Acercó un candelabro y extrajo de una estantería un volumen cubierto de telarañas. Se levantó una nube de polvo. El hombrecillo sufrió un acceso de tos y Ligg le palmeó la espalda. Mordiéndose el labio, Bozdil abrió con brusquedad el tomo y siguió con el dedo el índice de materias hasta dar con lo que buscaba.
—¡Ajá!
Acto seguido se humedeció el pulgar y pasó con rapidez las páginas hasta llegar a la apropiada.
—¡«K», por kender! —declaró y cerró el libro de golpe.
—No, no. Ahí es donde
estaba
antes, ¿no recuerdas? —lo contradijo Ligg con gesto de fastidio—. Llevamos a cabo una reestructuración hace diez años con el propósito de organizar el inventario de un modo más simple. Lo hicimos
después
de que yo levantara la tercera torre... —agregó para refrescar la memoria de su hermano.
—¡Ah, sí! ¡Lo recuerdo! Está en la Sala de Exposición Doce.
—¿Entonces está en la «C», la «E», la «B» o cuál? —explotó Tas.
Ligg contempló al kender como si se tratara de un insecto.
—¿Por qué en una de ellas? —inquirió con timbre despectivo.
—Porque tú dijiste... ¡oh, olvídalo!
Bozdil echó a andar a la cabeza del grupo. Ligg cerraba la marcha. Atravesaron al menos una docena de salas repletas de vitrinas expositoras de todos los tamaños. Tasslehoff se detuvo en la destinada a especímenes acuáticos que flotaban en jarros llenos de líquido. Se paró frente a la urna que contenía un ejemplar de Ojo Abisal. La enorme pupila central de la maligna criatura, inserta en su cuerpo redondo e hinchado como una ampolla y flanqueada por dos antenas rematadas en pequeños ojillos, tenía un aspecto tan carente de vida, allí, flotando en su medio ambiente natural, que hasta un kender, ajeno al miedo, no logró evitar un estremecimiento.
Woodrow se quedó en suspenso ante una vitrina de aves de presa disecadas. Los halcones le trajeron a la memoria los días de su entrenamiento como escudero; permaneció inmóvil, en tanto contemplaba las hileras de inanimados ojos rapaces y rememoraba los años pasados en el hogar de su tío Gordon.
Tas y los gnomos no advirtieron su ausencia y llegaron a una sala donde las urnas acristaladas variaban de tamaño, forma y color. Pasaron con gran lentitud ante criaturas disecadas junto a las que aparecían láminas donde se indicaba la especie a la que pertenecían: dríade, enano gully, duende boscoso, enano de las colinas y elfo.
Bozdil se detuvo frente a una vitrina vacía con una placa inserta en la base donde se leía: «kender». Esbozó una sonrisa compungida.
—¿Comprendes por qué nos resultaba tan difícil explicarte el asunto? —preguntó a Tas.
—No. Sólo veo una urna de kender vacía —respondió estupefacto.
—Pronto dejará de estarlo —intervino Ligg.
Tasslehoff seguía inmerso en la más absoluta confusión.
—¡No me obligues a decirlo! —barbotó angustiado Bozdil—. No tenemos nada contra ti, entiéndelo —prosiguió apurado, al percatarse de que la luz se hacía en el cerebro de Tas—. Pero se trata de nuestra Misión en la Vida. Un ejemplar de cada especie de Krynn. Así, las generaciones venideras sabrán cuál era el aspecto de... de un kender, pongamos por caso.
—No tienes porqué sentirte tan asqueado —prosiguió, al notar la expresión en el rostro de Tas—. ¿Acaso crees que nos gusta hacer esto? ¡No es lo que
yo
hubiese elegido como Misión en la Vida! ¿Y tú, Ligg?
—¡Por supuesto que no! ¡Habría preferido pasarme el resto de mi vida contando el número de pasas que hay en cada pasta, como primo Gleekfub! —protestó ofendido.
El gnomo resopló y adoptó una expresión indignada. Su hermano Bozdil dedicó una mirada acusadora al cautivo.
—No te haces una idea de cuán dificultoso es este trabajo. Pongamos un troll, por ejemplo. ¿Qué se puede hacer con un troll? Tan sólo matarlos quemándolos en un baño ácido... —El gnomo soltó una risa desganada—. Es fácil imaginar su aspecto después de eso. Por lo tanto, si lo matamos, luego nos resulta imposible disecarlo. ¿Cómo lograr un aspecto aceptable para exponerlo en la urna sin antes acabar con él? —Bozdil alzó las manos en un gesto de impotencia y frunció el entrecejo—. Todavía no he hallado la solución. A propósito, Ligg; me aseguraste que reflexionarías sobre este asunto, ¿lo has hecho?
El gnomo arqueó una ceja al observar con atención a su hermano.
—¡Los trogloditas! —barbotó Ligg de forma inesperada.
—¿Perdón? —inquirió Tas estupefacto.
—¡Los trogloditas! —reiteró el gnomo—. Cambian de color a su capricho, ¿sabes? Si el ejemplar seleccionado se torna verde en el último momento y hemos escogido para él una hermosa urna del mismo tono, nos vemos obligados a cambiarla. Sin olvidar cuán complicado es acertar en la elección de agua y la tonalidad del cristal que, en no pocas ocasiones, ha de trocarse justo al final del proceso.
—¡Detalles, pormenores, siemprelomismo! —barbotó Bozdil, quien se había dejado arrastrar por la cólera al rememorar los imponderables a los que se enfrentaban. Tenía el rostro congestionado y pateaba el suelo con sus deformes zapatos—. Surgen nuevas razas, nuevos mestizajes... ¡No hay forma de estar al día! Pero continuaremos con el intento.
—¿Tenéis intención de conservarme en salmuera, como si fuera un pepinillo? —inquirió Tasslehoff, sin respirar casi.
—¡Oh, cielos, no! —lo tranquilizó Bozdil con actitud apaciguadora.
El kender exhaló un hondo suspiro de alivio.
—A los mamíferos los
disecamos.
Por favor, dime tu nombre completo y fecha de nacimiento; son datos que necesitamos incluir en las hojas para nuestros archivos.
El gnomo, al advertir la creciente expresión de incredulidad plasmada en el semblante del kender, pronunció las siguientes palabras con gran lentitud, como quien habla a un niño.
—Te lo dije, no es nada personal. De hecho, me resultas muy agradable... pero, no existe otra solución. Lo haremos.
—¡Pues yo sí lo tomo como algo muy personal!
El grito destemplado de Woodrow restalló en el umbral de la puerta. El joven lucía lívido, los ojos desorbitados. Bozdil le dirigió una mirada fulminante.
—Mantente al margen. Ni siquiera deberías estar aquí, no te necesito... Dispongo ya de un espécimen humano. Te pegaste como una rémora a la cola de mi dragón y te colaste donde no te invitaron.
Woodrow no refutó los firmes asertos del gnomo, ni reaccionó. El hecho de no existir una vitrina vacía que esperara a uno de su especie representaba un alivio, aunque parcial. Debía actuar sin demora, pero sólo disponía de un recurso.
—¡Huyamos, Tasslehoff! —gritó, al tiempo que agarraba al kender y lo sacaba a rastras de la sala al corredor.
Cogido por sorpresa, Tas trastabilló con su jupak, se tambaleó y recobró el equilibrio. Woodrow atravesó a la carrera una sala tras otra, con el kender a remolque. Llegó a una puerta, giró el picaporte y abrió de un empujón la pesada hoja de madera. De momento, percibió la claridad de la luz diurna, pero acto seguido sus oídos registraron el más atroz rugido que jamás había escuchado. Las babeantes fauces cavernosas de un gigantesco puma se abalanzaron hacia el umbral.
El joven cerró de un portazo, retrocedió de un salto, y se quedó inmóvil, jadeante, temeroso de que los gnomos apareciesen por el pasillo o que el puma astillara la hoja de madera antes de que él hallara una solución.
—¿Por qué corremos? —espetó el kender, enemigo acérrimo de rehuir una confrontación—. Tengo mi jupak... ¡Lograré que el puma se retire con el rabo entre las piernas!
Sin más preámbulos, Tas asió el picaporte. La mano de su amigo lo detuvo cuando se disponía a girarlo.
—¡Tengo sólo esta pequeña daga para ayudarte! No te ofendas pero, ¡esa fiera nos hará trizas y nos merendará, con jupak o sin jupak!
—No tengo miedo —proclamó Tas, al tiempo que sacaba pecho en un alarde de orgullo.
—Me alegro, porque estoy lo bastante asustado por los dos —replicó sombrío—. No alcanzo a comprender dónde se han metido Bozdil y Ligg.
—Lo más probable es que se hayan cansado de correr y por eso no han dado aún con nosotros —sugirió el kender.
—Tal vez.
Woodrow asió al kender y lo arrastró consigo. Probaron en cinco puertas diferentes tras las que se encontraron con un pozo de cocodrilos, un descomunal gorila con colmillos como dagas, una cosa que semejaba un montón de basura andante, un escorpión que medía metro y medio (Tas intentó detenerse para observar en detalle tan singular criatura pero Woodrow se opuso de forma tajante), y una estancia en la que se divisaba tal cúmulo de telarañas que el joven humano no averiguó qué o quién era su ocupante. Hasta el momento, Bozdil y Ligg no habían dado señales de vida.
Al fin, penetraron en una espaciosa sala que se encontraba vacía, con la salvedad de unos inmensos pilares separados en tramos regulares. La estancia parecía ser una sala expositora fuera de uso.
—Aquí no hay salida —advirtió Tas.
Giraron sobre sus talones pero en aquel momento la puerta se cerró ante sus narices. Los dos amigos retrocedieron, asaltados por una sensación de terror.
—Lamentamos que nos hayáis obligado a actuar de este modo —se oyó la quejosa voz de Bozdil a través de una diminuta rejilla inserta en la hoja de madera—. Habríamos preferido una actitud más civilizada por vuestra parte en lo relativo a este asunto. Hubieseis disfrutado de plena libertad para recorrer el castillo y acompañarnos esta noche durante la cena. También os habríamos instalado en una habitación mucho más cómoda y agradable. A mí me habría encantado tener la ocasión de... en fin, no recibimos muchas visitas con las que conversar, como es comprensible.
—Pero con vuestra actitud egoísta habéis arruinado todo. No ha sido culpa nuestra —remató Ligg, en cuya voz nasal se advertía un timbre de reproche. Tas vio a través de la rejilla que el gnomo se encogía de hombros—. Nos vamos. Nos aguardan un montón de preparativos.
Sin más, los gnomos se alejaron.
—Te confesaré, Woodrow, que ahora la idea del matrimonio se me antoja apetecible —suspiró Tas, mientras se dejaba caer abatido al suelo, apoyado contra la pared.
El joven se apartó de los ojos el cabello húmedo, apelmazado, y se derrumbó junto a él.
—¡Quién lo hubiera dicho, ¿verdad?!
Dijo aquello y se quedó dormido.
Por una vez, el kender fue capaz de captar la ironía de su amigo. Agotado más allá de la preocupación, extinguió la chispa de ingenio en su cerebro, como el que apaga la llama de una vela con los dedos mojados.
De pronto, escuchó algo.
¿Qué demonios era aquel ruido?
Alguien se quejaba al otro lado de los pilares. Tasslehoff se deslizó con cautela junto al dormido Woodrow y fue de puntillas de columna en columna: atisbaba con precaución tras ellas. Cerca de la parte posterior de la oscura sala, el kender se quedó boquiabierto al asomar la cabeza.
Tumbada en las sombras, acurrucada, afligida, se hallaba una enorme —descomunal, para ser exactos— criatura peluda semejante a un elefante. Yacía sobre un costado y agitaba la trompa con desconsuelo, mientras las lágrimas corrían por el pelo gris y lanudo, tan abundantes, que formaban un charco en el suelo, junto a los temibles colmillos. De improviso, alzó la cabeza y divisó a Tas medio escondido tras la columna.
—Lo lamento, no sabía que hubiese alguien —articuló en una voz aguda, armoniosa.
—¡Hablas! —balbuceó el kender, al tiempo que salía de su escondite.
—Por supuesto. ¿Acaso no lo hacen todos los mamuts lanudos?
Tasslehoff parpadeó, desconcertado.
—N... no lo sé. Nunca me había encontrado con uno. No obstante, estaba convencido de que, por regla general, no tenían esa facultad.
Un suspiro, semejante a un toque de trompeta, escapó de la garganta del mamut.
—Tampoco he visto a ninguno.
Tras decir esto, la enorme criatura dejó caer de nuevo la cabeza en el suelo y un lagrimón resbaló de la pupila gris, ribeteada por un círculo sonrosado.
El compasivo kender se arrodilló junto al enorme hombro del animal y le dio unas palmaditas de ánimo.
—¿Qué te ocurre? —preguntó—. ¡Deten el llanto o acabarás por inundar la habitación y pereceremos ahogados! —dijo entre risas.
Otro lagrimón se precipitó al suelo.
—¿Qué importa si nos ahogamos? De cualquier modo, los gnomos nos matarán —gimió el mamut.
El kender ató cabos y de nuevo palmeó al animal.
—No te aflijas. Woodrow y yo discurriremos el modo de escapar y te llevaremos con nosotros —dijo para infundirle ánimos.
El mamut abrió los ojos interesado.
—¿Lo haríais? —preguntó con voz estridente; sin embargo, enseguida se derrumbó desalentado—. Aunque descubrieseis cómo salir, para mí no cambiaría nada. Soy demasiado voluminoso para cruzar las puertas. Esta sala es la única en todo el castillo lo bastante grande para albergarme.
—Entonces ¿por dónde te metieron? —se interesó Tas, mientras sus ojos iban del corpulento animal al diminuto acceso.
El mastodonte se incorporó con cierta desgana y se reclinó sobre las patas dobladas. El suelo retumbó con sus maniobras.
—Me trajeron a este lugar cuando era muy pequeño —declaró conciso, con un ribete de amargura en su voz.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Bozdil y Ligg afirman que han pasado más de quince años.
—¿Te han mantenido encerrado todo ese tiempo? —la voz del kender evidenciaba su incredulidad.
Un destello de ansiedad enturbió las pupilas del animal.
—Oh, no ha sido culpa suya —afirmó—. Será mejor que empiece por el principio, si te parece bien —agregó al advertir el desconcierto que sus palabras habían causado a Tas.
El kender, algo inusual en él, se sumió en el silencio: por consiguiente, el mamut inició su relato.
—Fue Bozdil quien me encontró durante una de sus expediciones en busca de especímenes, quince años atrás. Por entonces, yo no era más que un cachorrillo que deambulaba perdido por las colinas al sur de Zeriak. Según cuenta Bozdil, no había rastro de mi madre. Me trajo consigo, pero tanto él como Ligg estuvieron de acuerdo en que todavía era muy pequeño para servirles como su ejemplar de mamut, y decidieron aguardar a que creciese.
Hizo una pausa y exhaló un suspiro tan profundo que semejó un bocinazo. Tasslehoff, compadecido, sacó de uno de sus bolsillos un pañuelo y lo alargó al extremo de la trompa.