Ella titubeó como si buscara la mejor respuesta.
—El dinero era mío.
—¿Suyo?
—Sí; yo llevé mucho dinero al matrimonio. Dinero que siguió estando a mi nombre. El testamento de nuestro padre… —explicó haciendo un ademán vago con la mano derecha—. Paolo siempre me había aconsejado lo que tenía que hacer con él. Y cuando Sandro dijo que quería comprar la fábrica, los dos me propusieron que invirtiera en ella. Eso fue hace un año. O quizá dos. —Se interrumpió al ver el gesto de Brunetti ante su vaguedad—. Lo siento, pero yo nunca he prestado mucha atención a estas cosas. Paolo me pidió que firmara unos papeles y el hombre del banco me explicó de qué se trataba. Pero en realidad no entendía para qué querían el dinero. —Calló y se sacudió la falda con la punta de los dedos—. Era para la fábrica de Sandro, pero, como era mío, Paolo siempre consideró que también le pertenecía a él.
—¿Tiene idea de cuánto invirtió en la fábrica,
signora
? —Ella miraba a Brunetti como la colegiala que está a punto de echarse a llorar porque no recuerda cuál es la capital del Canadá, por lo que él agregó—: Aproximadamente. No necesitamos saber la cantidad exacta. —Ya lo averiguarían más adelante.
—Creo que eran trescientos o cuatrocientos millones de liras —contestó ella.
—Comprendo. Muchas gracias —dijo Brunetti y entonces preguntó—: ¿Su esposo dijo algo más aquella noche, después de hablar con su hermano?
—Bien. —Ella hizo una pausa y, según le pareció a Brunetti, trató de recordar—. Dijo que la fábrica perdía dinero. Por su manera de hablar, me pareció que también Paolo había invertido dinero particularmente.
—¿Además del de usted?
—Sí. Pero extraoficialmente, sólo contra un recibo de Paolo. —Ante el silencio de Brunetti, ella prosiguió—: Me parece que Paolo quería tener más control sobre la manera de llevar la empresa.
—¿Su marido le dijo lo que pensaba hacer?
—Oh, no. —La mujer estaba claramente sorprendida por la pregunta—. Él no me hablaba de esas cosas. —Brunetti se preguntaba de qué cosas le hablaría su marido, pero se reservó la pregunta—. Después, se fue a su cuarto y al día siguiente no volvió a hablar de aquello, por lo que creí, o quizá quería creer, que él y Sandro habían llegado a un acuerdo.
Brunetti reaccionó instantáneamente a la referencia a «su cuarto», que sin duda no era indicio de un matrimonio feliz. Imprimió en su voz un tono más grave al decir:
—Le pido perdón,
signora
pero, ¿me permite preguntar cómo eran las relaciones entre usted y su esposo?
—¿Relaciones?
—Ha dicho que él había ido a «su cuarto» —respondió Brunetti suavemente.
—Ah. —Fue un sonido leve que ella dejó escapar involuntariamente.
Brunetti esperaba. Al fin, dijo:
—Él ya no está,
signora,
creo que puede usted hablar.
La mujer lo miró a la cara y él vio lágrimas en sus ojos.
—Había otras mujeres —susurró—. Durante muchos años, otras mujeres. Una vez lo seguí y me quedé esperando delante de la casa, bajo la lluvia, hasta que salió. —Ahora las lágrimas le resbalaban por la cara, sin que ella pareciera notarlo, y le caían en la blusa, dejando en la tela largas marcas ovaladas—. También contraté a un detective. Y escuchaba sus llamadas telefónicas. Las grababa y le oía decirles a ellas las mismas cosas que me decía a mí. —Las lágrimas la obligaron a callar, pero Brunetti se abstuvo de apremiarla. Finalmente, ella prosiguió—: Yo lo quería con todas mis fuerzas. Desde el primer día en que lo vi. Si Sandro ha hecho esto… —Volvieron a llenársele los ojos de lágrimas, que ella se enjugó con las palmas de las manos—. Si él lo ha hecho, quiero que ustedes lo descubran y que sea castigado. Por eso he venido a hablar con Sandro. —Calló y bajó la mirada—. ¿Me contará lo que él le diga? —preguntó, mirándose las manos que tenía en el regazo.
—No puedo,
signora,
hasta que haya terminado todo. Pero entonces se lo diré.
—Gracias —dijo ella, levantando la mirada para volver a bajarla enseguida. Entonces se puso en pie bruscamente y fue hacia la puerta. Brunetti llegó antes que ella, la abrió y le cedió el paso—. Me voy a casa —dijo la mujer y, antes de que él pudiera responder, salió y se alejó por el pasillo hacia el vestíbulo del puesto de policía.
Brunetti volvió a la mesa del agente desde cuyo teléfono había hablado y, sin pararse a pedir permiso, llamó otra vez a la
signorina
Elettra. Nada más oír su voz, ella le comunicó que el técnico ya iba camino del hospital de Castelfranco, para tomar las muestras de tejido y le pidió que le diera un número de fax. Él dejó el teléfono y fue al mostrador, donde hizo que el sargento le anotara el número. Después de darlo a la
signorina
Elettra, recordó que aquella mañana no había llamado a Paola, y marcó el número de su casa. Como nadie contestó, dejó el mensaje de que el trabajo lo retenía en Castelfranco, pero pensaba regresar aquella misma tarde.
Después se sentó y apoyó la cabeza en las manos. Minutos más tarde, oyó una voz que decía a su lado.
—Perdone, comisario, pero se ha recibido esto para usted.
Brunetti levantó la cabeza y, delante de la mesa que se había apropiado, vio a un joven agente que tenía en la mano unos papeles que se rizaban con el alabeado característico del fax. Eran varias hojas.
Brunetti, haciendo un esfuerzo por sonreír, alargó la mano hacia los papeles y los puso en la mesa, alisándolos con el canto de la mano. Recorrió con la mirada las columnas y vio con satisfacción que la
signorina
Elettra había puesto un asterisco al lado de las llamadas hechas entre aquellos números, y separó las hojas en tres pilas. Palmieri, Bonaventura y Mitri.
Durante los diez días anteriores al asesinato de Mitri, se habían hecho varías llamadas entre el
telefonino
de Palmieri y el número de Interfar, una de ellas, de siete minutos. La víspera del crimen, a las nueve y veintisiete de la noche, se hizo una llamada desde el teléfono del domicilio de Bonaventura al de Mitri. La conversación duró dos minutos. La noche del asesinato, casi a la misma hora, se hizo una llamada de quince segundos desde el teléfono de Mitri al de Bonaventura. Después, se habían hecho tres llamadas desde la fábrica al
telefonino
de Palmieri y varias más entre los domicilios de Bonaventura y de Mitri.
Brunetti juntó los papeles, se levantó y se fue por el pasillo. Cuando le abrieron la puerta de la pequeña habitación en la que había hablado con Bonaventura, encontró a éste sentado frente a un hombre de pelo negro que tenía encima de la mesa, a su lado, una pequeña cartera de mano y, abierto ante sí, un cuaderno con tapas de piel a juego con la cartera. Cuando el hombre se volvió, Brunetti reconoció a Piero Candiani, un abogado penalista de Padua. Candiani llevaba gafas sin montura, detrás de las que Brunetti vio unos ojos oscuros, en los que se combinaban inteligencia y candor, mezcla que no dejaba de ser sorprendente en un abogado.
Candiani se levantó y extendió la mano.
—Comisario Brunetti —saludó.
—
Avvocato
—Brunetti hizo una inclinación de cabeza en dirección a Bonaventura, que no se había molestado en levantarse.
Candiani acercó una de las sillas vacantes y esperó a que Brunetti se sentara antes de ocupar de nuevo la suya. Sin preámbulos, señalando al techo con un ademán negligente, dijo:
—Supongo que esta conversación se está grabando.
—Sí —admitió Brunetti. Y, sin más dilación, recitó en voz alta la fecha, la hora y los nombres de los presentes.
—Tengo entendido que usted ya ha hablado con mi cliente —empezó Candiani.
—Sí. Le pregunté por los envíos de medicinas que Interfar ha venido haciendo a países del extranjero.
—¿En relación con las disposiciones de la Unión Europea? —preguntó Candiani.
—No.
—¿De qué se trata entonces?
Brunetti lanzó una mirada a Bonaventura, que ahora había puesto una pierna encima de la otra y un brazo alrededor del respaldo de la silla.
—Se trata de envíos a países del Tercer Mundo.
Candiani escribió en su cuaderno y preguntó, sin levantar la cabeza:
—¿Y por qué interesan a la policía esos envíos?
—Al parecer, muchos de ellos contenían medicamentos en mal estado, caducados o adulterados.
—Comprendo. —Candiani volvió la página—. ¿Y en qué pruebas funda estas acusaciones?
—En la declaración de un cómplice.
—¿Un cómplice? —preguntó Candiani disimulando apenas el escepticismo—. ¿Y puedo preguntar quién es el cómplice? —La segunda vez pronunció la palabra poniendo en ella todo el énfasis de la duda.
—El encargado de la fábrica.
Candiani miró a su cliente, y Bonaventura se encogió de hombros con gesto de confusión o de ignorancia. Apretó los labios y, con un parpadeo rápido, rechazó la posibilidad.
—¿Y desea usted preguntar sobre ello al
signor
Bonaventura?
—Sí.
—¿Eso es todo?
—No. También deseo preguntar al
signor
Bonaventura qué sabe del asesinato de su cuñado.
Al oír esto, la expresión de Bonaventura derivó hacia la estupefacción, pero siguió sin traducirse en palabras.
—¿Por qué? —Candiani volvía a estar inclinado sobre su cuaderno.
—Porque hemos empezado a considerar la posibilidad de que pueda estar implicado en la muerte del
signor
Mitri.
—¿Implicado, cómo?
—Eso es exactamente lo que me gustaría que me dijera el
signor
Bonaventura —respondió Brunetti.
Candiani miró a su cliente.
—¿Desea contestar a las preguntas del comisario?
—No estoy seguro de poder hacerlo —dijo Bonaventura—. Pero desde luego estoy dispuesto a prestarle toda la ayuda que me sea posible.
Candiani se volvió hacia Brunetti.
—Si desea interrogar a mi cliente, comisario, sugiero que lo haga ahora.
—Me gustaría saber —empezó Brunetti, hablando directamente a Bonaventura— qué tratos tenía con Ruggiero Palmieri o, como se hacía llamar cuando trabajaba en su empresa, Michele de Luca.
—¿El chófer?
—Sí.
—Como le dije antes, comisario, lo veía de vez en cuando en la fábrica. Pero no era más que un chófer. Quizá haya hablado un par de veces con él, pero eso es todo. —Bonaventura no preguntó el porqué del interés de Brunetti.
—¿De manera que no tenía con él más trato que el ocasional que pudiera haber en la fábrica?
—No —dijo Bonaventura—. Ya se lo he dicho: era un chófer.
—¿Nunca le dio dinero? —preguntó Brunetti, confiando en que en los billetes encontrados en el bolsillo de Palmieri hubiera huellas de Bonaventura.
—Por supuesto que no.
—Quedamos en que usted no lo veía ni hablaba con él más que en la fábrica.
—Es lo que acabo de decirle. —Bonaventura no ocultaba la irritación.
Brunetti miró a Candiani.
—Creo que eso es todo, por el momento.
La sorpresa de los dos hombres fue evidente. Candiani, reaccionando antes que su cliente, se puso en pie y cerró el cuaderno.
—¿Podemos marcharnos entonces? —preguntó inclinándose sobre la mesa para acercarse la cartera. Gucci, observó Brunetti.
—Creo que no.
—¿Cómo? —preguntó Candiani imprimiendo décadas de asombro procesal en la palabra—. ¿Y por qué no?
—Yo diría que la policía de Castelfranco debe de tener varios cargos contra el
signor
Bonaventura.
—¿Por ejemplo? —inquirió Candiani.
—Resistencia al arresto, obstrucción a investigación policial y homicidio por imprudencia, por ejemplo.
—No conducía yo —interrumpió Bonaventura, con una indignación audible tanto en las palabras como en el tono.
Brunetti, que miraba a Candiani, observó que la piel de debajo de sus ojos se contraía mínimamente al oír la protesta, aunque no estaba seguro de si era de sorpresa o de un sentimiento más fuerte.
Candiani guardó el cuaderno en la cartera y cerró ésta con un movimiento ágil.
—Me gustaría cerciorarme de que la policía de Castelfranco tiene esta intención, comisario. —Y, para suavizar la falta de confianza que pudiera atribuirse a sus palabras, agregó—: Pura formalidad, desde luego.
—Desde luego —repitió Brunetti levantándose a su vez.
Brunetti dio unos golpecitos en el cristal de la puerta, para llamar al agente que esperaba en el pasillo. Dejando a Bonaventura en la habitación, los dos hombres fueron en busca de Bonino, quien confirmó la suposición de Brunetti, de que la policía de Castelfranco formularía varios cargos graves contra Bonaventura.
Un agente acompañó a Candiani al locutorio, para que informara a su cliente y se despidiera de él, dejando a Brunetti con Bonino.
—¿Lo tienen todo? —preguntó Brunetti.
Bonino asintió.
—El equipo de sonido es nuevo y lo graba todo, hasta el más leve susurro, hasta un suspiro. Sí, lo tenemos todo.
—¿Y antes de que yo entrara?
—No. No podemos grabar mientras no haya un policía en la habitación. Confidencialidad abogado-cliente.
—¿En serio? —preguntó Brunetti, sin poder disimular el asombro.
—En serio —repitió Bonino—. El año pasado perdimos un caso porque la defensa pudo demostrar que habíamos escuchado lo que decía a su cliente. Por eso el
questore
ha ordenado que no se hagan excepciones. No se graba nada si no hay un policía en la habitación.
Brunetti asintió y preguntó:
—¿Le tomarán las huellas en cuanto se vaya el abogado?
—¿Lo dice por los billetes?
Brunetti asintió.
—Ya están tomadas —dijo Bonino con una pequeña sonrisa—. Extraoficialmente. Esta mañana ha bebido agua mineral y del vaso hemos sacado tres huellas claras.
—¿Y?
—El técnico del laboratorio dice que hay coincidencia; por lo menos dos aparecen en varios de los billetes que estaban en la cartera de Palmieri.
—También preguntaré en el banco —dijo Brunetti—. Esos billetes de quinientas mil liras aún son nuevos. Incluso hay gente que no los quiere, porque no encuentras quien te dé cambio. No sé si tienen un registro de la numeración, pero si es así…
—Recuerde que él tiene a Candiani —dijo Bonino.
—¿Lo conoce?
—Todo el mundo lo conoce en el Véneto.
—Pero nosotros tenemos las llamadas telefónicas a un hombre al que él niega conocer bien, y tenemos las huellas —insistió Brunetti.