Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
La entrada de Neidelman interrumpió la conversación. El capitán los miró y les sonrió brevemente.
—Muy bien, Malin, ¿le ha dado Sandra el permiso?
—Sí, me lo ha dado. Gracias —le contestó Hatch.
Neidelman miró a Rankin.
—No se detenga por mí —le dijo.
—Sólo estaba ayudando a St. John con el modelo en tres dimensiones —le respondió Rankin.
Hatch los miró. El bonachón geólogo de repente había adoptado una actitud más formal, como si estuviera en guardia.
¿Habrá pasado algo entre estos dos?, se preguntó Hatch. Después se dio cuenta de que se debía a la manera de mirar de Neidelman. El también sentía el impulso casi irresistible de disculparse, de dar explicaciones por lo que estaban haciendo.
—Ya veo. En ese caso, tengo buenas noticias para ustedes. Ya han sido introducidas las medidas finales en la red.
—¡Magnífico! —dijo Rankin, y apretó unas teclas—. Ya lo tengo. Ahora voy a integrarlas.
Hatch miró la pantalla y vio pequeños segmentos de líneas que se añadían al diagrama a una velocidad cegadora. En uno o dos segundos se completó el envío. La imagen parecía la misma, aunque el tejido de malla parecía más denso que antes.
St. John, que estaba mirando por encima del hombro del geólogo, suspiró profundamente. Rankin apretó unas teclas y el modelo comenzó otra vez a girar lentamente sobre su eje vertical.
—Deje en pantalla solamente las primeras estructuras —pidió St. John.
Rankin lo hizo y una gran cantidad de líneas desaparecieron de la imagen. Hatch vio una representación del pozo central.
—De manera que las trampas de agua fueron añadidas al final —comentó Neidelman—, tal como lo suponíamos.
—¿Ve elementos comunes con otras construcciones de Macallan? —preguntó Rankin—. ¿O algo que le haga sospechar una trampa?
St. John negó con la cabeza.
—Quítelo todo menos las vigas de madera, por favor.
Unas pocas operaciones en el teclado y una imagen extrañamente parecida a un esqueleto se destacó contra la oscuridad de la pantalla.
El historiador dio un respingo.
—¿Ha visto algo? —preguntó Neidelman.
—No lo sé —respondió tras un instante de duda St. John; después señaló en la pantalla dos lugares donde se cruzaban varias líneas—. En estas junturas hay algo que me es familiar, pero no tengo claro qué es.
Se quedaron un momento en silencio, mirando la pantalla.
—Quizá todo esto sea un ejercicio inútil —continuó St. John—. Quiero decir, ¿qué tipo de similitudes podemos encontrar entre el pozo y otras construcciones? ¿Qué edificios hay que tengan tres metros de ancho por más de cuarenta metros de alto?
—¿La torre inclinada de Pisa? —sugirió Hatch.
—¡Un minuto! —lo interrumpió St. John y se acercó un poco más a la pantalla—. Miren las líneas simétricas de la izquierda, aquí y aquí. Y miren esas zonas curvas, una debajo de la otra. Si no tuviera más datos, yo diría que se trata de arcos transversales. ¿Sabía usted que hacia la mitad el pozo se hace más estrecho? —le preguntó a Neidelman.
El capitán afirmó con la cabeza.
—Sí, a los veintiún metros de profundidad pasa gradualmente de tener tres metros y medio a dos metros y medio de ancho, aproximadamente.
El historiador comenzó a trazar con su dedo puntos de contacto en el diagrama de la pantalla.
—Sí —murmuró—, éste sería el final de una columna invertida. Y ésta sería la base de un puntal interior. Y este arco, aquí, concentraría en un punto la distribución de la carga. Lo contrario de un arco normal.
—¿Le importaría explicarnos de qué está hablando? —le preguntó Neidelman; hablaba con tranquilidad, pero Hatch advirtió su profundo interés.
Con una expresión maravillada, St. John dio un paso atrás para apartarse del monitor.
—Realmente, tiene sentido. Profundo y estrecho como… Macallan, después de todo, era un arquitecto religioso… —dijo en voz muy baja.
—Vamos, hombre, explíquese —ordenó Neidelman.
—Por favor, hágalo girar unos ciento ochenta grados sobre el eje Y —le pidió St. John a Rankin.
Rankin lo hizo, y el diagrama de la pantalla giró hasta colocarse cabeza abajo. Ahora la figura del Pozo de Agua aparecía invertida en la pantalla, un luminoso esqueleto de líneas rojas.
—¡Dios mío, si es una catedral! —exclamó Neidelman.
El historiador asintió con una sonrisa triunfal.
—Macallan construyó lo que él sabía hacer mejor. El Pozo de Agua es un capitel. El maldito capitel invertido de la torre de una catedral.
El desván estaba poco más o menos como Hatch lo recordaba: lleno de los trastos que junta una familia a lo largo de muchas décadas. Las claraboyas dejaban pasar la débil luz de la tarde, que quedaba rápidamente neutralizada por los viejos y oscuros muebles, antiguos roperos y cabeceras de camas, percheros y cajas, y pilas de sillas. Cuando Hatch trepó el último escalón y pisó las gastadas maderas del suelo, el polvo, el calor y el olor a naftalina le trajeron un punzante recuerdo, el de sus juegos al escondite con su hermano, mientras la lluvia tamborileaba ruidosa en el tejado.
Respiró hondo y se internó en el desván cautelosamente, temeroso de derrumbar algún trasto o de hacer mucho ruido. En cierta forma, este depósito de recuerdos era ahora un lugar sagrado, y se sentía poco menos que como un saqueador que viola un santuario.
Los trabajos de medición y reconocimiento del Pozo de Agua habían concluido, y por la tarde un inspector de la compañía de seguros haría una visita a la isla, de modo que Neidelman no había tenido más remedio que interrumpir medio día la actividad. Malin había aprovechado la oportunidad para ir a casa a comer y quizá a hacer un poco de trabajo de investigación. Recordaba que en algún lugar había un gran libro ilustrado,
Las grandes catedrales de Europa
, que había pertenecido a una de sus tías abuelas. Con un poco de suerte lo encontraría entre las cajas de libros que su madre había guardado en el desván. Quería reflexionar a solas para comprender un poco mejor lo que significaba el descubrimiento de St. John.
Se abrió paso entre los trastos, y se golpeó una pantorrilla contra una mesa de billar y estuvo a punto de hacer caer un viejo tocadiscos, precariamente situado sobre una caja llena de antiguos discos de piedra. Acomodó cuidadosamente el tocadiscos, y luego le echó un vistazo a los discos:
Bailando en el Ritz, El vals de los estudiantes
, Bing Crosby y las Andrews Sisters. Hatch recordaba que su padre ponía los discos en las tardes de verano, y las pegadizas canciones de antiguas comedias musicales se oían en el patio de la casa y hasta en la playa de guijarros.
En la media luz del desván, vio también la gran cabecera de madera de arce labrada de la cama de sus padres, apoyada contra una pared. Se la había regalado su bisabuelo a su bisabuela el día de su boda. Un regalo interesante, pensó Hatch.
Y junto a la cabecera había un antiguo armario, y detrás estaban las cajas de libros, apiladas tal como las habían puesto él y Johnny, siguiendo las instrucciones de su madre.
Hatch trató de hacer a un lado el armario, pero no consiguió moverlo más de cuatro o cinco centímetros. Contempló el feo y sólido mueble Victoriano, un trasto que estaba en la casa desde los días de su abuelo. Lo empujó con el hombro y consiguió moverlo unos cuantos centímetros más. Era muy pesado. Quizá no estaba vacío. Hatch suspiró y se secó el sudor de la frente.
Las puertas superiores del armario estaban sin llave, y cuando las abrió revelaron el polvoriento y vacío interior. Hatch probó los cajones de más abajo, y descubrió que también estaban vacíos. Todos, menos el del fondo: había una vieja camiseta, rota y desteñida, con el logo de Led Zeppelin. Claire se la había comprado en una excursión a Bar Harbor que hicieron cuando estaban en el instituto. Cogió la camiseta y recordó el día en que ella se la había dado. Habían pasado veinte años, y la camiseta era un trapo viejo. La dejó en su lugar. Claire había encontrado ahora la felicidad, o la había perdido, según a quien se le preguntara.
Un último intento. Cogió el armario y lo empujó hacia adelante y hacia atrás. De repente se le fue de las manos, inclinándose peligrosamente hacia adelante, y Hatch se hizo rápidamente a un lado antes de que el armatoste cayera al suelo levantando una nube de polvo.
Hatch se agachó y examinó el desastre. La parte trasera del armario se había partido en dos lugares, revelando un estrecho escondrijo. Y adentro, escondidos entre los tableros de caoba, había recortes de periódicos y páginas amarillentas y quebradizas, cubiertas con una enrevesada escritura.
Burnt Head, el largo cabo de tierra rojiza, estaba situado al sur de la ciudad y penetraba en el mar como el dedo nudoso de un gigante. A uno de los lados del promontorio, los acantilados descendían cubiertos de malezas y arbustos hasta formar la cala llamada Squeaker's. Los senderos y escondrijos a la sombra del faro eran conocidos como Squeaker's Glen, y eran una especie de sendero del amor para los estudiantes del instituto de Stormhaven, donde muchos habían perdido la virginidad. Malin Hatch había sido uno de ellos, hacía ya más de veinte años.
Hatch recorría ahora los boscosos senderos, sin saber muy bien qué le había impulsado a volver a aquel lugar. Había reconocido la escritura de su abuelo en las hojas de papel escondidas en el armario. No se había sentido capaz de ponerse a leerlas inmediatamente, y había salido de la casa con la intención de dar un paseo por el puerto. Pero sus pies lo habían llevado a la ciudad; había bordeado los prados que rodeaban el fuerte Blacklock y finalmente se había dirigido hacia el faro y la cala Squeaker's. Se internó por uno de los senderos, una delgada línea negra que penetraba entre la espesa vegetación. Un poco más adelante el sendero se abría en un pequeño claro, limitado en tres de sus lados por las paredes rocosas de Burnt Head, cubiertas de musgo y plantas trepadoras. En el cuarto lado el denso follaje impedía ver el agua, pero el rumor de las olas traicionaba la cercanía de la costa. La cubierta vegetal dejaba pasar algunos rayos de luz, que iluminaban sesgadamente la hierba. Hatch sonrió al recordar unos versos de Emily Dickinson. Y recitó en voz muy baja:
—«Hay una cierta luz oblicua, / tardes de invierno, / que oprimen, como el peso / de la música de las catedrales.»
Contempló el apartado claro y los recuerdos acudieron en tropel. En particular, de una tarde de mayo, llena de manos que exploraban nerviosas y de jadeos de placer. La novedad, la exótica sensación de estar aventurándose en un territorio reservado a los mayores, habían sido embriagadoras. Intentó no pensar en aquello, sorprendido de que algo que había sucedido hacía tanto tiempo pudiera ser aún tan excitante. Seis meses después, su madre había decidido que se fueran a vivir a Boston. Claire le había comprendido mejor que nadie y le había aceptado con sus cambios de humor, había aceptado todo lo que acompañaba a Malin Hatch, el chico que había perdido a casi toda su familia.
Es increíble que este lugar esté exactamente igual, pensó.
Sus ojos se posaron en una lata de cerveza aplastada, que asomaba por debajo de una roca. Todo estaba igual, y al parecer continuaba siendo utilizado para las mismas actividades.
Se sentó sobre la hierba. Era una hermosa tarde de verano, y tenía todo el claro para él.
No, no sólo para él; Hatch oyó unos pasos en el sendero. Se volvió y vio, sorprendido, que era Claire.
Ella se paró en seco y se ruborizó. Llevaba un escotado vestido de verano, y el pelo dorado recogido en una trenza que le caía por la espalda. Vaciló un instante, y luego siguió adelante con paso decidido.
—Hola —la saludó él poniéndose de pie—. Es una suerte encontrarte en un día tan bonito.
Hatch se demoró decidiendo si debía darle la mano o besarla en la mejilla, y entretanto ya fue demasiado tarde para una y otra cosa.
Ella le sonrió.
—¿Qué tal la cena? —preguntó Hatch, y apenas lo dijo, le pareció una pregunta muy tonta.
—Muy bien.
Se hizo un silencio incómodo.
—Lo siento, tú seguramente querías estar solo y yo estoy invadiendo tu intimidad —dijo Claire, y se volvió para marcharse.
—¡Espera! —exclamó él en voz más alta de lo que había querido—. No tienes por qué irte. No pensaba en nada importante, sólo estaba distraído, nada más. Además, me encantaría charlar contigo.
Claire miró nerviosa alrededor.
—Ya sabes cómo son las ciudades pequeñas. Si alguien nos ve aquí, pensarán que…
—No nos verá nadie. Estamos en Squeaker's Glen, ¿te acuerdas?
Hatch volvió a sentarse y le indicó que se sentara junto a él. Claire lo hizo y se arregló el vestido con un gesto que Hatch recordaba muy bien.
—Es curioso que, de todos los lugares posibles, nos encontráramos aquí —dijo él.
Ella asintió.
—Me acuerdo cuando te adornaste la cabeza con hojas de roble, y te subiste a aquella piedra a recitar poetas griegos.
Hatch se sintió tentado de mencionar otras cosas que él recordaba.
—Y ahora que soy un viejo matasanos, mezclo metáforas médicas con poesías herméticas.
—¿Cuánto hace de aquello? ¿Veinticinco años? —preguntó Claire.
—Sí, año más, año menos. ¿Y qué has hecho en todo este tiempo?
—Bueno, cuando terminé el bachillerato pensaba ir a la universidad, en Orino, pero conocí a Woody y nos casamos. No tenemos hijos. Eso es todo —terminó encogiéndose de hombros.
—¿No habéis tenido hijos? —se extrañó Hatch. Cuando estaban en el instituto Claire ya hablaba de su deseo de ser madre.
—No. Woody no produce suficientes espermatozoides —respondió ella con tono flemático.
Se quedaron callados. Y entonces él, por alguna razón y un tanto horrorizado de sí mismo, sintió un incontenible deseo de reír ante el inesperado rumbo que había tomado la conversación. Intentó contenerse, pero estalló en una carcajada, y siguió riendo hasta que el pecho comenzó a dolerle y le lagrimearon los ojos. Y advirtió que Claire reía tanto como él.
—Oh, Señor —dijo ella finalmente secándose las lágrimas—, no te imaginas lo bien que me hace poder reír de este asunto. En casa está prohibido mencionarlo. Insuficiencia espermática.
Y los dos rieron de nuevo a carcajadas.
Cuando las risas se apagaron, parecía como si los años y la incomodidad se hubieran desvanecido. Hatch le contó historias de la facultad de medicina, las bromas horribles que hacían en la clase de anatomía y sus aventuras en Surinam y en Sierra Leona, y Claire lo puso al día sobre la vida y andanzas de los amigos comunes. Casi todos se habían ido a vivir a Bangor, Portland o Manchester.