De pronto oyó tras ella un violento galopar de numerosos caballos y, en seguida, varios disparos.
Sin esperar a averiguar la causa del alboroto, Serena hizo entrar a su caballo bajo el porche de una vieja casa y un momento después unos diez o doce jinetes pasaron velozmente ante ella. Los últimos disparaban continuamente hacia atrás, como si cubriesen la retirada. Pronto torcieron por una bocacalle y desaparecieron, dejando atrás una nube de irritante humo de pólvora.
Cuando se ahogaron los ecos de las detonaciones y de la cabalgada, empezaron a oírse voces que, sin duda, comentaban el ataque de los bandidos y sus trágicas consecuencias. Serena, hondamente preocupada por sus propios problemas para prestar demasiada atención a lo que iba resultando ya un acontecimiento habitual y hasta normal, salió de debajo del porche y reanudó la marcha hacia su casa.
La justicia, en Los Ángeles, se cebaba en un pobre hombre que sólo había tratado de defender su hacienda en peligro; pero, en cambio, se cruzaba pasivamente de brazos ante la actuación audaz e implacable de una banda de facinerosos que parecían considerar las calles de la población como carreteras abiertas a sus ataques. Algunos oponían en favor de la justicia, que los bandidos estaban mejor armados, no ya que las fuerzas de policía, sino que los mismos soldados del Ejército Federal, ya que utilizaban armas de excelente clase cuyo elevado coste las ponía fuera del alcance de las manos militares. Serena pensó, por un momento, que para aquellos bandidos sería tarea fácil sacar a su padre de prisión. ¿No lo habían hecho con más de uno de los suyos que por azar, más que por excesivo celo en la actuación de la policía, cayeron en manos de esta?
Serena fue dejando atrás las casas y campos de la ciudad de Los Ángeles. La luna paseaba por el cielo su disco completo y bañaba con su luz la campiña, imponiendo un silencio y una calma impresionantes. Pero en el corazón de la joven reinaba el dolor y el abatimiento.
Llegó al fin ante la casa que había sido de su madre y en la cual, desde la incautación del rancho, vivía ella en compañía de una criada. No se veía ninguna luz. Serena condujo por sí misma el caballo a la cuadra y después de desensillarlo y comprobar si había suficiente comida en el pesebre, salió y cerró con llave, entrando luego en la casa.
Apenas dio unos pasos por el amplio vestíbulo, lleno de ecos y de densas sombras, Serena tuvo la impresión de que se hallaba ante algo anormal. Haciendo un esfuerzo avanzó hacia la escalera que conducía a sus habitaciones Harta aquel momento nunca había advertido los quejidos y chasquidos que emitían los escalones cada vez que pisaba uno de ellos. Le hacía el efecto de que a su lado subía paso a paso, como ella una sombra tangible, y que un rostro hecho de negruras la miraba con sus ojos que eran dos pequeños e insondables pozos en los que se concentraba una maligna amenaza.
Cuando llegó al piso superior y vio la luz de la luna que penetraba por el ventanal que se abría al final del pasillo, frente a otro que se encontraba en el extremo opuesto, Serena sintió un gran alivio. El fantasmal compañero que había subido con ella fundiríase con la luz como la nieve se funde con las lluvias primaverales.
—¡Qué tontería! —musitó Serena.
Cruzó el pasillo y se detuvo ante la puerta de su cuarto. La luz de la luna parecía vibrar intensamente. Serena empujó la puerta y entró en su habitación. También estaba allí la luz de la luna, bañando el lecho de columnas y dosel. Serena pensó, con alivio, que no necesitaría buscar velas, eslabón ni yesca, y que podría desnudarse sin verse precisada a hacerlo a tientas.
Acercóse al tocador, sobre cuya banqueta se veía el camisón de dormir, y en el momento en que su mano se inclinaba a recogerlo, una voz que brotó de la oscuridad, susurró:
—Buenas noches, señorita Morales.
Serena lanzó un grito de espanto y a su memoria acudieron los recuerdos de los terrores vividos mientras subía la escalera.
—No se asuste; soy un amigo, Serena —siguió la voz.
—¿Quién es…? —tartamudeó la joven, tratando de penetrar con sus pupilas las densas tinieblas, acentuadas por la plateada luz de la luna.
—Un amigo que ha venido de muy lejos a ayudarla en su apuro.
—¿Quién es usted? —insistió Serena, alargando la mano hacia el eslabón y el pedernal que tenía encima del tocador.
—No, señorita, no lo haga —ordenó la voz.
—Pues dígame quién es y qué hace en mi cuarto.
—He venido a verla y soy
El Coyote
.
Serena retrocedió, espantada, y su mano derecha buscó un punto de apoyo. En el mismo instante, surgiendo de las sombras, un hombre avanzó hacia ella. La luz de la luna era lo bastante intensa para revelar sus facciones; pero un negro antifaz le cubría la parte superior del rostro.
—¡
El Coyote
! —exclamó Serena, y en su voz vibraba ya la alegría.
—Para servirla, señorita —replicó el enmascarado, inclinándose ante la joven.
—¿Y dice que viene a ayudarme? —tartamudeó Serena.
—Sí. Vengo de muy lejos y estaré aquí hasta que su padre quede en libertad y se haya hecho justicia.
Los temores de Serena habíanse esfumado ya. Como todos los habitantes de California, conocía la fama del
Coyote
y veía en él a un amigo dispuesto a ayudarla en aquellos momentos de apuro.
—Creí que estaba usted muy lejos —murmuró—. Hace tiempo que no sabemos nada de usted.
—He venido porque mi presencia es necesaria, señorita Morales. Pero no puedo entretenerme y he de volver en seguida a mi escondite. Viene usted de hablar con el abogado Turner y el notario Shepard. No haga nada de cuanto ellos le digan. No tome ninguna decisión. Déjeme a mí la oportunidad de obrar por usted.
—¿Sabe lo que me ha dicho Shepard? —preguntó Serena, muy sofocada.
—Ha pedido un precio muy alto por su ayuda.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó, asombrada, Serena.
El Coyote
sonrió. No sabía nada; pero adivinaba muchas cosas.
—Yo lo sé todo —declaró.
—No puedo casarme con él —musitó Serena—. No puedo.
El Coyote
se estremeció; una llamarada de ira cruzó por sus ojos. Conteniéndose, pidió:
—Cuénteme todo lo ocurrido.
Serena, subyugada por la presencia de aquel hombre tan famoso, explicó cuanto le había dicho Shepard.
—¡Canalla! —murmuró
El Coyote
—. Desde este momento yo me encargo de todo. Si Shepard insiste, dígale que necesita usted reflexionar. A su debido tiempo probaremos la inocencia de su padre.
—¿Cree que podrá demostrar que es inocente?
—Estoy seguro.
—Le estaré agradecida toda mi vida —prometió Serena, con la mirada fija en
El Coyote
.
La luz de la luna daba de lleno en su rostro. El enmascarado susurró:
—¡Qué hermosa! Sus ojos son como las aguas que reflejan el monte Shasta.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Serena.
—Porque es usted muy hermosa, señorita. Demasiado hermosa para que la manche un cerdo como Shepard. No tema. Su problema está en buenas manos.
Serena sentía aún vibrar en sus oídos las extrañas palabras del
Coyote
: «Sus ojos son como las aguas que reflejan el monte Shasta». Monte Shasta, la famosa montaña de California del Norte, que según los indios, había sido creada por Dios para modelo de todas las otras montañas. La muchacha, como todas las mujeres de California, había hecho del
Coyote
su ideal. Nuevo caballero andante que usaba el revólver de seis tiros en vez de la lanza, que marcaba a sus adversarios con un balazo en la oreja, que protegía a los débiles contra los fuertes, que era aclamado como el héroe máximo de California. Y ahora estaba ante ella. Y había halagado su vanidad con la más bella frase de amor…
—¿En qué piensa, señorita Morales? —preguntó
El Coyote
.
Serena se dio cuenta de que durante varios minutos habíase dejado arrastrar por unos sueños hermosos y fantásticos.
—Es que me cuesta trabajo creer que sea verdad lo que usted dice. ¡Me he sentido tan sola, tan abandonada por mis propios compatriotas…! He visto que todos huían de mí como si yo fuese una mujer impura, y se ha dado crédito a las acusaciones contra mi padre…
—Todo pasará y dentro de muy poco será un triste recuerdo ya lejano. Y los recuerdos tristes no tienen importancia cuando el presente es feliz. Adiós, señorita Morales. Haga cuanto le he dicho. No olvide nada y no diga, ni a sus mejores amigos, que yo he venido a verla.
En aquel momento, los ojos de Serena, que escrutaban ansiosamente el rostro del
Coyote
en busca de algún detalle que le permitiese reconocerlo si alguna vez lo encontraba en Los Ángeles, captaron una pequeña peca triangular en el lóbulo de la oreja derecha.
—Adiós —siguió
El Coyote
—. Desde ahora no estará sola. ¿Necesita dinero?
Serena movió negativamente la cabeza. Estaba demasiado emocionada para hablar. Sin embargo, consiguió decir:
—No…, tengo lo suficiente para mis necesidades.
—Entonces descanse tranquila. Su padre será salvado.
El Coyote
cruzó la habitación, abrió la puerta y, por un instante, la luz de la luna que brillaba en el pasillo reflejóse en las culatas de sus dos revólveres y en la hebilla de plata de su cinturón; luego, se cerró la puerta y Serena quedó sola. Unos minutos después se oyó el galope de un caballo.
El Coyote
, cumplida su misión, se alejaba.
****
César de Echagüe escuchó, impasible, el relato de Ricardo Yesares. Éste vestía aún el traje de
Coyote
; pero se había quitado el antifaz, que estaba sobre la mesa.
—La bajeza humana no conoce límites —comentó César—. Sin embargo, hay cosas que repugnan al hombre honrado. Y más que repugnarle le resultan incomprensibles. Que por conseguir a una mujer se llegue a ciertos extremos es tan inadmisible que difícilmente se comprende.
—¿No podría ser también lo que dijo Shepard?
—Tal vez —admitió César—. Pero es más lógico lo otro. Ya sé que la lógica es muy relativa y que varía de acuerdo con el cerebro y el alma de la persona interesada; pero también he advertido qué a veces nos esforzamos en dar a las cosas una explicación mejor o más agradable, y la realidad confirma casi siempre la sospecha cruda y desagradable.
—¿Qué debemos hacer?
César dio unos pasos por la estancia.
—Debemos obrar sin pérdida de tiempo —dijo, de pronto.
Acercóse a la ventana y la abrió. Del jardín llegaba el rasgueo de las guitarras y las redondas y goteantes notas de los xilofones de la orquesta típica. Era noche de fiesta en el rancho San Antonio. Se celebraba el regreso del amo ausente durante varios años, y en el hermoso jardín los bailes clásicos y las orquestas típicas se unían en un artístico conjunto.
César cerró de nuevo la ventana y se volvió hacia Ricardo Yesares.
—Voy a escribir a mi cuñado. Él sabe la verdad. Y como ha intervenido en este asunto, pues prometió ocuparse de lo referente al rancho Morales, su deber es ayudarnos.
—Pero un mensaje a Washington tardará muchos días en llegar.
—Menos de los que se imagina. Aguarde.
César abrió un cajón de su mesa de trabajo y sacó dos tiras de papel muy fino. Llenó rápidamente ambas tiras y en cuanto la tinte se hubo secado César pidió a Yesares que aguardase y salió de la estancia. Al cabo de tres minutos regresó con dos jaulas, dentro de las cuales había dos palomas.
—¿Palomas mensajeras? —preguntó Yesares.
César de Echagüe, con un movimiento de cabeza, asintió.
—Sí —dijo—. Emplearán muchísimo menos tiempo que un jinete, por veloz que sea, y, por lo que pudiese ocurrir, enviaré dos. Mi cuñado tiene allí otras palomas que acudirán a este rancho y nos traerán su respuesta. Entretanto no podemos hacer nada. Confío en que tendremos pronto la contestación. Y, de momento no creo que suceda nada grave. Dedíquese a preparar su establecimiento. Mañana tomará posesión de él y comenzará a limpiar la casa. Busque albañiles y carpinteros y un arquitecto que dé al edificio un carácter de mesón típico.
Yesares asintió con la cabeza y mientras César arrollaba los mensajes y los colocaba en un tubito de metal sujeto a las patas de las palomas se cambió de ropa. Luego César abrió la ventana y soltó las palomas, que en seguida se elevaron para orientarse y no tardaron en desaparecer.
—Bajemos a disfrutar de la fiesta —dijo el dueño de la casa—. Por el momento podemos descansar. Además, conviene que nos vean juntos y aquí. Mañana podría saberse que
El Coyote
ha rondado por las calles de Los Ángeles y quiero que si piensan en mí o en usted, recuerden que nos vieron en esta casa.
Cuando llegaron al jardín la danza terminaba. Los aplausos de los dos hombres se unieron a los del resto de los invitados.
—Ha sido maravilloso —afirmó una dama, levantándose del sillón de mimbre que le habían colocado junto a un macizo de rosas.
—Muchas gracias, doña Eugenia —replicó César—. Halaga usted mi vanidad de anfitrión.
—¡Cuánto hemos echado de menos su presencia en Los Ángeles! —replicó la mujer.
—¡Y cómo he echado yo de menos a mis buenos amigos! —repitió César.
Un intenso rasgueo de guitarra indicó que la fiesta continuaba. Se volvió a hacer el silencio en el jardín y todos regresaron a sus puestos. César y Yesares se acodaron a un arco de ladrillos y, como los demás, contemplaron la alegre fiesta típica.
Ricardo Yesares notaba que a medida que iban transcurriendo los días aumentaba su afición por los negocios, especialmente por los de hospedería. La casa que le había cedido César de Echagüe estaba siendo transformada bajo la dirección de un inteligente arquitecto mejicano, que, aprovechando la bella arquitectura colonial del edificio, situado en la plaza, lo embellecía a base de ligeros retoques exteriores y otros mucho más importantes en su interior. Casi medio centenar de viejas camas que habían sido vendidas a precios muy bajos por sus amos, que las consideraban sin ningún valor, aguardaban el momento de ser instaladas en las habitaciones. Otro número proporcional de muebles complementarios se unirían a ellas, creando así un ambiente perfecto, que era lo que había aconsejado César. Mesas redondas y rectangulares, hechas de excelente roble o pino rojo, serían instaladas en el comedor y en el patio abierto que se utilizaría para las fiestas y comidas al aire libre.