Authors: Katherine Neville
»Se trataba, pues, de un rito fenicio. Eso despertó en mí un vago recuerdo, pero no pensé en ello porque en ese momento la gente que nos rodeaba guardó silencio. En los escalones del palacio apareció un conjunto de trompas que interpretaban una fanfarria. El dux de Venecia, coronado con joyas y ataviado con satenes purpúreos, salió por la Porta della Carta rodeado de músicos con laúdes, flautas y liras que tocaban una música que parecía de inspiración divina. Los seguían emisarios de la Santa Sede, con sus rígidas casullas blancas y sus mitras enjoyadas y adornadas con hilos de oro.
»Casanova me instó a observar con atención el rito. Los participantes bajaron a la piazzetta e hicieron un alto en el Sitio de Justicia, un muro decorado con escenas bíblicas del día del juicio final, donde encadenaban a los herejes durante la Inquisición. Allí se alzaban los monolíticos pilares de Acre, llevados a Venecia desde las costas de la antigua Fenicia durante las cruzadas. ¿Significaba algo que el dux y sus acompañantes se detuvieran a meditar en ese lugar preciso?
»Finalmente reanudaron la marcha al ritmo de aquella música celestial. Se retiraron los cordones que contenían a la multitud y pudimos seguir la procesión. Mientras Casanova y yo caminábamos cogidos del brazo, empecé sentir una vaga intuición de algo… no sé cómo explicarlo. Tenía la sensación de estar presenciando algo tan antiguo como el tiempo; algo oscuro y misterioso, preñado de historia y simbolismo; algo peligroso.
»Mientras la procesión seguía su curso serpentino a través de la piazzetta y regresaba atravesando la Columnata, sentí como si estuviéramos penetrando cada vez más en las entrañas de un laberinto oscuro del que era imposible escapar. Yo no corría el menor peligro; estaba rodeado de cientos de personas, en plena luz del día… y sin embargo tenía miedo. Pasó algún tiempo antes de que advirtiera que era la música, el movimiento, la ceremonia misma lo que me asustaba. Cada vez que nos deteníamos detrás del dux, ante un monumento o una escultura, notaba que la sangre corría más deprisa por mis venas. Era como un mensaje que tratara de llegar a mi cerebro mediante un código secreto, pero no podía comprenderlo. Casanova me observaba con atención. El dux había hecho otro alto: “Esta es la estatua de Mercurio, el mensajero de los dioses” —explicó Casanova cuando llegamos a la danzante figura de bronce—. “En Egipto lo llamaban Tot, el juez, y en Grecia, Hermes, guía de almas, porque las conducía al infierno y a veces engañaba a los propios dioses volviendo a robarlas. Príncipe de fulleros, bufón, bromista… el loco de la baraja del tarot… era el dios del robo y la astucia. Hermes inventó la lira de siete cuerdas… la octava, cuya música hizo llorar de alegría a los dioses.”
»Me quedé mirando largo rato la estatua antes de proseguir. Mercurio era el dios veloz, el que podía liberar a las personas del reino de la muerte. Con sus sandalias aladas y el brillante caduceo (la vara con dos serpientes entrelazadas en forma de número ocho), presidía la tierra de los sueños, los mundos de la magia, los reinos de la fortuna y el azar, los juegos de toda índole. ¿Era una coincidencia que su estatua contemplara la lenta procesión con una sonrisa mordaz? ¿O acaso se trataba de “su rito”, perdido en las brumas del tiempo?
»El dux y sus acompañantes hicieron muchas paradas en esta procesión trascendental: dieciséis en total. Mientras los seguíamos, un esquema se desplegaba ante mí. No fue hasta la décima parada, la pared del Castello, cuando empecé a construirlo. El muro tenía cuatro metros de espesor y estaba cubierto de piedras multicolores. Casanova me tradujo la inscripción, la más antigua en véneto:
Si un hombre pudiera decir y hacer lo que piensa,
vería cómo podría transformarse.
»Y allí, incrustada en el centro del muro, había una sencilla piedra blanca, que el Dux y su corte contemplaban como si contuviera un milagro. De pronto me estremecí. Sentí como si me arrancaran un velo de los ojos, de modo que podía ver las muchas partes como una sola. Ese no era un simple rito sino un proceso que se desarrollaba ante nosotros, y cada pausa en la procesión simbolizaba un paso en el camino de transformación de un estado en otro. Era como una fórmula… pero ¿una fórmula para qué? Y entonces lo supe.
Rousseau se interrumpió y sacó de su bolsa un dibujo casi descolorido. Desplegándolo con mucho cuidado, me lo tendió:
—Este es el esquema que hice de la Larga Marcha. Muestra el recorrido con las dieciséis paradas, el número de piezas blancas o negras de un tablero de ajedrez. Observaréis que el propio curso forma un número ocho… como las serpientes entrelazadas de la vara de Hermes… como la Óctuple Senda, o senda de las ocho etapas, que Buda prescribió para alcanzar el nirvana… como las ocho plantas de la torre de Babel que debían ascender para llegar a los dioses. Como la fórmula que, según dicen, trajeron los ocho moros a Carlomagno… escondida en el ajedrez de Montglane…
—¿Una fórmula? —pregunté atónito.
—De infinito poder —contestó Rousseau—, cuyo significado puede que se haya olvidado, pero cuya atracción es tan fuerte que la representamos sin comprender su sentido… como hicimos Casanova y yo en Venecia hace treinta y cinco años.
—Ese rito parece bello y misterioso —acepté—. Pero ¿por qué lo asociáis con el ajedrez de Montglane… un tesoro que, al fin y al cabo, todos consideran una leyenda?
—¿No os dais cuenta? —preguntó irritado Rousseau—. Las islas italianas y griegas tomaron sus tradiciones y su culto por los laberintos y las piedras de la misma fuente… la fuente de la cual surgieron.
—Os referís a Fenicia —aventuré.
—Me refiero a la Isla Oscura —dijo misteriosamente—, la isla que los árabes denominaron al-Jazair. La isla entre dos ríos que se entrelazan como las serpientes de la vara de Hermes y forman un número ocho; los ríos que regaron la cuna de la humanidad: el Tigris y el Éufrates…
—¿Queréis decir que ese ritual… esa fórmula vino de Mesopotamia? —exclamé.
—¡Me he pasado la vida tratando de conseguirla! —explicó Rousseau. Se puso en pie y me cogió del brazo—. Envié a Casanova, después a Boswell, finalmente a Diderot… para tratar de conocer el secreto. Ahora os envío a vos. Os elijo para que busquéis el secreto de esa fórmula, porque he pasado treinta y cinco años tratando de comprender el sentido oculto detrás del sentido. Ya es casi demasiado tarde…
—Señor —dije perplejo—, si descubrierais una fórmula tan poderosa, ¿qué haríais con ella? Vos, que habéis escrito sobre las virtudes sencillas de la vida campesina… la igualdad inocente y natural de todos los hombres. ¿De qué os serviría esa herramienta?
—¡Yo soy el enemigo de los reyes! —exclamó Rousseau, desesperado—. La fórmula contenida en el ajedrez de Montglane terminará con los reyes, con todos los reyes, para siempre. ¡Ojalá viviera lo suficiente para tenerla en mis manos!
Yo tenía muchas preguntas que hacerle, pero Rousseau estaba pálido por la fatiga y tenía la frente perlada de sudor. Guardó su labor como si la entrevista hubiera terminado, y me dirigió una última mirada como si se deslizara hacia una dimensión donde ya no podía seguirlo.
—Una vez hubo un gran rey —explicó—, el rey más poderoso del mundo. Decían que nunca moriría… que era inmortal. Lo llamaban Al-Iksandr, el dios bicorne, y lo representaban en monedas de oro llevando en la frente los cuernos espiralados de la divinidad. La historia lo recuerda como Alejandro Magno, conquistador del mundo. Murió a los treinta y tres años en Babilonia, en Mesopotamia… buscando la fórmula. Y así morirían todos si poseyéramos el secreto…
—Me pongo a vuestras órdenes —dije, mientras lo ayudaba a llegar al puentecillo y él se apoyaba pesadamente en mi hombro—. Entre los dos localizaremos el ajedrez de Montglane, si todavía existe, y descubriremos el significado de la fórmula.
—Para mí es demasiado tarde —repuso Rousseau meneando la cabeza con tristeza—. Os confío este plano, que según creo es la única clave que poseemos. Según la leyenda, el ajedrez está enterrado en el palacio de Carlomagno, en Aquisgrán, o en la abadía de Montglane. Vuestra misión es encontrarlo.
De repente Robespierre interrumpió su relato y miró por encima del hombro. Sobre la mesita y bajo la luz de la lámpara, estaba el plano del recorrido del extraño ritual veneciano, que había trazado de memoria. David, que estaba estudiándolo, levantó la mirada.
—¿Has oído algo? —preguntó Robespierre, en cuyos ojos verdes se reflejó por un instante el estallido de chispas de los fuegos artificiales.
—Es solo tu imaginación —dijo bruscamente David—. No me sorprende que te sobresaltes recordando tu visita al anciano filósofo. Me pregunto cuánto de lo que me has contado no era más que el desvarío de la senilidad.
—Has escuchado la historia de Philidor y ahora la de Rousseau —repuso Robespierre nervioso—. Tu pupila, Mireille, poseía algunas de las piezas… lo admitió en l’Abbaye. Debes acompañarme a la Bastilla… conseguir que confiese. Solo entonces podré ayudarte.
David comprendía demasiado bien la amenaza apenas velada que encerraban esas palabras: sin la ayuda de Robespierre, condenarían a muerte a Mireille… y también a él. La poderosa influencia de Robespierre podía fácilmente volverse contra ellos… y David ya estaba más implicado de lo que había creído posible. Por primera vez veía con claridad que Mireille había tenido razón al advertirle que se cuidara de sus amigos.
—¡Tú estabas compinchado con Marat! —exclamó—. ¡Tal como temía Mireille! Las monjas cuyas cartas te di… ¿qué ha sido de ellas?
—Sigues sin comprender —dijo impaciente Robespierre—. Este juego es más importante que tú o que yo… o que tu pupila o esas estúpidas monjas. Es mejor tener como aliada que como enemiga a la mujer a la que sirvo. Recuérdalo si deseas mantener la cabeza pegada al tronco. No sé qué fue de las monjas… solo sé que ella lucha por reunir las piezas del ajedrez de Montglane, como Rousseau, por el bien de la humanidad.
—¿Ella? —preguntó David.
Robespierre se había levantado, como si estuviera dispuesto a partir.
—La Reina Blanca —dijo con una sonrisa sibilina—. Como una diosa, ella toma lo que merece y otorga lo que desea. Créeme… si haces lo que te digo, serás bien recompensado. Ella se ocupará de eso.
—No quiero ningún aliado ni ninguna recompensa —repuso con amargura David, levantándose a su vez.
Era un judas. No tenía más elección que obedecer, pero era el miedo lo que lo empujaba a ello.
Cogió la lámpara de aceite para acompañar a Robespierre a la puerta, y se ofreció a llevarlo hasta la verja, ya que no había sirvientes en la casa.
—No importa qué quieras, con tal de que lo hagas —dijo lacónicamente Robespierre—. Cuando ella regrese de Londres, te la presentaré. En este momento no puedo revelar su nombre, pero la llaman la Mujer de la India…
Sus voces se perdieron en el pasillo. Cuando la habitación quedó por completo a oscuras, se entreabrió la puerta que daba al estudio. Una figura, iluminada apenas por el estallido de los fuegos artificiales, se deslizó en la estancia y fue hasta la mesa a la que habían estado sentados ambos hombres. El resplandor de los cohetes bañó la alta e imponente forma de Charlotte Corday, que se inclinaba hacia la mesa. Llevaba bajo el brazo una caja de pinturas y un fardo de ropa que había robado del estudio.
Miró largo rato el plano que yacía sobre la mesa. Con cuidado, plegó el dibujo del ritual veneciano y lo introdujo en su corpiño. Después se deslizó hacia el pasillo y desapareció en las sombras de la noche.
17 de julio de 1793
En la celda reinaba la oscuridad. Un ventanuco con barrotes, demasiado alto para poder alcanzarlo, dejaba pasar un haz de luz que, por contraste, hacia que la celda pareciera aún más tenebrosa. Hilos de agua se deslizaban por la piedra mohosa de las paredes y formaban charcos que hedían a hongos y orina. Era la Bastilla, cuya liberación, cuatro años antes, había encendido la antorcha de la revolución. La primera noche que Mireille había pasado en su interior había sido el día de la Bastilla, el 14 de julio, la noche posterior al asesinato de Marat.
Hacía tres días que estaba en esa celda malsana; solo había salido de ella esa tarde, para la lectura de la acusación y el juicio. No habían necesitado mucho tiempo para pronunciar al veredicto: muerte. Dos horas después volvería a abandonar la celda para no regresar más.
Estaba sentada en el duro camastro, sin haber tocado el trozo de pan ni la jarra de hojalata con agua que le habían dado como última comida. Pensaba en su hijo, Charlot, a quien había dejado en el desierto. Nunca volvería a verlo. Se preguntó cómo sería la guillotina… qué sentiría cuando el sonido de los tambores señalara el momento en que debía caer la hoja. Lo sabría al cabo de dos horas. Sería lo último que sabría. Se acordó de Valentine.