En cuanto saltó de la diligencia corrió a abrazar a Minnie Macpherson, la propietaria de una casa ante la cual no pasaba ninguna mujer decente y a la que, en cambio, acudían, sin distinción, casi todos los hombres de Los Ángeles. Antes de marchar con Minnie, la recién llegada dirigió un invitador guiño a los viajeros del sexo contrario. Los dos comerciantes de los sombreros de copa replicaron con una sonrisa que descubrió sus nicotinizados dientes, en tanto que alisaban los engomados bigotes. El tercer viajero masculino, al que todavía no hemos descrito, el guiño pareció ofenderle y volvió altivamente la cabeza.
La amiga de Minnie supuso que la madre del muchacho estaría por allí y, por eso, él adoptaba aquella actitud.
—Es lindísimo —le dijo al oído a Minnie.
Ésta volvió la cabeza para mirar al que su amiga se refería, y en seguida asintió con la cabeza. El tercer viajero era un muchacho que representaba unos dieciséis o diecisiete años, vestido con una amplia levita gris perla, pantalones del mismo color, chaleco floreado y sombrero derby. En Saratoga o en cualquier otro lugar donde las carreras de caballos privasen, se le hubiera tomado por el propietario de una importante cuadra, ya que, además, la corbata de plastrón que lucía iba adornada con una aguja que representaba una herradura llena de brillantitos. Por debajo del chaleco asomaba la marfileña culata de un pequeño revólver «Remington» de seis tiros, calibre treinta y dos y de cartuchos de espiga. El arma si, como tal, estaba en pleno desacuerdo con el muchacho, por su tamaño hacía pensar en que había sido elegida concienzudamente, ya que era muy corriente que los muchachos, al armarse, procuraran hacerlo con armas espectaculares o impropias por su peso y tamaño de las débiles manos a que iban destinadas. Por lo tanto, el recién llegado usaba el revólver más adecuado para él aunque, como advirtieron todos, el usar revólver no parecía lo más indicado para un mozalbete semejante.
Después de posarse en el arma, las miradas de los curiosos detuviéronse asombradas, en los pequeños y finos botines con que calzaba sus pies y en la maletita que había dejado en el suelo y junto a la cual estaba. Algunos sonrieron y diéronse con el codo para indicar aquellas extrañas cosas que lucía el joven viajero.
Éste, después de dirigir una viva mirada a su alrededor, recogió la maleta y marchó hacia la posada del Rey Don Carlos.
Ricardo Yesares le vio entrar y advirtió en seguida la decisión de su caminar y la agresividad de su barbilla levemente echada hacia delante. El dueño de la posada se dijo que el viajero debía de sostener una continua y vigorosa lucha con su innata timidez a fin de imponerse a los que trataban de aprovecharse de su debilidad.
—Buenos días —saludó al llegar al mostrador tras el cual Yesares estaba ordenando sus cuentas—. Quiero una habitación.
—¿Viene usted solo? —preguntó Yesares.
Un relámpago de ira cruzó por los oscuros ojos del joven.
—¿Es que cree que no puedo ir solo por el mundo? —preguntó, belicosamente.
—Mi oficio me prohíbe creer nada de mis clientes —replicó Yesares—. Se lo he preguntado para poderle decir, si va acompañado, que todas las habitaciones de que dispongo tienen, actualmente, dos camas.
—Vengo solo y me gustaría una habitación con una sola cama.
—Perfectamente —replicó Yesares—. Le haré preparar una habitación. Supongo que deseará pensión completa.
—Claro —replicó el joven—. ¿Qué novedades tenemos en Los Ángeles?
La desenvoltura que mostraba el viajero tenía más de rebuscada que de natural.
—Creo que hacia el norte se sigue encontrando oro —contestó Yesares.
—No me importa lo del norte, sino lo que sucede en Los Ángeles, ¿Qué noticias hay?
Yesares indicó por encima del hombro un tablero en el que estaba clavada una hoja del
Clarín de Los Ángeles
donde se daban todas las noticias locales. Al lado estaba otro ejemplar que formaba el reverso y en el cual se daban las noticias del extranjero.
—Lo más importante es lo relativo a la sentencia recaída hace cuatro días sobre dos delincuentes.
—¿Los ahorcarán? —preguntó con mal disimulada ansiedad el viajero.
—La sentencia fue de muerte —replicó Yesares, cuyos ojos escrutaban el rostro del joven.
—¿Cuándo… cuándo se ejecutará? —preguntó con leve temblor en la voz el recién llegado.
—Del quince al veinte de septiembre.
El viajero inclinó la cabeza y al cabo de unos instantes Yesares le preguntó:
—¿Tiene inconveniente en firmar en el registro de la posada?
Al mismo tiempo empujó hacia él un grueso libro encuadernado en cuero y una pluma de ave metida en un tintero de plomo.
Durante un momento, vaciló el joven; pero al fin, tomando la pluma, escribió en la casilla que le indicaba Yesares: «Jean Shepard-Monterrey»
Y sin esperar una posible pregunta por parte de Yesares, declaró, con desafiador acento:
—Sí, soy pariente de Howell Shepard.
—Me lo figuré —replicó Yesares—. Se parece usted mucho a él. Con su permiso iré a ver cómo está la habitación. Si entretanto quiere tomar algo…
—No, gracias. Le esperaré aquí.
Yesares salió de detrás del mostrador, y, yendo hacia el interior de la casa, ordenó que se preparase la habitación número quince; luego, recogiendo su sombrero, salió por una puerta trasera y, casi corriendo, dirigióse hacia la calle donde desembocaba la carretera que conducía al rancho de San Antonio. Sabía que aquélla era la hora en que todos los días César de Echagüe llegaba a Los Ángeles.
En efecto, apenas llegó vio aparecer al estanciero que llegaba en su carricoche, tirado por dos mansos caballos.
—Buenos días, mi querido posadero —saludó César—. ¿Qué hace usted por aquí?
—Iba a comprar unos patos a Ramírez —replicó Yesares—; pero creo que tendré que dejarlo, pues no está en casa y tendría que aguardar mucho.
—Creo que en el rancho tenemos patos de sobra —replicó Echagüe—, y como son unos bichos que me molestan mucho estoy dispuesto a cedérselos a cualquier precio. Suba a mi coche e iremos concretando la operación.
Los testigos de la escena se retiraron convencidos de que la conversación entre el hacendado y el posadero carecía por completo de importancia. Claro que no podía esperarse una conversación muy amena entre un posadero y un hombre como don César.
—¿Qué ocurre? —preguntó, sonriendo, César, cuando el carricoche se puso en marcha.
—Acaba de llegar al hotel un muchacho que se llama Jean Shepard —replicó Yesares, procurando adoptar una expresión de indiferencia.
—¿Pariente de Shepard? —preguntó Echagüe.
—Hijo o hermano.
—Shepard es soltero.
—Entonces debe de ser su hermano —dijo Yesares.
—¿A qué viene?
—No lo sé; pero se interesa por la suerte de los condenados. Cuando le dije que serían ejecutados entre el quince y el veinte se inmutó mucho.
—No dejes de observarle, Ricardo. ¿Piensa instalarse en tu posada?
—Sí.
—Cuida, de que el cuarto que se le dé pueda ser vigilado desde cerca.
—Ya lo he hecho. Ahora debo volver allí, pues le he dejado solo, dándole una excusa cualquiera.
César hizo restallar el látigo sobre las cabezas de los dos caballos y un momento después dejaba a Yesares ante la puerta trasera de la posada del Rey Don Carlos.
EarI Grigor detuvo su caballo ante la posada y, ágilmente, desmontó, atando el animal al poste destinado a aquel objeto, dirigió luego una rápida mirada a su alrededor y, aparentemente satisfecho, se dispuso a entrar en el establecimiento.
En cualquier lugar del mundo EarI Grigor hubiese resultado un hombre notable; pero mucho más en Los Ángeles, donde su tipo era poco familiar. Lo habría resultado mucho más en cualquier población minera o en las que fueron haciendo a lo largo de la vía del Union Pacific. Vestía una negra levita de amplios faldones, chaleco negro, de seda, pantalones oscuros a rayas grises, botas altas, muy brillantes, y se cubría con un sombrero blanco, de alas anchas y copa aplastada. Dos largos y pesados Colts del 45 asomaban hacia adelante sus ganchudas culatas de nacaradas cachas. En aquellas culatas se veían cinco muescas que podían significar otros tantos hombres muertos con ellas o un vano alarde. Sin embargo, viendo el juvenil pero enérgico rostro del jinete desaparecía la sospecha de vanidad, pues se le advertía capaz de haber matado a cinco o más hombres.
Entre el blanco Stetson y la negra chalina aparecía un rostro alargado, de ojos acerados, nariz aguda, barbilla cuadrada y firme, boca enérgica sin ningún síntoma de debilidad de carácter. Por debajo del sombrero asomaba una cabellera abundante y ligeramente rizada cortada en melena por debajo de la nuca.
La estatura de Grigor pasaba del metro setenta y cinco, aunque la delgadez de su cuerpo le hacía parecer más alto.
Moviéndose con rápidas zancadas, EarI penetró en la posada y fue hacia lo que parecía despacho de recepción, al otro lado del cual un joven estaba ocupado en leer un periódico clavado en el tablero.
EarI acodóse en el mostrador y durante unos segundos esperó a que el empleado se volviera. Entretanto se dedicó a irlo estudiando. Indudablemente, Los Ángeles se estaba civilizando a pasos de gigante, ya que la nueva posada tenía empleados que vestían con la elegancia de los lechuguinos de Nueva York o de Boston.
Pasaron dos minutos y, como el empleado no pareciera dispuesto a atender al recién llegado cliente, EarI Grigor pegó un violento puñetazo sobre el mostrador, haciendo saltar el tintero y el libro que estaban sobre él.
También dio un sobresaltado brinco el jovenzuelo del otro lado, quien, abandonando la lectura del periódico, volvióse con cara de espanto hacia Grigor.
Éste vio ante él a un joven de unos diecisiete años, que le miraba con los ojos muy abiertos.
—¿Qué… qué pasa? —tartamudeó el muchacho.
—¡Que me he hartado de esperar! —Gritó Earl—. ¿Es que en este hotel no se sabe atender a los clientes? Quiero habitación, un baño, pan blanco, diez pollos y diez platos de tocino frito y judías.
Jean Shepard le miró como si no comprendiese y Grigor, malhumorado, agregó:
—¿Qué te pasa, cara de niña? ¿Es que te has vuelto tonto?
—Oiga usted, imbécil —replicó Jean Shepard—. Guárdese sus gracias en el bolsillo y lárguese de aquí.
La mano derecha de Grigor se cerró en tomo de la muñeca del joven.
—¿A quién has llamado imbécil, mequetrefe? ¿Quieres que te haga tragar este libro?
—A usted, pedazo de buey —replicó vivamente el joven, y agarrando con veloz movimiento el tintero de plomo lo lanzó al rostro de Grigor, que sólo saltando a un lado pudo evitar el pesado proyectil, aunque no las salpicaduras de la tinta, que le mancharon la camisa y la levita.
—¡Qué salvaje! —Rugió, desconcertado por la violencia de la réplica del muchacho—. Te enseñaré…
No terminó, porque en aquel momento encontróse ante el revólver que empuñaba Jean Shepard y con el cual le estaba apuntando con una firmeza impropia de un muchacho tan joven.
—¿Es esta manera de recibir a los forasteros? —Gruñó Grigor—. Un caballero merece mejores atenciones…
—Usted no es un caballero —replicó Jean Shepard—. Si lo fuese no se portaría tan groseramente.
Mientras hablaba, el muchacho había salido de detrás del mostrador y avanzaba hacia Grigor, empuñando siempre con igual firmeza el Remington del treinta y dos.
Grigor le observaba atentamente y, de súbito, con veloz ademán, descargó un manotazo contra el revólver y lo envió al otro extremo de la sala.
Shepard lanzó un chillido de espanto y, antes de que pudiera reponerse de su asombro, Grigor le agarró de un brazo y le derribó de bruces sobre una mesa, al mismo tiempo que levantaba la mano derecha para descargarla sobre la parte posterior más carnosa de Jean Shepard. Una voz de hombre le contuvo antes de que descargara el primer golpe.
—¿Qué va usted a hacer? —preguntó Ricardo Yesares, entrando en la sala.
Grigor le miró por encima del hombro, sin abandonar la presión que ejercía sobre la espalda de Jean Shepard y, a su vez, preguntó:
—¿Quién es usted?
—El dueño de esta posada. ¿Y usted?
—¿Es usted el propietario de esto? Me alegro. Debo comunicarle que voy a dar una lección de urbanidad a su empleado, que por cierto chilla como una gallina asustada.
Grigor levantó de nuevo la mano derecha; pero nuevamente le contuvo Yesares, apresurándose a advertir:
—Caballero, ese joven no es mi empleado, sino un viajero que ha llegado en la diligencia…
—¡Eh!
La sorpresa hizo que Grigor soltase a Jean Shepard, y éste, incorporándose velozmente, revolvióse contra el que le había humillado y, sin entretenerse lo más mínimo, le descargó un violento puntapié en la espinilla.
Earl Grigor lanzó un grito, pues el golpe había sido muy doloroso y cogiéndose la pierna izquierda comenzó a dar saltos sobre el pie derecho, mientras lanzaba unas cuantas imprecaciones intranscribibles.
—Esto le enseñará a no ser tan salvaje —jadeó el joven—. ¡Bestia!
—¡Oooooh! ¡Cómo duele!
—¡Ojalá le hubiese destrozado la espinilla, salvaje! —seguía gritando, enfurecido, el muchacho, mientras su mirada buscaba el revólver que Grigor le arrancara de la mano.
—Hagan las paces, caballeros —pidió Yesares, conteniendo a duras penas la risa ante el cómico aspecto de Grigor, que parecía un saltamontes cojo.
—Yo no hago ninguna paz con ese cafre —replicó Jean Shepard, que al fin había encontrado su revólver y parecía luchar contra el deseo de disparar contra la pierna sana de Grigor.
Éste dejóse caer, al fin, en uno de los sillones qué se encontraban en el vestíbulo y, al mismo tiempo, el muchacho decidió enfundar el Remington.
—Perdóneme, señor —dijo Grigor, dirigiéndose al muchacho—. Le aseguro que, sin deseo de ofenderle, le confundí con un empleado. Acabo de llegar a Los Ángeles y desconozco las costumbres locales. Le vi detrás del mostrador y supuse que era usted un empleado. Y como usted me respondió de aquella manera…
—Le respondí como se merecía —replicó el joven, empezando a sonreír.
—Tal vez tenga razón; pero lo lógico es suponer que el hombre que se encuentra detrás de un mostrador sea un empleado —dijo Grigor—. ¿Me perdona?