El país de los Kenders (30 page)

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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

BOOK: El país de los Kenders
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Gisella no hizo caso a las llamadas del comerciante de tejidos; de cualquier modo, tampoco disponía de dinero con el que pagarle. Fue en pos de Denzil hasta los establos, justo a la salida del recinto ferial. El hombre salió de las caballerizas con el corcel más grande y negro que Gisella había visto en su vida.

Había algo en aquel animal que la desazonaba. Los ollares exhibían un inusitado color rojizo y los efluvios de la agitada respiración semejaban chorros de vapor al entrar en contacto con el fresco aire de la montaña. Daba la impresión de que la energía vital del animal la generaran carbones ardientes. El caballo, muy nervioso y agitado, pateó el suelo. Distendió los vibrantes belfos, como si relinchara, pero no se produjo sonido alguno y, cuando empezó a caminar, los cascos no arrancaron de los adoquines el lógico trapaleo. Un espeluznante vacío de silencio envolvía al equino.

El dueño del establo se retiró presuroso mientras contaba las monedas que Denzil había puesto en su mano, en tanto que éste subía con un salto fácil y diestro a la silla y daba unas cariñosas palmadas en el cuello del monstruoso caballo. Luego tendió la mano a la pelirroja enana. Gisella permaneció con los brazos caídos, sin intención de asirla.

—¿Es mágico? —inquirió titubeante.

—Sí —respondió él, lacónico—.
Scul
es una criatura de la noche, producto de una pesadilla. Déme la mano y la ayudaré si está asustada.

—No temo a nada —replicó ella de manera rotunda.

Aun así, se asió de su mano. El hombre la izó y la puso tras él sin ningún esfuerzo. Estremecida, apenas sin aliento, le indicó el camino que conducía a casa del barón.

La enana enlazó los brazos en torno a la cintura de Denzil y se recostó en la musculosa espalda. Respiró plena, hondamente, y se impregnó del familiar olor varonil a cuero, sudor y otro aroma desconocido... propio de Denzil. Gisella apretó la mejilla en el hueco creado por los omoplatos del hombre y desechó cualquier idea inquietante.

A despecho de la intimidante apariencia del tenebroso corcel, el trote del animal era el más suave de los experimentados por la enana hasta aquel momento. La sensación de cabalgar sobre
Scul
era como hacerlo sobre una nube... una gélida nube tormentosa. No sólo al tocarlo con la mano, sino incluso a través de la gruesa silla, el tacto del animal, frío como la muerte, traspasaba. Gisella se acurrucó contra Denzil y suspiró feliz mientras cabalgaban.

—Hemos llegado —le oyó decir; las palabras retumbaron en la caja torácica. La enana levantó la cabeza de mala gana. Sabía que tanto el barón como su esposa estarían ocupados todo el día con compromisos oficiales del festival y ordenó a uno de los sirvientes que preparara su montura. Entretanto subió a sus aposentos y se vistió con uno de sus trajes de viaje más indiscretos: un jubón de piel de becerro bajo el que no llevaba blusa y un pantalón cerrado con cordones cruzados. Reunió el resto de sus pertenencias y regresó presurosa a la puerta principal. Dos de los mozos de cuadra del barón flanqueaban su montura, ensillada y puestas las riendas, y trataban por todos los medios de tranquilizar al animal, que no cesaba de resoplar por los dilatados ollares y tenía los ojos desorbitados. Cada vez que atisbaba a aquella criatura de pesadilla, sacudía arriba y abajo la cabeza y pateaba el suelo.

—Pronto se calmará —anunció Denzil—. Todos lo hacen.

Sin más, dio media vuelta y salió al trote; atrás quedaba el patio de la casa del barón. Gisella lo siguió, en tanto se preguntaba qué le tendría reservado el destino en las horas venideras.

Ascendieron por la montaña sobre una crujiente alfombra de aromáticas pinochas y cabalgaron hasta muy entrada la tarde. Las sombras alargadas penetraban hasta el suelo a través del tupido dosel de la floresta que apenas dejaba pasar la luz solar. No soplaba la más ligera brisa y las ramas estaban inmóviles. No se escuchaba el trinar de los pájaros. Gisella fue consciente de la creciente quietud que flotaba en el aire y lo atribuyó a la presencia del negro corcel, aunque no supiera explicar el porqué de su deducción.

Al fin, se detuvieron en un reducido claro; la enana se estremeció a causa del frío y del ominoso silencio.

—¿Cómo buscaremos esa torre en el lugar adecuado? —preguntó.

—De ningún modo —replicó él con parquedad—. No aparté los ojos del dragón hasta que fue un punto distante en el cielo, y seguimos la dirección correcta. —Frunció el entrecejo al otear el astro, que se hundía tras las cumbres—. Acamparemos aquí esta noche.

El hombre desmontó y musitó unas cariñosas palabras al oído del nervioso
Scul.
El caballo se alejó al trote hasta un cercano árbol y se puso a pacer.

—Un buen truco —dijo Gisella con evidente admiración y alargó las manos con aire remilgado.

Denzil las tomó y ayudó a desmontar a la enana.

—Scul
y yo tenemos un pacto —aseveró con aire misterioso.

Dio la espalda a la enana y se hizo cargo de los preparativos necesarios para instalar el campamento. Abundaban la pinocha y las ramas secas en el entorno, y no pasó mucho tiempo antes de que se alzaran las alegres llamas de una hoguera en el centro de un círculo de piedras. Tras sacudirse las manos para librarse del polvo y la pinocha, Denzil hurgó en sus alforjas hasta encontrar unos paquetes con tasajo y frutas que constituirían la cena. Entonces, al concluir estas tareas, se dio vuelta y descubrió que Gisella había desaparecido.

La cólera, única sensación que el hombre manifestaba, tiñó de rojo sus mejillas.

Sin embargo, al cabo de unos momentos, la enana apareció entre los árboles que circundaban el claro. Se cubría con un ligero paño rojo e iba descalza.

—Encontré un pequeño regato no muy lejos. El agua estaba horriblemente fría, pero... —comenzó a decir.

El hombre se acercó a ella en dos zancadas, la aferró por la muñeca y le propinó un violento tirón.

—No vuelvas a hacerlo —barbotó encolerizado.

La sonrisa de Gisella se desvaneció.

—Me ausenté sólo unos minutos. De cualquier modo, ¿quién ha dicho que seas el jefe? —Trató de liberarse de la garra—. ¡Eh, me lastimas!

Los fuertes dedos del hombre le presionaron la muñeca hasta marcarle la piel con unas oscuras huellas. La enana reprimió a duras penas un gemido, y tiró una vez más; Denzil soltó su presa, Gisella, muda por la sorpresa, lo contempló en silencio mientras se frotaba las magulladuras.

—Tu pequeña aventura fue una imprudencia peligrosa. Nunca se sabe con lo que uno se topará —o lo que caerá sobre ti— en medio de un bosque. —Fue toda la explicación a su actitud.

El enfado y la perplejidad de la enana remitieron en cierta medida. ¿Acaso este apuesto humano se había preocupado por ella? Alzó orgullosa la barbilla, se arrebujó en el lienzo y colocó un cubo cerca de la hoguera para sentarse.

—¿Qué hay de cena? —inquirió; mantenía las distancias con el tono de voz.

Denzil arrojó sobre la enana un envoltorio de tela que guardaba raciones secas. Ella lanzó una somera ojeada al poco apetitoso alimento y lo hurgó con curiosidad. Aunque su aspecto era poco prometedor, parecía sano. Además, no había probado bocado desde el desayuno. Se encogió de hombros y poco después masticaba abstraída una loncha de tasajo que aromatizó con pensamientos picantes sobre Denzil.

Al rato, el hombre se acomodó en uno de los lechos de mantas que había extendido junto al fuego y se limpió los dientes con un afilado palito. Con la mirada prendida en las llamas, al fin, el nombre rompió el pesado silencio.

—Esta noche me recuerda uno de mis poemas preferidos. ¿Te gusta la poesía?

Sin aguardar respuesta, empezó a recitar con voz reverente; las palabras brotaban de sus labios en oleadas impetuosas.

·

· Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones

· donde crecemos en lugar de marchitarnos.

· Nuestros árboles son verdes,

· dan frutos maduros que nunca caen; los traslúcidos torrentes,

· lagos de cristal, infunden placidez a nuestros corazones.

·

· Bajo estas ramas ceden de buen grado las maldiciones,

· en las lindes quedan los cantos de las aves,

· del amor la historia,

· junto a la fiebre del duro quehacer, las flaquezas de la memoria.

· Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones.

·

· Y la luz sobre la luz, para expulsar la negrura, se vierte.

· Bajo las ramas no existe la sombra, la sombra se ha olvidado

· en la tibieza del sol y de las hojas el olor perfumado,

· donde crecemos en lugar de marchitamos,

· y los árboles son verdes.

·

· Reina aquí la paz, la música se impone al silencio existente

· en esta frontera imaginaria del mundo, donde la claridad

· completa los sentidos y prevalecen la verdad,

· los frutos maduros que nunca caen y los traslúcidos torrentes.

· Se secan las lágrimas de nuestros ojos, ya no son aguijones.

· O fluyen en callados riachuelos que invitan al sosiego.

· El viajero se abre al aire húmedo, cálido, casi veraniego,

· lago de cristal que infunde placidez a nuestros corazones.

·

· Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones

· donde crecemos en lugar de marchitarnos.

· Nuestros árboles son verdes,

· dan frutos maduros que nunca caen; los traslúcidos torrentes,

· lagos de cristal, infunden placidez a nuestros corazones.

·

Denzil concluyó el poema y suspiró. Con las pupilas clavadas en las danzantes llamas, agregó con voz solemne.

—«Canto de los pájaros del Bosque de Wayreth», de Quivalen Sath.

Gisella contempló el férreo perfil del rostro masculino. ¡Qué contradictorio era este hombre! Tan violento y tan sensible a la vez. Un cúmulo de sensaciones arrolladoras se agitó en lo más hondo de su ser y brotó como río de lava hasta su garganta, y la constriñó. Sólo conocía una clase de respuesta a semejante estado emocional.

Se inclinó hacia adelante, cogió el rostro de Denzil entre sus manos, y aplastó sus labios contra los de él. Sorprendido, el hombre intentó apartarse, pero ella no se lo permitió y lo inmovilizó con el empuje de su beso, hasta que notó que su cuerpo perdía la tensión. Entonces los brazos de él la rodearon y estrecharon el cerco de manera progresiva con tal firmeza que Gisella creyó que los pulmones le estallarían en el pecho.

Le gustaba la sensación de ser poseída y no opuso la menor resistencia. Por el contrario, lo empujó hasta que el hombre quedó de espaldas, rodó sobre su pecho, y dejó que el lienzo con que se cubría se deslizara al suelo.

17

Damaris rozó vacilante el hombro del humano cuando éste soltó un alarido.

—Confío en que no te moleste si lo digo, pero pareces un poco trastornado, seas quien seas.

Phineas se hallaba con la espalda presionada contra la pared, todavía sentado en la mesa; gemía y farfullaba aterrorizado. Al hablarle la muchacha, cerró la boca y por primera vez sus abotargadas pupilas se alzaron hasta su rostro.

—Damaris Metwinger, imagino.

—Así es —respondió ella con voz grata. Sus ojos azules eran tan grandes y cálidos como su sonrisa—. Y tú, ¿quién eres?

Saltatrampas se apresuró a hacer las presentaciones.

—Me complace que todo quede resuelto —intervino el ogro con suavidad, tras lo que retornó a sus preparativos de la cena como si no hubiese ocurrido nada fuera de lo normal—. Encontraréis cómodo el alojamiento y, según dicen, soy un buen cocinero. Os gustará vivir aquí, una vez os habituéis.

—¡No podemos quedarnos! —bramó Phineas, mientras se debatía contra las ligaduras que ataban sus muñecas.

—¿Por qué no? —demandó el ogro, con los brazos en jarras.

—Phineas, no es el momento —susurró Saltatrampas.

El kender no era por lo general tan precavido, pero le preocupaba que la creciente histeria del humano pusiera fin de una forma brusca a lo que tal vez resultara una experiencia única, es decir, lo que les restaba de vida.

—Phineas quería decir —procuró explicar—, que no desearíamos molestarte ni abusar de tu bondadosa amabilidad.

Vinsint esbozó una amplia sonrisa que mostró unas hileras de dientes desiguales, aserrados y rotos.

—¡Oh, pero no sois molestia alguna! ¡Me encanta la compañía! ¡Esa es la razón por la que estoy aquí!

—¿Vives en este lugar sólo para tener compañía?

Incluso Saltatrampas se sorprendió ante tal afirmación. El ogro, en tanto servía un pescado dorado y seco en cada uno de los cuatro platos de estaño, respondió:

—De una forma indirecta, sí. Veréis, hace muchos años llegué a esta comarca con una partida de jinetes procedentes de nuestro país, que está situado al norte y al este de esta región. —El ogro cubrió los pescados con unas generosas raciones de salsa blanca—. Me hirió una flecha disparada por uno de mis propios compañeros y me abandonaron a mi suerte. No sé cuánto tiempo permanecí allí, tumbado, delirando por el sufrimiento. En cualquier caso, de lo primero que tuve conciencia fue de hallarme en la cama más blanda de todo Krynn. Unos kenders me habían encontrado y me llevaron a su hogar, justo en la linde de las Ruinas, y allí me sanaban por medio de hierbas medicinales. —Las pupilas de Vinsint se empañaron por el conmovedor recuerdo. Sacudió la cabeza y una lágrima cayó en uno de los platos—. Mi herida era grave y tardó algún tiempo en curar. Los kenders me trataron como a uno más de la familia y me enseñaron a hablar su lengua, lo que responde a tu pregunta inicial —dijo, y miró a la rubia muchacha.

—¿Cómo no regresaste a tu patria una vez sano? —inquirió ésta, al tiempo que mordisqueaba un trocito del humeante y apetecible pescado.

Una expresión dolida cruzó el semblante del ogro.

—Vosotros, kenders, sois en verdad entrometidos, ¿no es cierto? Bien, si deseas saberlo, te diré que no me hirieron por accidente. —El recuerdo todavía resultaba penoso para Vinsint—. Según parece, mis compañeros opinaban que para ser un ogro no me mostraba lo bastante sanguinario. No estaba mal asesinar y aterrorizar a la gente de tanto en tanto, pero no era el objeto único de mi vida, como lo era para ellos, ¿comprendéis? —El ogro encogió los descomunales hombros—. Aprovecharon la oportunidad para deshacerse de mí. Así que, como verás, no tenía razón alguna para regresar —concluyó con un profundo suspiro.

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