atrapado debajo de la roca, convertido en una masa de goma podrida y huesos.
Hatch observó que las piernas y los brazos habían sufrido múltiples fracturas, las costillas se habían desprendido del esternón y el cráneo estaba aplastado. Johnny —porque sólo podía ser Johnny— había sido víctima de una de las trampas de Macallan, similar a la que mató a Wopner. Pero sin el casco que hacía más lento el movimiento de la piedra, la muerte había sido mucho más rápida. O al menos eso esperaba Hatch.
Acarició suavemente la visera de la gorra. Era la preferida de Johnny, y estaba firmada por Jim Lonborg. Su padre se la había comprado cuando fueron a Boston, el día que los Red Sox ganaron la liga. Los dedos se movieron hasta acariciar un mechón de pelo, luego trazaron la curva de la mandíbula, y bajaron hasta las costillas rotas, los descarnados huesos del brazo y la mano. Hatch percibía cada detalle como en un sueño: distante pero con esa peculiar intensidad que a veces impregna los sueños. Su mente registraba cada detalle como si lo estuviera grabando a fuego.
Hatch permaneció inmóvil en el sepulcral silencio de la cavidad, los fríos, frágiles huesos de su hermano en el hueco de su propia mano.
Hatch condujo la lancha del
Plain jane
más allá del estrecho de Cranberry y entró en la desembocadura del río Passabec. Cuando giró para acercarse a la costa miró por encima del hombro: había dejado atrás Burnt Head, a unos seis kilómetros, y desde allí parecía una mancha rojiza en el horizonte. Eran los últimos días del verano, y el aire fresco de la mañana traía ya la promesa del invierno.
Hatch continuó navegando, empeñado en no pensar en nada.
A medida que el río se alejaba de la desembocadura, se volvía más angosto y las aguas eran más serenas y más verdes. Ahora pasaba por la zona que cuando era niño había bautizado como «la avenida de los millonarios», una serle de grandes casas de veraneo construidas a orillas del río en el siglo XIX, con tejados a dos aguas, torrecillas y mansardas. Una niñita, vestida con un delantal y una sombrilla que parecían sacados del siglo pasado, lo saludó desde un columpio. tierra adentro, el paisaje se hacía más suave. Las costas rocosas eran reemplazadas por playas de guijarros, y en lugar de abetos se veían robles y bosquecillos de abedules. Pasó junto a un muelle en ruinas, y luego dejó atrás una casilla de pescadores, construida sobre pilotes. Ya estaba cerca. Otra curva más, y allá estaba la playa de guijarros que recordaba tan bien, con sus inmensos bancos de conchas que llegaban hasta los seis metros de altura. Estaba desierta, como había imaginado. A la mayoría de los habitantes de Stormhaven y de Black Harbor no les interesaban los asentamientos indios prehistóricos, ni los montículos de conchas que habían dejado sus antiguos moradores. Pero siempre había excepciones: el profesor Horn los había traído a Johnny y a él a este lugar. Recordaba que era una tarde cálida y soleada, el día antes de la muerte de Johnny.