—¿Puede decirme, don Ricardo, a qué piensa dedicarse?
—Desde luego, aunque tal vez no le parezcan mis proyectos los más propios de un caballero… Pienso abrir en Los Ángeles un local destinado a la preparación de comidas. Una especie de posada o parador, donde se alquilarán habitaciones y se servirán bebidas, comidas y refrigerios. En suma: un hotel como los mejores de Méjico.
—Me parece una buena idea —asintió César—. Nosotros, los californianos, hemos pecado siempre de poco prácticos. Me parece muy bien que uno de nosotros desmienta la fama de que disfrutarnos. Le anticipo que entre sus mejores clientes me contaré yo.
Todos los presentes prometieron acudir a disfrutar de las maravillas culinarias del nuevo mesón y brindaron por su éxito. En aquel momento se oyó una voz infantil en el vestíbulo. Julián, volviéndose hacia don César, anunció:
—Creo que acaba de llegar su hijo.
—Hazle pasar, Julián —dijo César—. Así le conocerá don Ricardo.
Mientras Julián marchaba a cumplir el encargo de su amo, César declaró, dirigiéndose a los otros:
—Tal vez me ciegue el amor paternal; pero casi estoy por asegurar que en el mundo no existe chiquillo más listo que mi hijo.
Todos sonrieron. Y los que eran felices padres de otros chiquillos, pensaron que el muchacho más listo del mundo no era precisamente el pequeño César, sino el suyo propio.
El pequeño César de Echagüe era, a los ocho años de edad, un chiquillo lleno de vida y de encanto. En masculino era el vivo retrato de su madre, y a sus perfecciones físicas agregaba una simpatía arrebatadora. En cuanto entró en la sala corrió a los brazos de su padre, que lo levantó en alto y lo besó amorosamente; luego, dejándolo de nuevo en tierra, le dijo:
—Saluda a estos caballeros.
—Buenas noches, caballeros —saludó, muy serio, el niño—. Tengo un gran placer en verles aquí. ¿Han pasado una tarde agradable?
Todos le aseguraron, sonriendo, que la tarde había sido agradabilísima. El niño les dio las gracias y, mirando a Yesares, preguntó:
—Oye, papá, ¿quién es este señor? No le conozco.
—Es un viejo amigo nuestro. Su papá y tu abuelito eran íntimos amigos.
El pequeño César tendió la mano a Ricardo y aseguró:
—Los amigos de mi familia son mis amigos. Si alguna vez puedo ayudarle en algo…
—No vacilaré en acudir a ti —rió Ricardo—. Por cierto que unos terribles bandidos me asaltaron y robaron. Quizá tú puedas detenerlos.
—¡Ya lo creo! —aseguró el chiquillo—. Tengo un revólver de seis tiros y disparo muy bien con él… ¿Dónde están?
—Muy lejos —replicó Ricardo—. Cuando vaya a matarlos te avisaré.
—No deje de hacerlo —dijo, con delicioso desparpajo, el chiquillo—. Si se va usted solo me disgustaré mucho.
—¿De dónde vienes, pequeño? —preguntó César a su hijo—. Hoy, al preguntar por ti, me han dicho que estabas de paseo. ¿Con quién has salido?
—Tenía que salir con tita Lupe; pero me dijo que por tu culpa no podría acompañarme.
—¿Por mi culpa? —preguntó, extrañado, César—. ¿Y qué he hecho yo para que Lupita no te acompañara?
—Tener invitados —replicó el niño—. Lupe ha tenido que trabajar mucho y no ha podido salir conmigo.
—¿De veras, Julián? —preguntó el hacendado.
—Sí, don César, pero la culpa no fue de usted. Ya sabe que mi hija no se fía nunca de las sirvientas, y siempre teme que algo salga mal. Ha querido revisarlo todo a fin de que no fallase nada.
—Y lo ha conseguido —afirmó César—. Nunca creí que la recepción se pudiera celebrar tan perfectamente. Tienes una hija que vale un tesoro. No comprendo como no te la han robado ya. ¿Es que en Los Ángeles no hay hombres con sentido común?
Guadalupe Martínez, que había entrado en el salón a tiempo de oír las palabras de su amo, vaciló un momento y la sangre se agolpó en sus mejillas. En seguida se dominó. Preguntándose cómo era posible que un hombre fuese tan ciego que no comprendiera por qué no podía ella aceptar a ninguno de los muchos que acudían atraídos por su belleza, acercóse al grupo y declaró, con la máscara de una sonrisa.
—Se me ha contagiado el orgullo de esta casa, don César. Muchas gracias por sus inmerecidos elogios a mi pobre actuación.
—Guadalupe, eres demasiado modesta. Sin ti, esta casa iría de cabeza, aunque tu padre opine lo contrario.
Inclinándose hacia su hijo, César agregó:
—Aún no me has dicho quién te ha acompañado en tu paseo.
—Serena, papá. Me enseña a portarme como un caballero. Dice que no debo hurgarme las narices ni limpiarme las orejas con el pañuelo…
—No sé quien es esa Serena; pero lo que dice está muy bien dicho… ¿Qué más te enseña?
—A montar bien a caballo —explicó Guadalupe—. Papá le enseña a montar como un vaquero; pero Serena dice que el heredero de los Echagüe debe montar como un caballero y no como un peón.
—Veo que esa Serena es una maravilla; pero ¿quién es? ¿No tiene apellidos?
—Sí —respondió Julián—. Es Serena Morales.
—¡Ah! ¿Los del rancho Morales?
César advirtió en aquel momento que los que estaban a su alrededor cambiaban nerviosas miradas. Un instante después, con distintos pretextos, todos se marcharon. Sólo Ricardo Yesares quedó junto a César, Julián y Guadalupe.
—¿Qué les ha ocurrido? —preguntó César—. ¿Por qué se van tan deprisa?
Guadalupe fue a decir algo, pero se contuvo, aunque no antes de que César advirtiera su vacilación.
—¿Qué ibas a decir, Lupita? —preguntó—. ¿Es que sucede algo malo?
—La gente ha sido muy mala con Serena —dijo el pequeño César—; pero ella no tiene la culpa de nada, ¿verdad, Lupe?
—No, hijito; ella no tiene ninguna culpa.
—¿Se puede saber de una vez qué le sucede a esa Serena? —insistió César.
—Ella deseaba hablar con usted, don César —dijo Guadalupe—. Sin embargo, no se atreve a entrar.
—Julián, dile que yo lo mando —dijo César—. Quiero saber qué misterio se esconde detrás de todo esto.
Julián marchó a cumplir el encargo de su amo, y como entre tanto se habían retirado ya todos los invitados, el salón estaba casi vacío.
El pequeño César corrió con Julián y regresó tirando de la mano de una muchacha de unos veintidós años, vestida con sencillez, pero también con distinción. César la examinó mientras avanzaba hacia él y se dijo que Serena Morales había confirmado, al hacerse mujer, los pronósticos que respecto a su futura belleza hacían todos cuantos la conocieron de niña. De estatura mediana, perfectamente proporcionada, tenía el cabello negrísimo, como lo tuvieron todos sus parientes por parte paterna. En cambio, los ojos eran de un azul celeste, herencia de su madre, hija de un capitán noruego, que había embarrancado con su barco y su vida frente a Punta Fermín. Su belleza era una mezcla de serenidad y apasionamiento, combinación perfecta de las dos sangres que corrían por sus venas.
—Buenas noches, don César —saludó tímidamente.
César le besó la mano y pidió que se sentara cerca de él.
—Creo que todos nos conocemos —dijo luego. Y recordando a Yesares, rectificó—. Todos, no. Serena, te presento a don Ricardo Yesares. Señor Yesares, le presento a Serena Morales. De niña era la más linda de California. Y de mayor conserva todo cuanto le dio fama de niña.
Serena agradeció con una triste sonrisa las palabras de César y dejóse caer luego en uno de los sillones que habían quedado vacantes. Julián se retiró, pero Guadalupe quedó junto a Serena, sentándose a su lado y tomando una de sus manos, como si quisiera animarla.
—¿Qué ocurre, Serena? —preguntó César—. Veo que a tus ojos les falta aquella risa que tenían cuando eras una chiquilla y me buscabas para que jugase contigo.
La joven vaciló unos segundos, y por último, con el dolor reflejado en los claros espejos de sus pupilas, contestó sencillamente.
—Papá está en la cárcel.
César de Echagüe no acusó ninguna emoción. Inclinándose hacia Serena, le pidió:
—Cuéntame lo ocurrido. Tu padre estaba considerado por todos como un hombre decente.
Al oír las palabras de César de Echagüe, Serena irguió la cabeza.
—Siempre lo ha sido, don César; pero alguien le engañó, le hizo creer que podía cometer una falsificación sin correr riesgo alguno y…
—Empieza por el principio —pidió César—. Cuéntame todo lo ocurrido.
Serena inclinó la cabeza, y con voz lenta empezó:
—Cuando se revisaron los títulos de propiedad de las fincas californianas, mi padre obtuvo una sentencia suspendida en espera de que consiguiese los documentos que debían probar su legítimo derecho al rancho. El señor Greene intervino en su favor y prometió realizar en La Habana o en Sevilla las gestiones necesarias para lograr los títulos de propiedad otorgados por el rey Carlos III a nuestra familia. Antes de marcharse de Los Ángeles, el señor Greene aseguró a mi padre que ya no se volvería a remover el asunto de las propiedades.
—¿Y no le envió los títulos de propiedad? —preguntó César.
—No, don César. Sin duda no lo creyó necesario.
—Continúa. ¿Qué más ocurrió?
—Pasaron unos años y alguien advirtió a mi padre que se estaba a punto de desenterrar lo de las propiedades y que se revisarían las causas pendientes de sentencia definitiva.
—¿Quién se lo dijo?
—No sé. No me lo ha querido decir. Aquella noche fueron unos hombres al rancho y estuvieron hablando varias horas con mi padre. No quiso decirme de qué se había tratado en la reunión; pero unos días después me dijo, muy contento, que todo estaba solucionado y que ya nadie nos podría quitar el rancho.
—¿Cómo fue eso?
—Demasiado pronto lo supe. Una semana más tarde, la policía detuvo a mi padre y se incautó del rancho. Entonces supe, por la acusación y por lo que me confesó mi padre, que lo de la revisión de sentencias era falso, y que a él le habían asustado con aquella amenaza, instándole a que se valiera de cierto falsificador muy diestro para extender en pergamino antiguo y con todas las apariencias de realidad, un documento de donación de bienes. Le dijeron que con aquel documento nadie podría discutirle el derecho a sus tierras, pues para todo el mundo parecería un documento legal. Mi padre pagó dos mil dólares por aquel documento y lo presentó en el Registro de Propiedades para confirmar sus derechos. Allí lo aceptaron, pero al inscribirlo se dieron cuenta de que la cesión no sólo incluía las tierras del rancho Morales, sino una buena parte de las lindantes a ambos lados. Si se hubiese tratado sólo de confirmar los derechos que ya nadie le discutía a mi padre, todo habría ido bien; pero al hacer la inscripción se dieron cuenta de que a mi padre le correspondían unas tierras cuya legal pertenencia a nuestros vecinos jamás se había discutido. Alarmados, los del registro examinaron más atentamente el documento, y al fin, se dieron cuenta de que estaba falsificado. Entonces se dictó contra mi padre orden de detención, acusándole de haber pretendido apoderarse de unas tierras que no eran suyas. Todas las pruebas estaban contra él. No se ha podido hacer de ninguna manera nada en su favor. Dicen que la ley habla muy claro sobre esos puntos.
—¿No has acudido a ningún abogado? —preguntó César.
—Sí. Charles Turner.
—No le conozco.
—Llegó hace poco. Es un hombre muy inteligente; pero no confía mucho en poder salvar a mi padre. Lo mismo dice el señor Shepard.
—¿Howell Shepard? —preguntó César.
—Sí. El notario. Es muy amigo de papá; pero opina que se ha metido en un lío muy grave.
—Lo mismo creo yo —declaró César, disimulando un bostezo—. Hay leyes que no se pueden infringir. Tu padre hizo muy mal y no sé si podremos ayudarle.
Serena se puso en pie, muy pálida.
—¿Qué insinúa usted, don César?
—No he insinuado nada.
—Lo leo en sus ojos. ¿Cree que mi padre hizo extender el documento para apoderarse de unas tierras que no eran suyas?
—No digo que crea eso; pero sería una cosa muy lógica el creerlo, ¿no?
—Veo que no puedo esperar nada de usted, don César —dijo Serena, altivamente.
—Serena —replicó César—. Te prometo que haré lo posible por ayudar a tu padre a salir del mal paso en que está metido; pero antes me gustaría saber si se metió inocentemente o si lo hizo pensando en ganar más de lo que le correspondía. El hecho real es que cometió una falsificación y que, por tanto, merece parte de lo que le está sucediendo.
—Comprendo que no debí haber venido a molestarle, don César.
César se puso en pie y declaró:
—Eso, no, pequeña; has hecho bien. Escribiré a mi cuñado y algo hará por ti.
—¿Y por mi padre? —inquirió Serena levantándose.
—A tu padre, Serena, le irá muy bien pasar una temporada en la cárcel. Así aprenderá a no faltar estúpidamente a la ley.
Dirigiéndose cariñosamente a su hijo, César agregó:
—Vamos, pequeño. Esta noche celebramos una fiesta en honor de nuestros; amigos y tenemos que prepararnos.
El pequeño César miró fijamente a su, padre y preguntó:
—¿Por qué le has dicho tantas cosas feas a Serena?
—Porque lo peor que puede ser un hombre es tonto. Recuérdalo bien. No importa que sea un poco canalla si se sabe serlo con listeza; pero cuando se es canalla torpe, entonces el peso de la ley sobre él es poco para castigarle como se merece.
Serena, pálida y temblorosa, tuyo que volver a sentarse. Junto a ella, Ricardo Yesares trató de consolarla.
—Quizá don César pueda hacer algo —dijo.
—¡Don César! —Los ojos de Serena centellearon—. ¡No quiero saber nada más de él! Es el mayor canalla que he conocido.
—Debo decir que los he visto peores que él, señorita. Sin embargo, admito que en su caso no ha sido muy piadoso. Tengo confianza en Dios.
—Sólo en él confío ya —murmuró Serena.
Y saludando con un movimiento de cabeza a Yesares, salió del salón. Un momento después lo hacía de la casa.
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Ricardo Yesares quedó sin saber qué hacer ni qué decir ni qué partido tomar. Le habían dejado solo en aquella estancia y estaba ya pensando en hacer sonar la campanilla de plata de encima de una de las mesitas, cuando César de Echagüe entró de nuevo en el salón. Su aspecto había variado por completo, desapareciendo todo rastro de languidez e indiferencia.