El otro Coyote / Victoria secreta (18 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: El otro Coyote / Victoria secreta
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—Con lo cual se demuestra que eran miembros importantes de esa banda.

El Coyote
se encogió de hombros.

—Eso, o bien que la banda ha tenido, por algún motivo, interés especial en salvarlos. Vamos. Aquí ya no nos queda nada que hacer.

Los dos Coyotes abandonaron la prisión y regresaron adonde estaban Grigor y Shepard. Éste empezaba a recobrar el conocimiento. Llevándose a Grigor a un lado, Yesares, cumpliendo la orden del
Coyote
, que permanecía donde el joven no pudiera verle, le dijo:

—Acompañe al muchacho ese a la posada, Grigor. Y no deje de vigilarlo, pues su seguridad nos es muy importante.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Grigor.

Yesares aguardó unos segundos y al fin replicó:

—La banda de la Calavera ha dado un nuevo golpe. Pronto entraremos en acción decidida contra ella.

Capítulo VII: Un nuevo golpe de la banda de la Calavera

En cuanto Jean Shepard estuvo en condiciones de caminar, Earl Grigor le ayudó a levantarse y le acompañó hacia la posada. Al cabo de varios minutos de caminar en silencio Shepard preguntó en voz baja:

—¿Qué ha ocurrido?

Grigor tardó unos segundos en responder. Al fin, preguntó a su vez:

—Trataba usted de ayudar a su hermano, ¿verdad?

Shepard inclinó la cabeza.

—Sí; pero fracasé. ¿Me descubrió alguno de los centinelas?

—Creo que sí; pero intervino alguien más.

—¿Quién?

—No sé. Alguien que asesinó al centinela y le dejó a usted sin sentido.

—¿Y cómo estaba usted allí?

Grigor vaciló un momento antes de contestar. Aunque no se le había recomendado el silencio sobre aquel punto, la más elemental prudencia aconsejaba guardar secreta la intervención del
Coyote
Por ello replicó:

—Estaba en mi habitación y le vi salir. Como yo también quería dar un paseo marché detrás de usted sin darme cuenta de que le seguía. Claro que al ver que se dirigía a la cárcel me intrigó el que fuese usted hacia semejante lugar y, sobre todo, que adoptara tantas precauciones. Fue una suerte que le siguiese hasta allí.

—¿Me salvó la vida? —preguntó con voz débil Jean Shepard.

—Creo que sí.

—Desea que le exponga los motivos que me han impelido a hacer lo que he hecho, ¿eh?

—No niego mi curiosidad, pero tampoco puedo insistir en lo que tal vez es para usted un secreto que desea guardar.

—Quería salvar a mi hermano. No sé si es o no inocente. Ni me importa. Es mi hermano y debía ayudarle. Compré caballos, armas y víveres para que la huida le fuese fácil. Pero fracasé. La empresa era demasiado grande para mí.

—Tal vez pueda hallar otra solución. Quiero decir una solución más legal.

—No creo que exista ninguna; pero si es necesario acudiré al mismo gobernador de California. Tal vez cuando sepa quién es en realidad Howell Shepard se conmoverá su ánimo…

—¿Qué quiere decir? —preguntó Grigor.

Jean pareció no oírle. Al cabo de unos segundos se volvió hacia él como si hasta entonces no hubiese comprendido sus palabras, contestó:

—Howell Shepard es un apellido sajón que oculta otro español. Mi… hermano, al marchar de casa, lo adoptó. Tal vez lo hizo porque esperaba que su vida no fuese muy honorable y no quiso manchar un apellido que durante muchos años ha sido sinónimo de honradez. Yo, al venir aquí adopté el mismo apellido. Y ahora, le ruego que no siga preguntando.

Habían llegado a la posada del Rey Don Carlos en donde casi no había nadie. Sólo en el vestíbulo vieron a tres hombres que fumaban distraídamente. El resto del establecimiento parecía desierto. Cuando entraron Grigor y Shepard, uno de los hombres dirigió una rápida mirada al cuartito en el que el propietario de la posada tenía su despacho particular; pero al ver que los recién llegados se dirigían hacia la escalera, volvió la atención al diario que tenía entre las manos.

—Si me necesita para algo no tiene más que llamarme —dijo Grigor, cuando llegaron a la puerta del cuarto de Shepard.

—No creo que le necesite —sonrió el joven—. De todas formas… Muchas gracias.

Entró Jean Shepard en su habitación y Grigor se disponía a imitarle, cuando hasta él llegó un grito ahogado y el caer de una silla, todo ello procedente de la habitación contigua.

—¿Qué ocurre? —preguntó, creyendo, de momento, que el joven había tropezado con alguna silla.

Al no recibir respuesta, temió que el accidente hubiera sido más grave y que Jean Shepard, afectado aún por el golpe recibido junto a la cárcel, hubiese sufrido un desvanecimiento; por ello empujó la puerta y fue a entrar en la habitación. En el mismo instante en que cruzaba el umbral tuvo el presentimiento de que iba a ser atacado por la espalda y trató de saltar hacia un lado.

Pero su adversario fue más veloz que él, y antes de que hubiera podido completar el movimiento recibió en plena cabeza un violento culatazo que si no le destrozó el cráneo fue por la resistencia encontrada en la copa de su sombrero y que, si no fue muy grande, bastó para que le salvara la vida.

A pesar de ello sintió como si el mundo entero se derrumbase sobre él y lo lanzara contra el suelo, en el cual quedó tendido de bruces, ante los horrorizados ojos de Jean Shepard, que fue sacado un momento después por los tres hombres que habían aguardado allí su regreso, y que, arrastrándolo hasta el pasillo y luego escalera abajo, lo sacaron de la posada, sin que ninguno de los empleados del establecimiento lo advirtiera.

En cuanto los tres hombres y su cautivo hubieron salido de la posada, los otros tres que aguardaban en el vestíbulo se pusieron en pie y dirigiéronse hacia el despachito, cuya puerta abrieron después de dar en ella tres golpes rápidos y uno espaciado.

Dentro de la reducida habitación se encontraba otro hombre sentado frente a Ricardo Yesares, que estaba sólidamente amarrado a su sillón. Una fuerte mordaza le tapaba la boca.

—Ya podemos marcharnos —dijo uno de los que habían entrado—. ¿Has recogido todo el oro?

El que había estado vigilando a Yesares asintió con la cabeza y señaló el abierto cofre, cuyo interior había sido concienzudamente saqueado. Luego recogió un saco de lona lleno de pesadas monedas de oro, y de billetes de banco, y, después de cerrar la puerta, siguió a sus compañeros hasta la plaza, dejando dentro del despacho al propietario de la posada.

Al día siguiente, la ciudad de Los Ángeles se enteró de la doble hazaña de la banda de la Calavera: la liberación de los dos condenados a muerte, cuya asociación con la banda quedaba así puesta de manifiesto, liberación que se había realizado con el asesinato del carcelero, de uno de los centinelas exteriores y la inutilización de los restantes. La otra hazaña había sido el robo cometido en la posada del Rey Don Carlos, cuyo propietario fue encontrado atado y amordazado en su despacho particular, de cuya caja fuerte habían desaparecido unos cinco mil dólares en oro y una fuerte cantidad en billetes bancarios.

Teodomiro Mateos organizó una batida contra los bandidos; pero éstos llevaban ya la suficiente ventaja para que la persecución pudiera inquietarles, y, por lo tanto, no tuvo nada de sorprendente que a media mañana regresaran los policías sin haber obtenido el éxito que buscaron.

Capítulo VIII: La expedición del
Coyote

Entre las primeras visitas que recibió Ricardo Yesares en cuanto se hubo hecho pública su desgracia, figuró la de don César de Echagüe. A nadie extrañó que el propietario del rancho de San Antonio visitase al posadero, de quien era conocido protector.

—¡Qué desgracia tan grande! —exclamó don César en cuanto hubo estrechado la mano de don Ricardo Yesares—. ¿Fue mucho lo que le robaron?

—Bastante —suspiró el dueño de la posada—. Pero entre usted en mi despacho. Allí hablaremos mejor.

César se dejó conducir hasta el reducido despacho y en cuanto la sólida puerta, a través de la cual era imposible oír nada de cuanto se hablaba dentro, se hubo cerrado, terminó el disimulo.

—¿Cómo ocurrió eso? —preguntó César.

Yesares explicó rápidamente lo sucedido. Apenas volvió a su casa, después de despedirse de César, y de despojarse de su traje, entró en aquel despacho, y, al momento, se abrió la puerta y entraron tres hombres armados que sin darle tiempo a empuñar sus armas le ataron y amordazaron, dedicándose luego a forzar la caja. Mientras dos de ellos regresaban al vestíbulo, el otro fue llenando un saco de lona con el contenido de la caja. Luego entraron los que habían salido y se retiraron todos con el producto del robo.

—De momento —siguió Yesares—, creí que el verdadero móvil del asalto fue el robo; pero al ser puesto en libertad por mis criados me enteré de que Earl Grigor había sido encontrado con la cabeza medio abierta dentro del cuarto de Jean Shepard. El muchacho ha desaparecido.

—¿Shepard?

—Sí. No sabemos si fue raptado o bien, si como creen todos, fue él quien dirigió el robo.

—No creo a aquel muchacho capaz de semejante cosa —sonrió César—. Además, yo vi cómo junto a la cárcel era atacado por uno de los bandidos. Si él hubiera planeado la liberación de su hermano o de su padre, no se habría dejado sorprender…

—Pudo tratarse de una añagaza para librarse de toda sospecha.

—En tal caso continuaría aquí. No hubiera buscado la seguridad en lo referente a la liberación de Howell Shepard y, en cambio, se habría comprometido en lo otro. No, el muchacho ha sido raptado, y eso me convence más de que Shepard no fue salvado, sino raptado con algún fin. Grigor debe de saber algo, ¿no?

—No sé. Aún no ha podido hablar con nadie. Está en su cuarto, en la cama.

—Entonces es muy conveniente que hablemos con él. Mejor dicho, hablarás tú, pues ya conoce tu voz. Yo escucharé.

—¿Utilizamos el camino secreto?

—Claro.

Después de asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada, Yesares abrió el cuartito secreto y se puso el antifaz del
Coyote
. Para disimular su indumentaria se cubrió con una larga capa, luego, apretando otro resorte, abrió otra puerta secreta que dejó al descubierto una estrecha abertura que desembocaba en un pasadizo de un metro de ancho por dos muy escasos de altura. Apenas hubieron cruzado el umbral, la pared volvió a cerrarse.

Los dos hombres siguieron el pasillo que torcía en ángulos agudos, siguiendo el trazado de los recios muros de la casa. Yesares encendió una linterna cuya luz, si bien escasa, era suficiente para alumbrar el camino. Después de subir unos cuantos escalones muy empinados pasaron ante varias puertas señaladas con números. Al llegar a una de ellas, Yesares se detuvo y volvióse hacia su jefe.

—Entra —le dijo éste—. Yo me quedo aquí. Oiré todo lo que habléis.

Yesares abrió una pequeña mirilla y pegó a ella el ojo derecho. Desde aquel punto se dominaba toda la habitación y se veía la cama donde reposaba Earl Grigor. No viendo a ninguna otra persona, Yesares movió el resorte que abría la puerta y ante los asombrados ojos de Grigor, entró en la habitación.

—¿Usted? —tartamudeó el herido.

El falso
Coyote
acercóse a la puerta de la habitación y corrió el pestillo, para evitar desagradables sorpresas. Luego, regresando junto a la cama, sentóse a los pies de ella y pidió:

—Cuénteme en seguida lo ocurrido. El rapto de Jean Shepard me ha desconcertado, pues es lo que menos esperaba. ¿Qué significa?

—Eso sí que no lo sé replicó Grigor—. Pero en cambio, sé otras cosas.

—Cuéntemelo todo. ¿Volvieron juntos a la posada?

—Sí. Acompañé a Shepard hasta su habitación y apenas entró en ella oí un grito y la caída de una silla. Creyendo que podía haberse hecho daño o que asaltado por una súbita debilidad había perdido el conocimiento, llamé a la puerta y le pregunté qué le ocurría. Al no recibir contestación entré en el cuarto y oí un ruido detrás de mí. Quise evitar el ataque que presentía; pero no pude lograrlo y caí sin sentido a causa de un golpe en la cabeza. Supongo que fue un terrible culatazo.

—Eso quiere decir que Jean Shepard fue raptado.

—Así lo creo; pero todavía hay algo más.

—¿Qué?

Grigor vaciló un momento, luego, haciendo un esfuerzo, declaró:

—Que Jean Shepard no es lo que parece.

—¿Qué quiere decir?

—Que no es hombre, sino una mujer.

Tal vez el verdadero
Coyote
hubiera logrado dominar su asombro; pero Yesares no poseía la impasibilidad del famoso enmascarado y, contra su voluntad, lanzó un grito de incredulidad.

—¡Una mujer!

—Sí. Lo descubrí ayer noche, cuando trataba de convencerme de si estaba vivo o no.

—Pero ¿está seguro de lo que dice?

—Completamente seguro. A menos que tenga una anormalidad física que juzgo casi imposible. Desde el primer momento noté en él algo raro. Su nerviosismo, un puntapié que me pegó en la espinilla, su irritabilidad. Eran síntomas muy claros; pero, en cambio, había otros detalles de tan clara masculinidad, que me desconcertaron por completo. ¡Cuando pienso que estuve a punto de darle una buena zurra…!

Yesares no supo qué replicar. Al fin encargó:

—No se mueva de aquí. Ya recibirá instrucciones mías. Adiós.

Levantándose, fue hacia La puerta secreta y, saliendo por ella, la cerró, siguiendo a César de Echagüe, que, sin decir nada le precedió en su regreso al despacho. Cuando Yesares se hubo despojado de la capa y del antifaz,
El Coyote
dijo:

—Esto complica aún más las cosas. Indudablemente, en el plan de la banda figuraba el rapto de esa muchacha, aunque tal vez nadie conocía su verdadero sexo.

—¿Qué fin pueden perseguir?

—De momento, es difícil adivinarlo, aunque yo creo en un deliberado intento de presentar a los Shepard como jefes de la banda.

—¿Jefes?

—Sí. Todos los habitantes de Los Ángeles han llegado ya a una conclusión muy lógica, respecto a Shepard. Él era el jefe de la banda. Sus cómplices le han salvado. Y a sus cómplices los dirigía su hijo. De la cuadra donde esa criatura dejó los caballos y los víveres, todo ha desaparecido. El armero y los tenderos a quienes compró las armas, sillas de montar y víveres, han prestado ya declaración ante Mateos. Todo concuerda con la lógica más elemental, Jean Shepard ayudó a su hermano a escapar, y antes de marcharse, se agenció dinero robando la caja de la posada donde se había hospedado. Sólo el incidente ocurrido junto a la cárcel demuestra que la muchacha no tenía nada que ver con la banda. Pero ese incidente, sólo fue presenciado por nosotros. Y no podemos descubrirlo sin descubrirnos.

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