—No creo que nadie pueda ofrecerle más que yo.
—Tal vez yo le ofrecería mucho más que usted, don César —dijo en aquel momento Teodomiro Mateos, acercándose a los dos hombres.
—¿Usted? —Preguntó Dutch Louie, mirando sonriente al jefe de la policía—. ¿Es que se ha comprado algún rancho mientras yo he estado fuera?
—Aún no lo he comprado; pero lo compraré. Un rancho de ciento treinta mil dólares.
—Puede ser muy bueno —dijo Louie—. En ese caso le conviene una trilladora mecánica; pero aguarde al año que viene. Antes no la necesitara y por entonces serán más baratas.
—¿Cuánto valen las que trae? —preguntó César.
—Mucho —contestó Louie—. Y ahora, si me lo permiten, iré a descargarlas.
—¿Necesita ayuda? —preguntó Mateos.
—No, tengo a mis hombres.
—Pero unas máquinas tan valiosas no pueden encomendarse a unos obreros descuidados. Creo que mis agentes y unos cuantos soldados serian los que mejor realizarían la operación.
—¿Que quiere usted decir? —pregunto Dutch Louie, palideciendo intensamente.
—Que unas máquinas que valen veinte millones no pueden descuidarse —respondió Mateos—. ¡No se mueva, Louie! ¡Queda detenido!
El holandés bajó la mano hacia la culata del revólver que pendía de su silla de montar y logró empuñarlo y amartillarlo; pero en ese momento Teodomiro Mateos disparó el Derringer de dos cañones que había extraído del bolsillo derecho dé su levita.
Louie quedó un momento inmóvil, con el revólver en alto, como si el disparo lo hubiera petrificado; luego, en su rostro se pintó un vivo asombro y por las comisuras de sus labios asomaron dos gotas de sangre. Bruscamente, perdió todas sus fuerzas y desplomóse, quedando en el polvoriento suelo de la plaza, con los vidriosos ojos clavados en su caballo que, espantado, saltó hacia atrás.
El movimiento del bruto fue como una señal para que el infierno se desatase en la plaza. Los soldados y los policías, instruidos acerca de lo que debían hacer, empuñaron sus armas, en tanto que los veinte hombres que acompañaron a Dutch Louie echaban también mano a las suyas.
Ambos bandos comenzaron simultáneamente el tiroteo, y en pocos segundos la plaza quedó vacía de paseantes endomingados. En el suelo se veían bolsos, abanicos, alguna mantilla, muchos sombreros masculinos y numerosos bastones, restos y exponentes de una vergonzosa fuga.
Entre los primeros en huir figuró, ¿cómo no?, don César de Echagüe, seguido del famoso propietario de la Posada del Rey Don Carlos. Ellos eran gente de paz.
Y la plaza, en aquellos momentos, era dominio público de los hombres de guerra. Teodomiro Mateos, con un pesado Colt del 44 en cada mano, ocupaba el lugar más visible y acompañaba cada disparo de un salto y de una imprecación. ¡Una de esas deliciosas imprecaciones californianas!
La muerte de su jefe y la ventaja numérica de sus adversarios terminó pronto con la resistencia de los hombres de Louie. Dos de ellos consiguieron escapar, siete estaban muertos, y los restantes, algunos bastante malheridos, levantaron los brazos en alto y entregáronse a la merced de la justicia.
Al cesar el fuego y oírse los gritos de triunfo de los policías y de los soldados, la plaza volvió a llenarse con la misma rapidez con que antes se había vaciado. Era el momento del espectáculo y nadie quería perdérselo. Además, todos deseaban saber por qué había matado Teodomiro Mateos a aquel estrafalario holandés.
Teodomiro Mateos, sudoroso, con las manos sucias de pólvora y rebosante de orgullo, completó su triunfo. Yendo a la primera de las carretas hizo quitar el toldo y ordenó que a hachazos se rompiera el embalaje de la enorme máquina que allí se encontraba. Un par de soldados le obedecieron y no tardó en aparecer la barnizada superficie de una máquina llena de ruedas y engranajes. Subiéndose a la galera, Teodomiro Mateos levantó una tapa y con expresión de orgullo hundió la mano en la cavidad que quedó al descubierto y volviéndose hacia el público mostró un saquito de lona en el cual se veía en números negros la cifra de «5000». ¡Cinco mil dólares!
Durante un minuto el jefe de policía mantuvo en alto la mano y el saquito, sin que el público comprendiese la verdad.
—Parece un verdugo, mostrando una cabeza recién cortada —comentó César.
En aquel momento el público comprendió la verdad y un ensordecedor grito de entusiasmo resonó en la plaza.
—¡El oro robado!
—Por una vez Teodomiro Mateos ha dicho la verdad al asegurar que la policía tenía una pista —sonrió César.
Yesares también sonrió.
—No creo que en toda California exista hoy un hombre más feliz que nuestro buen Teodomiro Mateos —dijo.
—Dentro de dos días estará convencido de que todo se debe a su preclara inteligencia —rió César.
En aquel instante Mateos hizo seña de que deseaba hablar. Era muy aficionado a los discursos y ningún momento mejor que aquél para soltar uno.
—Ciudadanos del pueblo de Los Ángeles —empezó. El silencio se hizo absoluto y Mateos prosiguió—: Tengo una grata nueva para vosotros. Durante mucho tiempo he aguantado en silencio las burlas y hasta los insultos de muchos cerebros equivocados. Entonces callé porque el supremo bien de la obra que yo estaba realizando así lo exigía. No podía salir a deciros quién era el autor del robo que ha conmovido a la alta y a la baja California. Era necesario que todos me creyerais equivocado, despistado, confuso.
Al llegar aquí, Teodomiro Mateos carraspeó y echó de menos el vaso de agua. Por fortuna un chiquillo tenía un botijo rezumante de agua fresca y se lo tendió. Refrescada la garganta, Mateos siguió:
—Yo estaba seguro del éxito de mi empresa, porque desde hacía mucho tiempo había tendido las redes en que al fin han caído los bandidos. Y ahora, ciudadanos de Los Ángeles, quiero pediros vuestro máximo respeto hacia un hombre que sacrificó primero su honor y luego su vida para ayudarme a descubrir a los bandidos que tanto daño nos han causado. Me refiero a Howell Shepard.
Fue tan grande el asombro de todos, que nadie pudo lanzar ni una exclamación.
—Ya sé que os extraña que cite a un hombre a quien un tribunal condenó hace muy poco, en esta misma ciudad, a la infamante pena de muerte en la horca. Todo fue falso. Todo se hizo para lograr que Howell Shepard y su compañero fuesen libertados por la banda que los necesitaba. Howell Shepard partió con esos bandidos y me tuvo al corriente de sus planes. Por desgracia, fue descubierto y murió luchando con los bandidos, aunque no sin vender cara su vida. Que mis palabras, que luego se transformarán en hechos, sean la primera señal de desagravio en favor de un hombre de valor sin igual.
En un extremo de la plaza, Juana de Abizanda, vestida ya de mujer, estrechó la mano de su marido.
—¡Qué bueno has sido! —exclamó.
—Quisiera haber podido hacer mucho más por ti —contestó Grigor.
Entretanto Mateos siguió explicando cómo se enteró del escondite del oro robado.
—Fue diabólicamente sencillo: donde se conducía el oro iban las máquinas agrícolas de Dutch Louie. En cuanto los bandidos lo robaron, en vez de cargar con él y lastrarse con un peso enorme que les hubiera impedido moverse con la necesaria rapidez, escondieron todo el botín dentro de las cajas de máquinas y volvieron a cerrarlas. Había en ellas espacio más que suficiente. Después emprendieron la huida y se pusieron a salvo. El tren fue conducido hasta Apartadero y allí presentóse Louie con sus carretas para retirar las máquinas, que le fueron entregadas sin que nadie sospechara lo que contenían. Luego, Louie vino hacia aquí y pensaba esconder el oro hasta el momento del reparto. Shepard sospechaba de él y me había puesto ya sobre aviso; pero no llegó a tiempo de salvarse y poder disfrutar conmigo del triunfo que al fin hemos logrado.
Todos aplaudieron rabiosamente al hombre que en pocos minutos se había convertido en el ídolo de Los Ángeles. Se pidió una estatua en bronce para el mejor jefe de policía de toda la nación. Se le propuso como futuro gobernador del Estado, se inició una suscripción pública, y todos, unos tras otros, se asomaron a ver las máquinas agrícolas repletas de oro.
—Me parece que la función ya ha terminado —dijo César de Echagüe—. Por ahí vienen Guadalupe y Serena.
—Creo que debemos ir a celebrar el día de hoy con una buena comida, Ricardo.
—Tengo un arroz de pescado que es una delicia. Y un pollo jugoso y tierno…
—Pues allí iremos.
Cuando el grupo se cruzó con Earl Grigor y Juana de Abizanda, César se detuvo.
—¿Qué hay, amiguitos? —preguntó—. Acabo de saber que aquel mozalbete irascible es una deliciosa damita.
—Que es ya una señora —dijo Yesares—. Yo fui el primer sorprendido.
—Y parecen felices —rió Serena.
—Lo somos —declaró Grigor—. ¡Cuando pienso que por poco nos tiroteamos la primera vez que nos vimos!
—Eso la señorita —repuso Yesares—. Usted pensaba zurrarla. Si lo llega a hacer…
—Le mato —rió Juana—. Y luego hubiera llorado por él toda mi vida, pues desde el primer momento en que le vi me enamoré de él.
—Yo no me di cuenta —rió Grigor.
—No; pero
El Coyote
sí que lo vio en seguida —dijo Juana.
—¿Quién? —gritó César.
—
El Coyote
—rió Grigor—. Usted no cree en él; pero nosotros le hemos visto y hemos estado con él. Y gracias a su ayuda nos hemos casado, don César. Y yo hasta le vi en esta posada.
—¡No! —Protestó Yesares—. No ponga mala fama a mi establecimiento.
—No tema. Yo no lo repetiré a nadie más; pero es que don César casi me dijo que no creía en
El Coyote
y habló tan mal de él…
—Y seguiré hablando siempre mal de un hombre que ha unido a la mujer más hermosa del mundo con el hombre más feo del universo. Usted merecía algo mejor, señorita de Abizanda.
—No —sonrió Juana—. Él era quien se merecía mucho más.
—Entremos —interrumpió Yesares—. Tanta dulzura me va a estropear los guisos. El arroz debe de estar a punto.
—Sí, entremos, no sea que
El Coyote
se lo coma todo —rió César.
En la plaza Teodomiro Mateos explicaba por centésima vez su hazaña al terminar con la banda que asolaba la población de Los Ángeles.
Pero la banda aún no estaba destruida; en aquel mismo instante comenzaba a planear el desquite de la derrota sufrida. Hacia el Oeste había partido la consigna:
¡HAY QUE TERMINAR CON
EL COYOTE
!
FIN
JOSÉ MALLORQUÍ FIGUEROLA, Barcelona, 12 de febrero de 1913 – 7 de noviembre de 1972, escritor español de literatura popular y guionista, padre del también escritor César Mallorquí. El padre del futuro novelista abandonó a su madre, Eulalia Mallorquí Figuerola, poco antes de nacer. El niño fue criado por su abuela Ramona, después pasó a un internado de los Salesianos. Esta niñez le produjo su carácter tímido y soñador. Fue mal estudiante y a los 14 años abandonó el colegio y comenzó a buscarse la vida trabajando. Fue un gran lector de todo cuanto caía en sus manos. A los 18 años una herencia cuantiosa de su madre fallecida le proporcionó un periodo de bienestar y lujo y una vida diletante, practicando toda clase de deportes. En 1933, comienza a trabajar para la Editorial Molino. Aparte de dominar el francés, aprendió con un amigo inglés, lo que le permitió traducir y leer en ambas lenguas en idioma original. Mallorquí se anima a escribir aventuras como las que traduce y publica en «La Novela Deportiva», de Molino (que se publicó en Argentina a partir de 1937), larguísima colección íntegramente escrita por Mallorquí y que constó de 44 novelas, más otras doce en su segunda época, ya en España.