El otro Coyote / Victoria secreta (15 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: El otro Coyote / Victoria secreta
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—Claro —replicó Jean Shepard tendiendo la mano a Grigor, que la estrechó con tal firmeza que casi hizo soltar un grito a Shepard.

Por un instante pareció que el joven iba a echar nuevamente mano a su revólver, pero la contagiosa sonrisa de Grigor le desarmó.

—Estamos en paz —sonrió a su vez Shepard—. Yo le he destrozado la espinilla y usted me ha inmovilizado la mano.

—¿No hay rencor? —preguntó Grigor.

—No, no lo hay; pero si se atreve usted a repetir lo que ha hecho con mi mano, le juro que le suelto un tiro.

—Hagan las paces —dijo Yesares—. Y les aseguro que para sellar una paz no hay en el mundo nada mejor que una botella de buen vino español legítimo. Puedo poner una de jerez a su disposición.

—¿Y una mesa? —preguntó Grigor.

—También una mesa —sonrió Yesares—, aunque dentro de unas horas no será tan fácil conseguir eso.

—Pues entonces dispónganos una mesa, esa veterana botella que acaso fue llenada para el propio rey don Carlos III, y alguna cosita que comer al mismo tiempo.

—Les recomiendo unos mariscos.

—Vengan, pues, los mariscos.

—¿Y los pollos y platos de fríjoles? —preguntó Jean Shepard.

Grigor echóse a reír.

—Es verdad —replicó—. Me olvidaba de algo tan importante. Señor posadero, quiero que me haga asar diez pollos y que me los sirva junto con diez platos de judías hervidas y tocino frito.

Yesares abrió mucho los ojos.

—¿Pollos con judías y tocino frito? —preguntó—. En mi vida había escuchado semejante cosa. Temo que tendrá que ir usted a comer a un reservado, pues ninguno de mis clientes podría soportar la visión de semejante mezcla.

—No es eso —rió Grigor—. Es que durante muchas semanas me he alimentado exclusivamente de judías y tocino frito, y quiero que ahora, las judías me vean comer las mejores tajadas de esos pollos. Estoy hasta la coronilla de ellas.

—Buenos días, don Ricardo —saludó en aquel momento don César de Echagüe, entrando en la posada.

—Buenos días, don César. Hoy se ha retrasado un poco…

—Es cierto. Y en verdad que traigo apetito y sed. Hoy vengo dispuesto a terminar con aquella última botella de jerez que me dijo me reservaba. ¡Y por Dios que le he de desollar vivo como la haya vendido a otro!

Yesares estuvo a punto de expresar su disconformidad con las palabras de César de Echagüe; pero comprendió a tiempo las intenciones del hacendado.

—Es que… —empezó—. Es que ha ocurrido…

—¿Vendió la botella? —bramó César de Echagüe.

—No; pero…, es que casi la he vendido…

—¿Y para eso la dejé que envejeciera en su bodega? Le juro que he de hacerle desollar vivo, don Ricardo.

—Señor Echagüe, le juro que me olvidé por completo de que usted deseaba la botella —casi gimió Yesares—. Precisamente acabo de prometerla a estos caballeros.

Grigor tenía desde hacía unos segundos la mirada fija en César de Echagüe y su expresión era de increíble alegría.

—Si ha sido prometida ha sido vendida —replicó César. Y volviéndose hacia Grigor y Shepard—: Les ruego me perdonen, caballeros. Les deseo que el vino les sea grato. Les aseguro que es digno de un emperador.

—Un momento, don César —pidió Grigor—. Tengo entendido que la mejor manera de dividir una botella es entre tres. Para dos es mucho vino, para cuatro ya es demasiado poco. En cambio, una botella bebida entre tres da la suficiente alegría, no perjudica y conserva el buen humor hasta mucho después de haber sido apurada. En otras palabras, don César, ¿quiere usted concedernos el honor de compartir con nosotros ese néctar de emperadores?

—Al cual agregaré yo unos langostinos con salsa de Mahón, que estoy seguro les ayudarán a beberlo —dijo Yesares—. Caballeros, les presento a don César de Echagüe, uno de nuestros primeros hacendados. Don César, le presento al señor Jean Shepard, de Monterrey, y…

Yesares miró interrogadoramente a Grigor, cuyo nombre ignoraba. El viajero se apresuró a presentarse:

—Earl Grigor, don César. De Washington.

—Viene usted de muy lejos —comentó César.

—De la capital de la nación. Sí, está un poco lejos. Alguien me dio un encargo para usted, don César.

—¿Mi hermana, acaso?

—Sí. Me pidió que fuese a visitarle en cuanto llegara. Pero la casualidad nos ha hecho encontramos ahora.

—Afortunada casualidad —sonrió César, mirando curiosamente a Grigor.

El aspecto del hombre le gustaba. Estaba seguro de que había nobleza en él y, sin embargo, estaba también seguro de que en algo Earl Grigor mentía. ¿En qué?

Yesares guió a los tres hombres hasta el patio, donde en pocos momentos fue dispuesta una mesa en torno a la cual, a una botella de seco jerez y a una fuente de langostinos, se sentaron Grigor, Echagüe y Shepard.

Durante unos minutos todos comieron y bebieron, sin cambiar más que breves alusiones a la excelencia del conjunto; pero luego, cuando se terminaron los langostinos y en las copas quedó sólo el resto del jerez, la conversación se desvió por otros derroteros.

—¿Qué parentesco le une a Howell Shepard? —preguntó Echagüe, dirigiéndose a Jean.

—¿Cómo sabe…? —preguntó el joven.

—Por el parecido que existe entre ustedes y por la similitud de apellidos —contestó César—. Y también por haber venido usted a Los Ángeles.

Grigor miró interrogadoramente a sus compañeros; pero ninguno de los dos hizo intención de responder a su muda pregunta. Al cabo de unos instantes, Jean Shepard contestó:

—Soy su hermano.

—Se parece usted mucho a él, aunque existen en usted rasgos totalmente opuestos.

—Yo soy hijo de la segunda esposa de mi padre —replicó, haciendo un visible esfuerzo, Jean Shepard.

—Comprendo —sonrió César—. ¿Ha venido usted a verle?

—Sí. Quisiera hacer algo por él.

—Dudo mucho que consiga nada.

—No puedo creer que sea cierto lo que dicen de él.

—Sin embargo, señor Shepard, el tribunal lo reconoció culpable, aunque yo le creo inocente en parte de las acusaciones que se presentaron.

—Mi pa… hermano no puede haber sido jefe de una banda de salteadores —dijo, indignado, Jean Shepard.

Tanto César como Grigor comprendieron lo que el joven había estado a punto de decir y que revelaba el verdadero parentesco que existía entre Howell y Jean Shepard. Sin embargo, ninguno de los dos demostró haberlo comprendido.

—Tal vez si hubiera usted acudido a Sacramento para pedir el indulto al gobernador del Estado, hubiese conseguido más que viniendo aquí —dijo César—. En Los Ángeles nadie tiene autoridad para revocar la sentencia.

La desesperación pasó por los ojos d Jean Shepard; sus manos se crisparon las lágrimas agolpáronse en sus ojos.

—Yo quisiera hacer algo —tartamudeó.

—No desespere —dijo Grigor—. ¿Es muy grave la sentencia que ha recaído sobre su hermano?

—De muerte.

La respuesta de Jean Shepard fue casi violenta y Grigor quedó un momento desconcertado. Al fin, Jean Shepard se puso en pie y con voz quebrada pidió:

—Les ruego me disculpen. Estoy cansado y necesito dormir.

Alejóse rápidamente de la mesa, dejando en ella a César y a Grigor.

—¡Pobre muchacho! —Murmuró don César—. Debe de ser muy amargo ver a un padre condenado a muerte.

—¿Notó usted lo que estuvo a punto de decir? —preguntó Grigor.

—Sí; y me extraña mucho la inesperada paternidad de Howell Shepard. Todos lo teníamos por soltero. ¿Ha dicho usted que traía algún mensaje para mí de mi hermana?

—De su cuñado, en realidad. Me entregó una carta para usted.

Earl Grigor sacó de un bolsillo interior de su levita un alargado pliego de papel cerrado con un sello de lacre azul y se la tendió a César de Echagüe. Éste examinó con gran atención el sello y, al fin, doblándolo, lo quebró, abriendo toda la hoja en la que leyó en voz alta:

Mi querido César: Earl Grigor es un buen amigo mío a quien quisiera que ayudases en lo que va a realizar en Los Ángeles. Es persona de toda confianza y en privado te expondrá los motivos de su viaje. Yo no me atrevo a revelártelos por miedo a que la carta llegara a caer en otras manos. Estoy seguro de que me comprenderás que sea otro quien te hable por mí
.

GREENE

—Mi cuñado no es muy explícito —sonrió César—. ¿Puede usted hablar por él?

—Preferiría hacerlo en un lugar donde nadie pudiese oírnos.

—¿Quiere visitarme esta noche? —Preguntó César—. El rancho de San Antonio reúne todas las condiciones ideales para una conferencia en privado.

—¿Le parece bien las ocho de la noche?

—Cenamos a las siete y media. Le espero a esa hora. Así le devolveré su amable invitación. Con su permiso iré a comunicar al posadero que esta noche no me reserve mesa. Suelo venir a cenar muchas noches aquí. Hasta la noche. Cualquiera le indicará el camino a mi rancho.

—Hasta la noche, don César.

Echagüe se levantó y dirigióse hacia el despacho particular de Ricardo Yesares. Éste al verle entrar se puso en pie, preguntando:

—¿Qué ocurre?

—No sé —respondió César—. Ahora lo veremos. Necesito agua caliente. Muy caliente.

Yesares alcanzó un infiernillo de alcohol y colocó sobre él un pote de cobre en el cual echó una cantidad de agua. Después buscó una bandeja de latón y la dejó sobre la mesa. Cuando el agua hirvió César colocó la carta de su cuñado en la bandeja y derramó sobre ella el agua que, al momento, se tiñó de negro. Al cabo de unos minutos, César de Echagüe extrajo con ayuda de una plegadera la carta, de la cual había desaparecido lo que antes se había leído, apareciendo, en cambio, una nueva escritura hasta entonces oculta y a la cual el agua caliente había hecho cobrar forma. Los dos hombres leyeron:

Supongo que habrás comprendido por lo que te decía en la carta, que había algo más de lo que en ella se explicaba. El que te la ha entregado va a ésa con objeto de ponerse en contacto con
El Coyote
y recabar su ayuda extraoficialmente y descubrir la identidad del jefe de la banda que desde hace tiempo opera en L. Á., y que se halla en contacto, además, con otras bandas que actúan en todo el Oeste y Suroeste. Se sabe que se intenta asaltar un banco, pero se ignora cuál. Sólo se tiene la seguridad de que el golpe será de gran importancia y que puede provocar un pánico entre los imponentes, que puede llegar a producir un «crack» si todos, por considerar inseguros los bancos, retiran los capitales colocados en ellos. Creo que su labor y la del
Coyote
van a coincidir. Él ignora la identidad verdadera del
Coyote.
Seguramente podrás ponerle en relación con él
.

El mensaje escrito con la tinta simpática iba sin firma y aun en el caso de que hubiera caído en otras manos no hubiese comprometido a nadie.

—¿Es la letra de Greene? —preguntó Yesares.

César asintió.

—Sí, es la suya. Además, sólo él puede emplear esa tinta especial.

—¿Qué debemos hacer?

—Esta noche, Grigor ha de hablar con
El Coyote
. Escucha bien lo que te voy a decir.

Durante un cuarto de hora Yesares y César estuvieron madurando el plan que debía ponerse en práctica aquella noche.

Capítulo V:
El Coyote

Earl Grigor no tuvo dificultad alguna en averiguar dónde estaba el rancho de San Antonio. Varias personas le guiaron casi hasta sus puertas, y a las siete y cuarto de la noche Grigor cruzaba el arco de ladrillos que señalaba la entrada de la hacienda y avanzaba por el amplio sendero que, tras algunas revueltas, llevaba hasta la casa principal.

Durante todo el trayecto no se había encontrado con nadie, aunque a cierta distancia se oían las voces de los peones, los relinchos de los caballos y los mugidos de las vacas.

Grigor pensó con cierta envidia en la riqueza casi fabulosa de aquel hacendado. Debía de ser muy hermoso poder vivir una existencia libre de inquietudes y apremios económicos, en aquel ambiente casi patriarcal.

Al doblar un recodo, Grigor quedó frente a una amplia ventana que se abría a un salón amueblado con gran lujo. Un hombre paseaba por él, como sumido en hondas meditaciones. Por un momento levantó la cabeza y miró hacia el exterior, como si hubiera oído las pisadas del caballo de su visitante. Éste reconoció a don César, que quedó casi un minuto en aquella postura.

Grigor se dio cuenta entonces de que había detenido a su caballo y en el momento en que se disponía a aflojar las riendas, oyó a su espalda una voz que le ordenaba:

—No se mueva, señor Grigor, tenemos que hablar.

Grigor quedó inmóvil. A menos de cuarenta metros de él estaba César de Echagüe. Un grito bastaría para atraerle en su ayuda. Pero ¿era necesario semejante ayuda? La voz que le había ordenado que no se moviese no lo hizo con acento hostil, aunque sí con firmeza. Por ello Grigor prefirió preguntar:

—¿Quién es usted?

—Un amigo a quien usted busca sin conocerle.

—¿Puedo volverme? —preguntó Earl.

—Puede hacerlo; pero no cometa la locura de echar mano a sus revólveres, pues entonces tendría que herirle en defensa propia. Sólo como precaución a su impetuosidad, sostengo un buen revólver de seis tiros. Escuche.

En la noche se oyó el seco chasquido del montaje del percusor de un revólver.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Grigor.

—Levante las manos y desmonte.

Grigor retiró el pie izquierdo del estribo y volvióse hacia la derecha, luego retiró el pie derecho y se dejó resbalar hasta el suelo. La luz que llegaba de la casa y de las estrellas iluminaba claramente al que había dado aquellas órdenes.

—¡
El Coyote
! —exclamó Grigor.

—Para servirle, caballero —replicó el otro, que vestía un traje mitad mejicano y parte californiano, y cuya prenda más caracterizada era un negro antifaz que le cubría la parte superior del rostro.

—¿Cómo sabía…? —empezó Grigor.

—Yo lo sé todo —sonrió
El Coyote
—. Por lo menos, sé todo cuanto puede interesarme. Y su llegada a Los Ángeles me ha interesado.

—¿Es necesario que me siga apuntando con su revólver? —preguntó Grigor.

—No lo será si usted me da su palabra de no intentar nada contra mí.

—No intentaré nada. Se lo prometo.

El Coyote
enfundó su revólver y acercándose a Grigor dijo:

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