—¡Pronto! —dijo, dirigiéndose a Yesares—. Tenemos que entrar en acción. Quiero averiguar la verdad de ese misterio. Acompáñeme.
Arrastró a Yesares hasta un extremo de la sala y tanteó la pared hasta encontrar un oculto resorte, que apretó fuertemente. Todo un lienzo del muro giró hacia dentro, dejando al descubierto la amplia abertura de una puerta secreta. La luz de las velas que ardían en los candelabros iluminaba los primeros escalones de una escalera que se hundía en un oscuro pasadizo. Tomando un pequeño candelabro de plata, César hizo pasar ante él a Yesares, siguiéndole en seguida, mientras la puerta secreta volvía a cerrarse.
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—¿Hay esperanzas? —preguntó Serena.
El abogado se encogió de hombros, y al hacerlo pareció realizar un agotador esfuerzo.
—El asunto es muy feo, señorita Morales —dijo en mal español—. Su padre ha cometido un delito muy grave. Cuando se hicieron las revisiones de los títulos de propiedad de las fincas, hubo muchos que dijeron ser dueños de más tierra de la que les correspondía. Entonces aquello estaba algo justificado; pero luego se reorganizó la justicia, se corrigieran defectos y todos quedaron satisfechos. Que ahora, al cabo de tantos años, se falsifique un documento y se pretenda obtener mayores bienes, es tan inconcebible, que la justicia ha de ser forzosamente severa. Los jueces están predispuestos en contra de su padre y creo que nos costará mucho ganarlos para nuestra causa. Haría falta mucho dinero.
—Yo apenas tengo —murmuró Serena—. Se ha decretado la incautación de nuestros bienes.
—Ya lo sé, señorita —dijo Turner, con indiferente lentitud—. Y no crea que digo esto para recordarle ningún detalle molesto para usted… No tengo ninguna prisa y, además, el señor Shepard me la recomendó, encargándome que la atendiera en todo. Debo muchos favores al señor Shepard. ¿No ha pensado en dirigirse a él en demanda de mayor auxilio?
—Sí, pero antes quise probar otra solución. Iré a verle mañana.
—Esta noche me parece la más indicada. Esta tarde hablé con él y cambiamos algunas impresiones. Conoce todo lo que ocurre y quizá pueda aconsejarla.
—Gracias, señor Turner —dijo Serena, levantándose.
El abogado se incorporó levemente y saludó con una inclinación de cabeza; luego, tornó a sentarse y estuvo jugueteando con una regla de ébano. Al cabo de un rato volvió a dejarla sobre la mesa y, alcanzando un libro de leyes, lo abrió por la página ya señalada y comenzó a leer.
Se había olvidado por completo de Serena Morales y de sus problemas.
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—Buenas noches, señorita Morales; buenas noches. Entre usted, por favor. No esperaba su visita.
Serena Morales entró en la casa, y Howell Shepard cerró suavemente la puerta. Frotándose las manos en un movimiento maquinal, se ajustó luego la levita y preguntó a la joven:
—¿Viene usted en visita de amiga o… simplemente a consultar a un viejo notario?
Howell Shepard exageraba al calificarse de viejo. A los cuarenta y ocho años recién cumplidos, Howell era un hombre aún bien conservado, que sabía vestir con elegancia y cuyos modales podían calificarse de exquisitos. Había llegado a Los Ángeles el año 49, a la zaga de los buscadores de oro, presintiendo que pronto habría trabajo de sobra para un notario, y no se equivocó. Pleitear fue para él una especie de pasatiempo en el que todos intervenían para ganar y en el que, como decía Shepard, todos, menos él, perdían.
—Vengo a las dos cosas, señor Howell —replicó la joven.
—Entonces nada mejor que sentarse y hablar como viejos amigos. Ya sabe, señorita Morales, que le profeso una gran amistad, una amistad sincera, como (y no lo digo por vanagloriarme) existen muy pocas en el mundo.
—Ya lo sé, señor Shepard —murmuró Serena—. En estos momentos de terrible soledad, sólo su mano me ha sido ofrecida en ayuda.
—Mi mano y mi corazón, señorita Morales —replicó Shepard, por cuyos ojos pasó una fugaz, pero intensísima llamarada.
Serena, cuya vista estaba fija en la estera que cubría el suelo de adobes, no advirtió la pasión de la mirada de Shepard. Con acento cansado explicó:
—He visitado al señor Echagüe.
Una viva contrariedad pintóse en el rostro de Shepard.
—No debía haberlo hecho… —empezó.
—Tiene usted razón —replicó Serena—, no debí haberlo hecho. Pero el señor Echagüe fue compañero de juegos infantiles; entre su familia y la mía mediaba una gran amistad. Lógicamente hubiese tenido que ayudarme.
Shepard palmeó suavemente la mana de Serena.
—En la vida, señorita Morales, no ocurre nunca lo que nosotros consideramos lógico, sino lo que es realmente lógico —declaró—. Ya sé que, al hablar como voy a hacerlo, critico también a mis compatriotas; pero lo cierto es que si algún californiano ha conservado sus tierras y su hacienda, lo ha debido a que fue lo bastante listo para sortear hábilmente los obstáculos que los norteamericanos le pusieron. Aquellos que sólo se dejaron llevar del corazón y de su confianza en la pureza humana, perdieron dinero y perdieron hacienda, y, además, perdieron la confianza en la justicia. Y sin querer ofenderle, debo decir que el señor Echagüe supo sortear muy bien todos los obstáculos. La sentencia que recayó sobre su rancho y el de su esposa, no fue sólo de reconocimiento de su legal pertenencia, sino que, además, reparó ciertas antiguas ilegalidades, y sus tierras se vieron aumentadas en una proporción bastante grande.
—Nunca podré comprender el comportamiento de César —insistió Serena—. Se ha mostrado tan frío… Sólo prometió pedir a su cuñado que se interesase por nosotros.
—Que es no prometer nada, porque una carta a Washington tarda, entre ir y volver, un mes al menos. Los jinetes del correo son veloces; pero no tanto como sería conveniente.
—Ya lo sé, señor Shepard; pero usted es hombre de mucha influencia. ¿No podría conseguir que mi padre fuese puesto en libertad?
—Es muy difícil lograr lo que usted pide. Se podría tratar de obtener la libertad condicional; pero sólo alargaríamos la situación; y lo que interesa es resolverla definitivamente. ¿Se le ocurre alguna solución, señorita Morales?
Serena negó con la cabeza.
—No —dijo.
Shepard tableteó sobre la mesa y de pronto dijo:
—Resumamos la situación de su padre. Está acusado de un delito, probado, de falsificación. Ese delito se complica con el hecho de que la falsificación tendía a conseguir un beneficio ilegal: o sea, a la demostración de que las tierras del rancho Morales eran legalmente el doble de las reconocidas hasta ahora. Aunque de momento su padre no hubiese reclamado nada, o sea, que al presentar el documento español no hiciese reclamación de las tierras que en él se demostraban suyas, nadie puede asegurar que no pensara hacerlo en plazo más o menos breve. Por tanto, la acusación contra él se basa en un hecho cierto. La justicia en Los Ángeles se ha consolidado bastante, y ahora ya no se permiten cosas que antes se toleraban sin descaro; pero la confirmación de una justicia más recta exige una mayor severidad contra los delincuentes. Los jueces quieren ser severos, y aunque tai vez se dejaran comprar…
—El señor Turner habló de eso —dijo Serena.
Howell Shepard negó con la cabeza.
—No; no se conseguiría nada. Un soborno sólo es eficaz cuando puede ser muy grande. En este caso no podría ser superior al valor del rancho, y aun así no valdría la pena hacerlo. Yo he intercedido cerca de los jueces; pero insisten en que no merece la pena el asunto.
—¿Que no merece la pena? —preguntó, asombrada, Serena.
—Sí. Tal vez usted no lo comprenda: la explicación es muy clara. Para ellos, su padre es un hombre sin importancia, a quien pueden hundir sin que suceda nada grave. Pueden ser implacables y continuar viviendo tranquilos.
—Pero… si usted intercede y demuestra que se interesa por él…
—En nuestra vida, Serena, nosotros intercedemos muchas veces por nuestros amigos y por nuestros clientes. Los jueces están acostumbrados a eso, porque también ellos han pasado por lo mismo. Saben que en infinidad de ocasiones sólo queremos que se nos responda negativamente y se nos permita, así, presentar a los que han acudido a nosotros una firme respuesta negativa.
—No entiendo…
—Sí; es muy sencillo. Suponga usted que su padre fuese mi hermano. Yo acudiría a los jueces, y ellos comprenderían la importancia que para el notario Shepard tiene la libertad de su hermano. Al momento buscarían una justificación legal cualquiera y lo sacarían de la cárcel, seguros de que yo, llegado el momento oportuno, sabría corresponder a su favor con otro, ya que ese favor me sería muy fácil de conseguir.
—Más fácil había de ser el conseguir un favor de poca importancia —replicó Serena.
Shepard movió negativamente la cabeza.
—No lo crea —dijo—. Yo me presento ahora a los jueces encargados del caso de su padre y les digo: «Me interesa mucho que suelten a ese hombre. Es un buen amigo mío y deseo ayudarle». Ellos piensan en seguida que la amistad entre el señor Morales y yo no ha sido nunca extraordinaria ni superior a la que tenga a otros cientos de personas. Piensan también que los familiares del señor Morales habrán acudido a mí pidiéndome que interceda por el detenido. Yo me habré visto obligado, para no enemistarme con mis clientes, a prometer mi intercesión, aun sin importarme maldita la cosa lo que piensen hacer con el señor Morales. Para que no se pueda decir que no me he interesado por el detenido, voy a hablar con los jueces y les pido que lo dejen en libertad, de la misma forma que me he interesado cientos de veces por otros detenidos a los que no profesaba ningún afecto especial. Los jueces piensan: «Cumple un simple trámite y le tiene sin cuidado que a Morales lo tengamos en la cárcel o lo ahorquemos». Por tanto, mueven negativamente la cabeza y aseguran que no pueden hacer nada. Y como ya han dicho eso, y me han dado la respuesta para los parientes, y, además, creen haberme dado la excusa que yo necesito para no interceder más, se encierran en su negativa y por más que yo haga no consigo arrancarles la sentencia que nos conviene.
—No es posible que eso sea verdad.
—Lo es, Serena —aseguró Shepard—. Si en nuestra profesión nos concediéramos todos los favores que nos solicitamos, sería imposible nuestra actuación profesional.
—Entonces, ¿qué podemos hacer?
—Sencillamente, llegar al juicio, y esperar que la sentencia nos sea favorable.
—¿Lo será?
Shepard se encogió levemente de hombros.
—No sé —contestó—. En realidad no tengo ninguna esperanza de que lo sea.
—¿Y no hay otra solución posible?
Howell Shepard vaciló un momento. Serena comprendió que existía una posibilidad de salvación y rogó:
—¡Por favor, dígame lo que se puede hacer!
—No me atrevo, porque tal vez interpretase mal mis sentimientos. Tal vez dentro de algunas semanas…
—¡No, no, hable ahora! —rogó Serena.
Shepard acentuó sus vacilaciones. Al fin, respirando hondo y como tomando una heroica decisión, dijo:
—Serena, usted ya sabe que la aprecio; pero mis sentimientos hacia usted van más allá de un simple afecto. Por eso me decido a hablarle como voy a hacerlo. Serena —Shepard había prescindido ya del «señorita Morales»—, yo la amo como un hombre ama a una mujer. La he amado siempre, y con muchas dificultades he contenido, hasta ahora, mis sentimientos. Luego, el saberla en una situación dolorosa ha sellado mis labios. Y hoy todavía los habría sellado más el temor de que interpretase mis palabras de una manera equivocada. Serena, le pido que sea mi esposa.
—¡Señor Shepard! —exclamó, incrédulamente, la joven—. ¿Cómo…?
—¿Cómo me atrevo a pedirle eso? Ni yo mismo lo sé. Hasta ahora no había tenido valor para expresar mis sentimientos. Hoy lo he encontrado porque, además de mi corazón, puedo ofrecerte algo más.
—¿Qué?
—La libertad de su padre, que no me podría ser negada.
—Pero si usted ha dicho…
—He dicho que un favor pequeño se me negaría; pero, en cambio, no me sería negado un gran favor. Y la libertad de mi suegro sería un gran favor. Entonces no necesitaría ni pedirlo. Se echaría tierra al asunto, se destruiría el documento acusador, y por falta de pruebas concretas se decretaría la libertad del señor Morales.
—Es increíble…
—¿El qué? ¿Cree que su amor es el precio que yo pongo a mi favor? No, no lo crea. Yo seguiré laborando por la libertad de su padre aunque usted me rechace. Y de todas formas la seguiré amando. Si lo que le pido es un sacrificio excesivo, dígamelo sin reparos y olvide mi atrevimiento.
Serena vaciló.
—Es tan inesperado, eso… —murmuró.
—Eso me hace ver que no se había dado cuenta de lo que yo sentía por usted. Yo creí que mis sentimientos eran diáfanos. Pero a veces los ojos más claros pueden ser ciegos a lo evidente. Perdone mi audacia.
—No; eso no, señor Shepard —suplicó Serena—. Le ruego que me permita reflexionar. Me siento como si… como si hubiera tropezado inesperadamente con un obstáculo de cuya existencia no tenía la menor idea.
—Desde luego. Tómese todo el tiempo que quiera, Serena —replicó el notario—, y, si al fin decide que mi audacia ha sido excesiva, no le pido otra cosa que el olvido de mis palabras y que siga considerando a Howell Shepard como un amigo de verdad.
Levantándose, el notario acompañó a Serena hasta la puerta y la siguió con la mirada hasta que la vio perderse por la oscura calle. Entonces volvió a su despacho y, sentándose de nuevo a su mesa, sonrió.
Howell Shepard sentíase muy satisfecho.
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En cambio, Serena Morales no estaba satisfecha. Al contrario, su alma se agitaba en un mar de confusiones y de dudas. Era exacta la imagen que había hecho de sus sentimientos. Las palabras de Shepard habían sido para ella un inesperado golpe. Sin embargo, en un esfuerzo por ver las cosas objetivamente, trató de comprender a Shepard.
—El me ama y quiere ayudarme —murmuró.
Y quiso justificar las palabras del notario y su asombrosa proposición. Pero no podía. Lo cierto era, para ella, que Shepard trataba de poner un precio a su ayuda. Un precio vergonzoso. Pero ¿era realmente así? ¿Por qué no creer en una hermosa pureza de sentimientos? ¿Por qué no podía ser verdad que su oferta era simplemente un propósito de ayuda en el que intervenía un amor desinteresado?
Marchaba lentamente hacia la casa que tenía en las afueras de la ciudad, dejando que su caballo siguiera a su antojo el camino que juzgase mejor. Por detrás de las montañas asomaba una luna roja y grande. Continuamente oíanse voces y griterío que brotaba de las tabernas. Serena no abrigaba ninguno de los temores que hubieran sido lógicos en una mujer de su edad. No temía a los hombres que deambulaban por las fangosas calles. En la silla de su caballo tenía, enfundado, un revólver de seis tiros, que sabía utilizar perfectamente.