—Quieres decir «habla y cierra el pico para siempre», ¿verdad? Pues no lo haré. Seguirás mis instrucciones —replicó el kender, y dio un paso en dirección a la floresta.
—Agotas mi paciencia, Burrfoot.
A pesar de la protesta, Denzil echó a andar en pos del kender sin soltar la correa que ataba sus muñecas.
—¿Qué haremos?
—Una serie de cosas que se realizan de acuerdo con un orden preciso —improvisó Tas—. Primero traspasaremos el límite del robledal y nos detendremos. A continuación, avanzaremos a gatas para evitar que se disparen las trampas de forma accidental.
Él hombre lo miró con suspicacia.
—Creí que este bosque estaba hechizado, que provocaba la locura en quienes lo traspasan.
—¡En efecto! Pero eso no quiere decir que no cuente también con trampas.
—Tú primero —ordenó el asesino, mientras se colgaba del hombro la ballesta—. Te llevaré de un tobillo y no te soltaré ni un solo momento.
«Adiós a la idea de escabullirme en el robledal», se dijo Tas para sus adentros. Sin embargo, aún quedaban esperanzas. El kender se puso de rodillas y empezó a gatear con bastante dificultad a causa de las manos atadas y la anunciada zarpa de Denzil en un tobillo. Al rato, tenía magulladuras en las rodillas e hizo un alto. Percibió que la magia del bosque lo impulsaba a sugerir ideas descabelladas.
—Muy bien. A partir de ahora, caminaremos de espaldas —anunció.
Tas supuso que el humano persistiría en su idea de vigilarlo, por lo que iría él en primer lugar y, con un poco de suerte, tropezaría y caería.
—Si crees que tratas con un estúpido, Burrfoot... —gruñó el mercenario, a quien la influencia mágica hacía aún más suspicaz.
El kender se las ingenió para adoptar una actitud indiferente.
—Adelante, no prestes atención a las instrucciones de la única persona que ha visto el mapa de este robledal. ¡Veremos hasta dónde llegas!
A fuer de sincero, Tas estaba más que sorprendido de haber avanzado tanto. Los efectos del robledal hechizado le parecieron mucho más acusados la última vez que lo recorrió. ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Diez años?, se preguntó.
—Esta vez iré delante para no perderte de vista —anunció Denzil, tal como había conjeturado Tas.
El hombre lo aferró por el copete y lo arrastró hacia atrás; los fuertes tirones de pelo arrancaron lágrimas ardientes en el kender. Lo peor era que Denzil caminaba marcha atrás con sorprendente seguridad. No resbaló ni se cayó, como esperaba el kender. Ni siquiera tropezó. Cuando Tas no aguantaba más, indicó al hombre que se detuviera. Con las manos atadas se acomodó el copete revuelto y se frotó el cráneo dolorido.
—Lo estoy haciendo bien, puesto que hemos recorrido más de la mitad del camino —se vanaglorió Denzil.
—Enhorabuena —replicó Tas con acritud.
La mente del kender maquinó la siguiente idea espoleada por la arrogancia del humano. No le facilitaría la escapatoria, pero lo obligaría a hacer el ridículo.
—Tenemos que saltar como conejos.
Denzil articuló un ronco gruñido que no era con exactitud una interrogación. Tas levantó las manos atadas y dobló las muñecas de modo que colgaran fláccidas, en un remedo de las patas de un conejo.
—¡Jop! ¡Saltito! Como los conejos. ¡Vamos, hazlo!
En tanto hablaba, Tas levantó las manos de Denzil y las colocó en la posición correcta. Al observar la expresión impresa en el semblante del hombre, el kender se preguntó si no se había extralimitado con su chanza.
Denzil enlazó las manos, los dedos crispados, y golpeó con los puños en el estómago del kender. El hombrecillo salió disparado por el aire como una pelota y aterrizó a un par de metros de distancia, doblado sobre sí mismo, hecho un ovillo, incapaz de amortiguar el golpe de la caída a causa de las manos atadas. El mercenario, con las pupilas inyectadas en sangre, tan rojas como los ollares de
Scul,
se acercó con deliberada lentitud al aturdido kender.
No cabía duda de que los efectos del robledal todavía actuaban a la perfección.
Denzil saltó sobre él. Tas reaccionó con la velocidad innata de un kender y rodó sobre sí mismo. Trató de incorporarse, pero las manos atadas limitaban su agilidad de forma considerable y, un instante después, el hombre lo había atrapado.
—Te advertí que no me mintieras —bramó el mercenario, con una mirada salvaje y demencial en sus pupilas—. Ahora te arrancaré los miembros, uno por uno. Hacerlo me llevará tanto tiempo, amiguito, que ni siquiera imaginas lo mucho que te dolerá. Lo único que te pido es que no mueras antes de que acabe contigo.
—¡No te mentí! —chilló Tas, encolerizado de manera súbita—. Afirmé que no lograrías alcanzar la torre a menos que supieras el modo de cruzar el bosque, y es verdad. Nunca dije que supiera cómo hacerlo. ¡La avaricia que te domina es la que te indujo a suponerlo!
Tas se acercó hasta casi rozar con la nariz el rostro de Denzil.
»
Una cosa más: ¡estoy harto de que todos me llamen mentiroso y ladrón, y que me miren por encima del hombro por el mero hecho de ser un kender! ¡Que seas alto no implica que estés en posesión de la verdad, ni que seas más inteligente! ¡Ni siquiera que razones! ¡Vaya, si no estuviera maniatado te machacaría hasta dejarte como una masa informe, peor que una rebanada de pan en remojo durante horas! Acabar...
La mano derecha de Denzil se cerró en torno a la garganta de Tas y cortó en seco su diatriba. La otra mano le asió el brazo derecho y se lo retorció con una expresión sádica pintada en el rostro.
—Estoy harto de tu voz, kender. ¡Pero será un placer escuchar el chasquido de tus articulaciones!
El dolor era lacerante y crecía en intensidad a cada momento, pero Tasslehoff reprimió el grito que pugnaba por escapar de sus labios. Cerró los ojos con fuerza, pero el dolor y las lágrimas lo obligaron a parpadear.
Entonces, advirtió un rostro que aparecía a espaldas de Denzil. Tras la cara surgió una criatura enorme, peluda; era la cosa más fea que Tas viera en toda su vida. La frente era abultada, los dientes saltones, la nariz bulbosa marcada de viruelas... ¡un ogro! Como si estuviera en un sueño, el kender contempló que una manaza con nudillos prominentes se cerraba sobre el hombro derecho de Denzil y daba un tirón brusco. Se escuchó un crujido seco.
El mercenario se desplomó en el suelo, retorcido de dolor, perplejo. El brazo de Tas quedó libre. Antes incluso de dedicar una ojeada a su atacante, el humano emitió un silbido agudo.
Acto seguido, el robusto cuerpo del hombre giró sobre sí mismo, pero la furia que lo dominaba desapareció cuando se encontró frente a un ogro mucho más corpulento que él.
Scul
llegó en aquel momento y pateó con los afilados cascos la maraña de arbustos y enredaderas que se alzaban a espaldas del ogro. Denzil maniobró con rapidez hasta situarse tras el corcel de pesadilla. Tasslehoff, todavía dominado por el afán combativo kender, corrió y propinó al humano una patada en la corva. El golpe cogió desprevenido al mercenario, que se desplomó de costado. Tas aprovechó para lanzarle otra patada, esta vez en los riñones.
—¡Esta es por Gisella! —chilló, y se escabulló del alcance del humano.
El ogro, entretanto, esquivaba las peligrosas acometidas de los cascos de
Scul.
El monstruoso animal, con los ojos más desencajados de lo habitual (efecto sin duda de la influencia mágica del robledal, dedujo Tas), se abalanzó sobre su presa pero se atascó durante unos momentos en la espesa vegetación del matorral.
Aquel instante de vacilación era lo que Vinsint necesitaba. El ogro disparó el descomunal puño en un gancho que alcanzó a la bestia entre los ojos.
Scul,
sorprendido, se tambaleó, pareció que se recobraba, y luego las patas se le doblaron y cayó como un fardo al suelo, a los pies de Denzil. Las pupilas ardientes del caballo giraron hacia atrás en las órbitas.
Sin perder tiempo, Vinsint arrebató de un tirón la ballesta colgada del hombro de Denzil, la partió en dos, y arrojó los pedazos a las profundidades de la floresta. Acto seguido, aferró al mercenario en persona y se lo colocó debajo de un brazo. Antes de que Tas tuviera oportunidad de dar un solo paso, el ogro lo alzó por el aire y se lo puso bajo el otro brazo, tras lo cual la criatura se lanzó a la carga a través del bosque con sus dos prisioneros a cuestas.
* * *
—¿Qué os apetece de cena? —preguntó Vinsint con placidez.
Las presentaciones que seguían de modo habitual al secuestro, ya habían tenido lugar. El ogro les enseñó la pequeña habitación circular ocupada por la mesa, varios cajones y la escalera, les contó el motivo de su presencia en las Ruinas y les explicó lo que esperaba de ellos.
—En los últimos tiempos, ha habido mucho movimiento por aquí —prosiguió—. Por lo tanto, ando un poco corto de provisiones y no os ofreceré gran variedad. Sin embargo, todos dicen que soy un cocinero excelente.
Vinsint dispuso un plato de latón con emparedados frente a Tasslehoff y Denzil. El kender alargó la mano para coger uno de los apetitosos bocados cuando el mercenario tiró el plato de la mesa con un manotazo furioso.
—¡No quiero tu apestosa comida! —espetó.
El hombre se levantó y se paseó en distintas direcciones, con evidente cólera.
Vinsint apenas se ofendió por su actitud.
—Tal vez no la quieras, pero a tu amiguito quizá le apetezca probarla. ¡Son bocadillos de buena carne de mofeta curada!
Se agachó y recogió los trozos esparcidos en el suelo, los sacudió y los ordenó de nuevo como emparedados. Luego, los colocó sobre la mesa y miró al hombre por encima del hombro.
—Era de esperar esta clase de comportamiento por parte de un semiorco.
Denzil se quedó petrificado. Las manos enguantadas se abrieron y cerraron con movimientos espasmódicos.
—Te equivocas. Soy humano —afirmó al recobrar el habla.
El ogro se mantuvo firme.
—Sí, pero también eres orco. Reconozco a los de mi especie —sentenció, en tanto agitaba el índice frente a Denzil.
—¡Claro! Esa nariz, esos ojos... Noté algo raro en ti, pero lo achaqué a tu maldad, presente en todo momento —intervino Tasslehoff, mientras observaba los rasgos del mercenario.
El rostro de Denzil asumió una expresión sombría, tenebrosa como una nube de tormenta, pero se mantuvo en silencio y sólo abrió y cerró los puños con crispación. Al kender aquel gesto se le antojó más temible que si hubiese estallado en gritos destemplados. Sin embargo, cuando habló, lo hizo con un tono mesurado, contenido, pero cortante y con un ligero timbre de amenaza.
—No he heredado los rasgos de esa parte de mi..., digamos, familia.
—Ya que hablamos de animales, ¿de dónde sacaste a esa bestia de pesadilla? —inquirió Vinsint; proseguía la conversación de modo informal en tanto se ocupaba de preparar el plato fuerte de la cena.
—Tú, un ogro tan avispado, adivínalo —replicó Denzil con sarcasmo.
Vinsint pasó por alto la pulla.
—Sí, bastante inteligente. —Se golpeó apenas en la mejilla con el cucharón de madera, absorto en sus reflexiones—. Veamos, las criaturas de pesadilla, como tu corcel, pertenecen por regla general a un demonio o leviatán. Sin embargo, a pesar de tu vileza innata, no eres uno de ellos. Por consiguiente, lo robaste.
Denzil estaba impresionado, a despecho de sí mismo.
—Lo gané al vencer al demonio Cthiguw-lixix —admitió con evidente orgullo.
—¡Guau! ¿Te enfrentaste a un leviatán? —se admiró Tas, pero Denzil lo ignoró.
El semiorco examinó con ojo crítico las paredes de la habitación circular en tanto el ogro y el kender compartían como buenos compañeros la cena, consistente en cebollas fritas y carne de poni.
—¡Estaba delicioso! —exclamó Tas con satisfacción, tras dar por finalizado el festín—. Sé lo que digo, porque soy un buen cocinero.
—¡Vamos, come más! —invitó el ogro, y le sirvió otra ración en el plato a pesar de sus débiles protestas—. Me gusta que mis invitados aprecien mis habilidades culinarias. Hace unos cuantos días, estuvieron unos kenders muy agradables; una muchacha rubia y bonita y su prometido, un tipo algo ostentoso, de mediana edad... —Vinsint se interrumpió y escudriñó el rostro de Tas—. Ahora que lo pienso, tú guardas un cierto parecido con él.
—Oh, todos los kenders nos parecemos —comentó divertido Tasslehoff.
—Es posible —dijo el ogro sin convicción, mientras observaba más de cerca a Tas. Por último, se encogió de hombros y recogió la mesa.
—Los acompañaba un humano muy antipático, un tipo ruin —prosiguió Vinsint—. Debe ser innato de la raza, o cosa parecida. Los kenders sois maleducados y escandalosos, pero rara vez malvados. ¡Detesto la maldad!
—Hay quien afirma que ésa es una característica propia de los ogros —apuntó Tas, sin intención de insultarlo. El kender comprendió, no sin sorpresa, que Vinsint le caía bien.
—Sí. Por ese motivo me aparté de mis semejantes.
Tras recoger la mesa, pasaron el resto de la velada tomando infusiones de hierbas, jugando a los palillos, y charlando frente a la chimenea. Denzil se retiró a un rincón de la estancia y fingió dormir, aunque en realidad planeaba el modo de escapar del corpulento ogro.
Cuando Vinsint preguntó a Tas el motivo por el que un kender tan agradable viajaba en compañía de un malvado semiorco, Tasslehoff le relató lo ocurrido con Gisella; hizo un breve alto en la narración para enjugarse los ojos. Por último, le contó que Denzil golpeó a Woodrow en Port Balifor y finalizó la historia con la expedición de ambos en busca del tesoro.
—¿Sabes una cosa? Ésta es la Torre de Alta Hechicería —informó Vinsint al kender en un susurro—. Nos encontramos en el sótano, pero no he visto tesoro alguno.
—¿Has explorado todo el edificio? —instó Tas en un murmullo excitado, mientras se acercaba al ogro. Luego echó una fugaz ojeada inquieta al siniestro semiorco. Denzil yacía tumbado de costado, su silueta difuminada en las distantes sombras, la respiración tranquila y regular.
—En una ocasión subí hasta la mitad de esa escalera —respondió Vinsint, y señaló con la cabeza los escalones espirales—. Pero el hueco se estrecha de manera progresiva y en un determinado momento avanzar me suponía un esfuerzo denodado. No me importa confesártelo, me horrorizan las alturas. Aun cuando las paredes carecen de ventanas, la sola idea de trepar me causaba vértigo. No vi rellanos, por consiguiente, si existe algo, se encuentra al final de la escalera o está destrozado como el resto del edificio.