El país de los Kenders (25 page)

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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

BOOK: El país de los Kenders
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El kender y el humano se adentraron en la zona con la ayuda del trazado de una vieja vía; las malas hierbas ocultaban en gran parte los adoquines sueltos. A lo largo de la calle sinuosa, se alzaban los cimientos tambaleantes de antiguos edificios y piedras blancas rectangulares amontonadas en completo desorden. Quizás una de cada diez edificaciones se conservaba casi intacta, con las paredes sin derrumbarse, pero carentes de puertas y tejados.

Saltatrampas, que se adelantó unos pasos, hizo un alto en la intersección de dos calles y esperó a Phineas. La vía que cruzarían era al menos tres veces más ancha que aquella por la que venían; se extendía a derecha e izquierda y trazaba una suave curva.

—Ésta debió de ser una de las avenidas principales. Recorre todas las Ruinas en un círculo —explicó el kender—. En tanto sepas cómo encontrar esta calle, no hay peligro de perderte ya que, antes o después, acabará por llevarte al mismo lugar del que saliste. Recuérdalo en caso de que, por un motivo u otro, nos separemos.

Saltatrampas echó a andar hacia la derecha.

»
Entretanto, encárgate de otear a lo lejos y yo me ocuparé de las zonas próximas —instruyó.

—En síntesis, ¿qué buscamos? —inquirió confuso Phineas, en tanto forzaba la marcha para dar alcance al ágil kender.

—Pistas de Damaris, por supuesto.

—¿Qué clase de pistas?

—Pues, ya sabes, ¡pistas! Huellas de pisadas, huellas de cascos, piedras dadas la vuelta, restos de desperdicios, señales de fogatas, cosas así. Mantén los ojos bien abiertos.

El humano se encogió de hombros. Cuando tenia siete años, fue tras el rastro de su hermana pequeña bien marcado en nieve recién caída y estuvo a punto de perderlo. Dedujo que no sería de gran ayuda en el rastreo que les ocupaba.

Prosiguieron a lo largo de la calle durante un rato sin encontrar otra cosa que ardillas listadas y ratones de campo, cuando de pronto Saltatrampas lo llamó. Phineas volvió la cabeza y divisó al kender que se había internado unos cuantos metros en una calle adyacente y le hacía señas para que se reuniera con él. El humano condujo a su poni en pos de Saltatrampas, quien se aproximaba a una construcción casi indemne.

Poco después, se hallaban en medio de las derrumbadas columnas de un pórtico.

—¿Qué sería esto? ¿Un templo quizá? —sugirió Phineas, alzando la mirada hacia el gran edificio de piedra.

Las puertas medían casi cuatro metros de alto y los muros laterales al menos siete. Unas ventanas en arco jalonaban las paredes en elegantes hileras y en la parte alta del muro frontal, rematado en pico, aparecía otra ventana, ésta redonda. El tejado de pizarra había resistido el estrago de siglos de abandono.

—Sí, tal vez. Veamos si Damaris está ahí —propuso el kender.

Sin pérdida de tiempo, extrajo un pequeño fanal de la, en apariencia, ilimitada bolsa colgada a lomos de su poni, lo encendió, y se adentró en el edificio. Phineas lo siguió desazonado después de dejar a los ponis en el exterior.

Los dos compañeros penetraron en lo que debió de ser una vasta antecámara que daba la impresión de haber contado en su tiempo con un segundo piso. Unos largos tramos de piedra, empotrados en las paredes, se proyectaban a media altura entre suelo y techo. La luz indirecta del plomizo día se filtraba a través de los huecos de las ventanas, y alumbraba la estancia. El pavimento estaba limpio de bloques pétreos derrumbados.

—Las piedras menos dañadas de estas ruinas son el último grito entre los constructores de Kendermore —explicó Saltatrampas—. Llegan hasta aquí con carretas y desbaratan por completo lo que queda de los edificios. Me sorprende que éste se mantenga intacto.

La voz del kender resonó en la oquedad de la sala. Balanceó el fanal y se dirigió hacia una abertura que se divisaba en la pared del fondo.

La siguiente habitación era más pequeña. Penetraba en ella menos luz diurna que en la anterior, a causa del reducido tamaño de las ventanas. Saltatrampas alzó el fanal hacia un bloque de mármol negro, adosado contra la pared de la izquierda, y la trémula luz del farol hizo que las sombras se agitaran.

—Es probable que tuvieras razón, que esto fuera un templo. Apuesto a que aquí estaba el altar. —Se dirigió hacia el siguiente hueco abierto en el muro trasero.

—¿Por qué no llamamos a la muchacha desde aquí? —sugirió Phineas, cuyo nerviosismo aumentaba con cada paso que daba, en tanto se apartaba las enojosas telas de araña que se le pegaban a la nariz.

—Si quieres que todo cuanto pulula por los alrededores se entere de que estás aquí, adelante, hazlo. Pero soy un tipo precavido y no te lo aconsejo —replicó, al tiempo que se metía por la puerta.

Un clamoroso estruendo se alzó en la estancia anexa, seguido de chillidos, el alarido de Saltatrampas, un golpe ensordecedor y al momento ambas habitaciones se sumieron en la oscuridad. Phineas se quedó petrificado, incapaz de ver o discurrir. Algo le golpeó el pecho y lo volvió a golpear. De repente, se encontró rodeado por el tempestuoso batir de unas alas peludas y chirriantes. Apretó los párpados y se debatió por instinto contra el desconocido horror que lo acometía desde todas direcciones.

—¡Saltatrampas, ayúdame! —vociferó.

Entonces sintió que algo se le posaba en el cuello. El terror le comprimió los pulmones y boqueó como un pez fuera del agua. Sumido en las tinieblas, manoteó desesperado, con furia, a «eso» que se había agarrado a su cuello y el golpe estuvo a punto de dejarlo inconsciente.

De pronto, el ataque remitió. Notó que disminuía el número de criaturas que chocaban contra su cuerpo y escuchó los gritos que sonaban más y más distantes conforme encontraban el camino a la salida a través de las diferentes estancias.

—¿Saltatrampas?

La llamada del humano sonó vacilante. A su derecha se produjo un rumor y Phineas se quedó rígido. Al fin, se escuchó la voz del kender.

—¡Guau! No ha estado mal la cosa, ¿eh? Seguro que esos murciélagos estaban ansiosos por salir. El fanal debió rodar fuera de la habitación cuando me tiraron y me golpeé la cabeza —dijo, mientras se incorporaba—. ¿Te encuentras bien?

Phineas notó que el calor volvía poco a poco a sus miembros. Esperaba que el kender no hubiese escuchado su estúpido grito de auxilio.

—Sí, estoy bien. No te preocupes por mí —respondió sin convicción.

Entretanto, Saltatrampas hurgaba a tientas en el fanal y unos momentos después lo encendía de nuevo. Una de las mejillas del kender lucía un buen hematoma y el canoso copete estaba alborotado.

—Ninguna otra puerta —dijo mientras recorría con la mirada el cuarto—. Es obvio que aquí no está Damaris.

—Sí, es obvio. Salgamos.

—No hay peligro. ¡No te sientas en ridículo! Fíjate en mí —se rió—. Un avezado aventurero que se ha aturdido por una manada de murciélagos.

Saltatrampas regresó por el mismo camino y salió al pórtico exterior del templo; hizo un alto y se volvió hacia el humano.

»
Oye, ¿los murciélagos van en manada? ¿No será camada? ¿Ó una nidada? ¿Un hato? ¿Bandada?... —le preguntó con evidente desconcierto.

Durante el resto de la jornada, Phineas siguió el kender al interior de varios edificios destruidos. Le dolía el cuerpo de la tensión, de esperar a que en cualquier momento algo le saltara encima. Pero no ocurrió nada parecido. Lo más temible que vieron fue una pareja de ciempiés gigantes, los cuales se mostraron tan ansiosos por escabullirse como el humano porque desaparecieran.

El sol, un disco mortecino, se perfilaba tras el gris de las nubes. Al mediodía, el kender y el humano ataron las riendas de sus ponis en torno a los restos de una columna truncada, en las proximidades de lo que en su momento fue un estanque reluciente. Los dos compañeros se sentaron agotados y comieron un poco del tasajo que Phineas llevaba. Por fin, el humano hizo una pregunta que lo había obsesionado a lo largo de toda la infructuosa mañana.

—¿Existe la posibilidad de que le haya ocurrido algo a Damaris? ¿No habrá... desaparecido? ¿O sufrido algún percance?

Saltatrampas se quedó pensativo, los labios prietos.

—Tal vez. Lo más probable es que se haya aburrido y no esté aquí. Como ves, quedan pocas cosas interesantes.

En opinión de Phineas, la continua posibilidad de ser atacado por un monstruo constituía un aliciente de sobra para mantener el interés, incluso de un kender, pero se limitó a preguntar:

—En tal caso, ¿adónde iría? ¿Existen otras ruinas por los alrededores?

—No, sólo éstas. Un momento. Me retracto de lo dicho —se corrigió Saltatrampas al instante—. Hay otro sitio en el que podría estar. De hecho, forma parte de las Ruinas, pero no sé de nadie que haya logrado entrar allí.

El kender se levantó de un salto y se encaminó hacia una zona boscosa al norte de las Ruinas. La floresta resultó una maraña de árboles, maleza, zarzas, raíces y enredaderas casi impenetrable y envuelta en una semioscuridad que apenas permitía entrever nada desde el exterior.

—¿Para qué demonios entraría nadie ahí? —preguntó Phineas, al tiempo que ataba las riendas del poni a uno de los árboles, como lo había hecho el kender.

Saltatrampas tomó su jupak de la silla de montar y se abrió paso a través de la verde espesura a fuerza de golpes. Phineas lo siguió.

—El bosque es mucho menos denso una vez que se ha entrado en él —comentó el kender.

—¿Y qué hay dentro?

El humano hizo la pregunta al tiempo que apartaba con todo cuidado una rama cuajada de espinas que se le había enganchado en la pernera del pantalón.

—La torre, por supuesto... la quinta Torre de Alta Hechicería. Fue una de las cinco originales creadas por los hechiceros, pero la destruyeron poco después del Cataclismo. No es ella el verdadero problema, sino el robledal hechizado que, como en todas las demás, se alza alrededor con el fin de impedir el paso a quienes no hayan sido invitados. No conozco a nadie que haya llegado hasta la torre.

Phineas se paró en seco, dio media vuelta y estuvo en un tris de correr hasta los ponis.

—¿Qué te propones? —protestó después—. ¿Intentas que crucemos un robledal embrujado? ¡Además con una Torre de Alta Hechicería en su centro! ¿Te has vuelto loco?

Con la misma brusquedad con que inició sus exabruptos, el humano se interrumpió y miró al kender con manifiesto escepticismo.

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No veo ninguna torre —prosiguió—. Tampoco advierto señales de magia en el bosque. Lo que es más, ¿cómo sabes tú todo eso?

—Los efectos causados por el robledal no son físicos —explicó Saltatrampas—. Es más bien... bueno, como si, sea cual fuere el sentimiento que se experimenta en ese momento, creciera en intensidad y resultara incontrolable.

—¡Dioses, eso no tiene sentido, Saltatrampas! ¡Sin duda piensas que soy un pobre idiota al que se puede engañar con facilidad! —Sus ojos se estrecharon al enfrentarse al kender—. Sé muy bien lo que intentas: asustarme para que salga corriendo y ser tú quien encuentre a Damaris. ¡Luego regresarías a Kendermore como el gran héroe y te quedarías con el mapa de tu sobrino! No soy tonto, ¿sabes? Y tú eres un kender idiota.

A lo largo de la diatriba, Phineas había golpeado con el índice en el pecho de Saltatrampas de manera constante. La cabeza le zumbaba y jamás se había sentido tan furioso y a la vez tan asustado como en aquel momento. Los ojos almendrados del kender se desencajaron en un gesto desacostumbrado de cólera.

—¡Un kender idiota, ¿eh?! ¡Tú, saco de paja maloliente y piojoso! ¡No eres más que un cobardica goblin lameculos! ¡Apuesto a que te viene por parte materna! ¡Jamás imaginé que un humano fuera tan estúpido como para emparejarse con una goblin, pero si ha existido uno lo bastante necio para hacerlo, ése fue tu padre! —Saltatrampas blandió su jupak con gesto agresivo.

Phineas no aguardó a descubrir lo que el kender intentaba con su arma ahorquillada. Giró sobre sus talones, cayó de rodillas, y gateó enloquecido entre la maleza hasta desaparecer en la espesura. ¡Llegaría a la torre y encontraría a Damaris Metwinger antes que Saltatrampas!

—¡Phineas, regresa! —gritó el kender, con los ojos arrasados de lágrimas—. ¿Te ha molestado algo de lo que he dicho? ¡Sea lo que fuere, no lo hice con mala fe! Hace años que nada de lo que digo es lo que quiero decir en realidad. Excepto lo que te he dicho. Creo.

Saltatrampas estaba terriblemente confuso y tan triste que se le rompía el corazón. Se enjugó las lágrimas de un manotazo, con rabia. «¡Phineas está solo en el robledal y es culpa mía!», pensó. Su menudo cuerpo se estremeció por los desmesurados sollozos e hipidos. Se lanzó en tromba entre la maraña de matorrales en pos del humano, cegado por las lágrimas.

Las ramas lo azotaban, las espinas desgarraban sus ropas, la jupak rebotaba a su espalda y le golpeaba los talones y, entonces, de improviso, un violento encontronazo le dejó sin aire en los pulmones. Había chocado contra otra criatura que, como él, corría enloquecida.

Saltatrampas rebotó por la fuerza del impacto. Se desplomó sobre un pequeño arbusto y las ramas punzantes se le clavaron como cuchillos en la espalda. Se quedó con los ojos cerrados en tanto trataba de recobrar el aliento con violentas y entrecortadas boqueadas. Pero, el que había chocado con él, ahora se le había echado encima, se removía y lo arañaba como un tigre.

—¿Phineas? —barbotó, mientras eludía los golpes.

La desconocida criatura lo apretó contra el suelo, aplastó los labios contra los suyos, y se quedó así, en un beso cada vez más largo. Saltatrampas confió en que su agresor no fuera Phineas. El kender entreabrió un ojo, vacilante, inmovilizado por una desconocida sensación de temor.

¡Damaris Metwinger!

El viejo semblante arrugado de Saltatrampas se ensanchó en una mueca de deleite. No recordaba que la muchacha fuera tan hermosa; a decir verdad, no recordaba ninguno de sus rasgos. Su cabello, largo hasta la cintura, tenía el color y la fragancia de los silvestres botones de oro del prado, y aunque ahora estaba despeinado y revuelto, llevaba el copete recogido en seis trenzas entretejidas con plumas de pájaro. Sus pupilas tenían ese tono azul pálido del hielo en un día invernal despejado. La rodeó con sus brazos y constató que su figura era esbelta y armoniosa; el kender tuvo la certeza de que la muchacha lo acompañaría en la escalada de un edificio sin el menor problema.

El chaleco de lana gruesa, ahora embarrado y sucio, estaba lleno de ramitas y hojas enganchadas al tejido. Las mangas de la blusa de algodón se habían desgarrado y en las medias rojas aparecían pegotes de barro seco y cáscaras de frutos silvestres.

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