El ocho (57 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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El apartamento ministerial de Sidi Fredj era estupendo: dos habitaciones con techos abovedados y suelos de mármol, totalmente amuebladas, incluso con ropa de cama, y un balcón que daba al puerto y al Mediterráneo. Soborné al restaurante al aire libre que había debajo para que subiera comida y vino, y me senté al fresco en una tumbona para descifrar el crucigrama de Nim mientras esperaba la llegada de Lily. El mensaje rezaba así:

Consejo de Hamlet a su novia (3)

Quién se pone los zapatos del Papa (8)

Qué hace la élite cuando tiene hambre (6)

Cantante alemán medieval (5)

Núcleo del reactor expuesto (8)

Obra de Chaikovski (9)

No tenía intención de perder tanto tiempo con este ejercicio como con la profecía de la pitonisa transcrita en la servilleta de cóctel, pero tenía la ventaja de una educación musical. Había solo dos clases de trovadores alemanes: meistersingers y minnesingers. También conocía todas las obras de Chaikovski… y no había tantas con ese número de letras.

Mi primer intento quedó así: «Vea. Pescador. Quedar. Minne. Disolver. Juana d’Arc». Estaba bastante bien. Un reactor nuclear que se disuelve pasa a fase de urgencia… que también encajaba. De modo que el mensaje era: «Ve a pescador; queda con Minne; ¡urgencia!». Aunque no sabía cuál era la relación de Juana d’Arc con todo eso, en Argel había un lugar llamado Escaliers de la Pêcherie (Escaleras de la Pesquería). Deduje que Minne debía de referirse a Minnie Renselaas, esposa del cónsul holandés —a quien Nim me había dicho que telefoneara si necesitaba ayuda—, y tras una rápida ojeada a mi agenda descubrí que vivía en el número uno de esa calle. Aunque yo no creía necesitar ayuda, al parecer Nim consideraba urgente que la viera. Traté de recordar el argumento de la Juana d’Arc de Chaikovski, pero, aparte de que ardía en la hoguera, no recordé nada más. Esperaba que Nim no me tuviera preparado ese destino.

Conocía las Escaliers de la Pêcherie, un interminable tramo de escalones de piedra entre el bulevar de Anatole France y una calle llamada Bab el Oued, o «puerta del río». La mezquita de la Pêcherie estaba arriba, junto a la entrada a la casbah… pero allí no había nada que pareciera un consulado holandés. Au contraire, las embajadas estaban al otro lado de la ciudad, en una zona residencial. De modo que entré en el apartamento, cogí el teléfono y llamé a Thérèse, que seguía trabajando a las nueve de la noche.

—¡Por supuesto que conozco a madame Renselaas! —exclamó con su voz áspera. No nos separaba demasiada distancia y estábamos en tierra, pero por el ruido de la línea se habría dicho que nos encontrábamos en el fondo del mar—. Todos la conocen en Argel… una dama encantadora. Solía traerme bombones holandeses y esos dulces pequeñitos con una flor en el centro que hacen en Holanda. Era esposa del cónsul de los Países Bajos, ¿sabe?

—¿Cómo que era? —aullé.

—Eso fue antes de la revolución, niña. Su esposo murió hace diez años, tal vez quince, pero ella sigue aquí… al menos eso dicen. Sin embargo, no tiene teléfono; de lo contrario, yo lo sabría.

—¿Y cómo puedo localizarla? —vociferé, mientras la línea se llenaba de sonidos acuáticos. No era necesario pinchar el teléfono. Nuestra conversación podía oírse en todo el puerto—. Solo tengo la dirección… el número uno de las Escaliers de la Pêcherie. Pero no hay casas junto a la mezquita.

—No —gritó Thérèse—. Allí no hay número uno. ¿Seguro que la dirección es correcta?

—La leeré —dije—. Pone… Wahad, Escaliers de la Pêcherie.

—¡Wahad! —Thérèse se echó a reír—. Eso significa «número uno»… pero no es una dirección, sino una persona. Es el guía turístico que trabaja cerca de la casbah. ¿Conoce ese puesto de flores junto a la mezquita? Pregunte al florista por Wahad… por cincuenta dinares le hará una visita guiada. El nombre Wahad quiere decir «número uno», ¿comprende?

Thérèse colgó antes de que pudiera preguntarle por qué era necesario un guía turístico para encontrar a Minnie. Al parecer las cosas se hacían de otra manera en Argel.

Estaba planeando mi excursión para el mediodía siguiente cuando oí ruido de uñas caninas contra el suelo de mármol del rellano. Llamaron a la puerta con un golpe seco y entraron Lily y Carioca, que fueron derechos a la cocina, de donde salía el olor de la cena que se estaba calentando: rouget a la parrilla, ostras al vapor y cuscús.

—Necesito comer —dijo Lily. Cuando la alcancé, ya estaba levantando las tapas de las ollas y cogiendo los alimentos con los dedos—. No necesitamos platos —afirmó arrojando unos trocitos de comida a Carioca.

Suspiré y vi cómo se atiborraba, experiencia que siempre me quitaba el apetito.

—¿Y por qué te ha enviado Mordecai? Le escribí diciéndole que te mantuviera al margen.

Lily se volvió para mirarme con sus grandes ojos grises. De entre sus dedos se deslizó un trozo de cordero del cuscús.

—Tendrías que estar eufórica —repuso—. Resulta que en tu ausencia hemos resuelto todo el misterio.

—Cuéntame —dije sin inmutarme.

Descorché una botella de excelente vino tinto argelino y lo serví en copas mientras ella hablaba.

—Mordecai estaba tratando de comprar esas singulares y valiosas piezas de ajedrez para un museo… cuando Llewellyn lo descubrió e intentó desbaratar las negociaciones. Mordecai sospecha que Llewellyn sobornó a Saul para que averiguara más cosas sobre las piezas. ¡Y cuando Saul lo amenazó con descubrir su doble juego Llewellyn se asustó y contrató a alguien para que lo borrara del mapa! —Lily estaba muy complacida con la explicación.

—O Mordecai no está bien informado o te ha mentido deliberadamente —señalé—. Llewellyn no tuvo nada que ver con la muerte de Saul. Fue Solarin quien lo mató. Él mismo me lo dijo. Está en Argelia.

Lily estaba llevándose una ostra a la boca, pero la arrojó en la olla del cuscús. Cogió la copa de vino y tomó un buen trago.

—Dímelo otra vez —pidió.

Se lo dije. Le conté la historia que había conseguido reconstruir, sin ocultarle nada. Le expliqué que Llewellyn me había pedido que le consiguiera las piezas; que la adivina había ocultado un mensaje en la profecía; que Mordecai me había escrito para informarme de que conocía a la pitonisa; que Solarin había aparecido en Argel y afirmado que Saul mató a Fiske y trató de matarlo a él. Y todo por las piezas. Le expliqué que yo presumía que, en efecto, había una fórmula, tal como ella sospechaba. Estaba oculta en el juego de ajedrez que todos buscaban. Terminé con la descripción de mi visita al colega de Llewellyn, el vendedor de alfombras… y lo que me había contado sobre la misteriosa Mojfi Mojtar.

Cuando terminé, Lily me miraba boquiabierta… y mientras yo hablaba no había probado bocado.

—¿Por qué no me contaste nada de eso antes? —preguntó.

Carioca estaba panza arriba, con las patas levantadas, como si estuviera enfermo. Lo cogí, lo metí en el fregadero y abrí un poco el grifo para que bebiera.

—No sabía casi nada de esto cuando vine —contesté—. Te lo explico ahora porque tú puedes ayudarme. Es como si tuviera lugar una partida de ajedrez y otras personas hicieran los movimientos. No tengo ni idea de cómo se juega, pero tú eres una experta. Tengo que saberlo para encontrar esas piezas.

—No hablas en serio —dijo Lily—. ¿Te refieres a una partida real? ¿Con gente en lugar de trebejos? ¿Y que si matan a alguien… es como si lo barrieran del tablero?

Se acercó al fregadero para lavarse las manos y salpicó a Carioca. Lo puso bajo su brazo, todavía mojado, y fue hacia la sala, adonde yo la seguí con el vino y las copas. Parecía haberse olvidado de la comida.

—Si supiéramos quiénes son las piezas —añadió—, tal vez lograríamos desentrañar el misterio. Puedo mirar un tablero de ajedrez, incluso bien avanzada la partida, y reconstruir los movimientos que se han hecho hasta ese momento. Por ejemplo, creo que podemos dar por sentado que Saul y Fiske eran peones…

—Y tú y yo también —apunté.

Los ojos de Lily brillaban como los de un perro de caza que percibe el rastro de un zorro. Raras veces la había visto tan alterada.

—Llewellyn y Mordecai podrían ser piezas…

—Y Hermanold —agregué rápidamente—. ¡Fue él quien disparó contra nuestro coche!

—No podemos olvidar a Solarin —señaló—. Sin duda es un jugador. ¿Sabes?, si pudiéramos repasar todo lo sucedido, reconstruyendo los hechos, creo que podría reproducir los movimientos en un tablero y conseguir algo.

—Tal vez deberías quedarte aquí esta noche —propuse—. Sharrif podría enviar a sus muchachos para que te detengan en cuanto tenga pruebas de que has entrado de forma ilegal. Mañana te llevaré a la ciudad. Kamel, mi cliente, puede mover algunos hilos para impedir que acabes en prisión. Mientras tanto trabajaremos con el rompecabezas.

Estuvimos moviendo piezas de ajedrez por el tablero magnético de Lily… Una cerilla hacía las veces de la reina blanca perdida. Lily se sentía frustrada.

—Si tuviéramos más datos… —protestó, mientras mirábamos cómo el cielo matinal adquiría una tonalidad lavanda.

—Conozco la manera de recabar más información —admití—. Tengo un amigo muy íntimo que ha estado ayudándome con esto… cuando consigo localizarlo. Es un mago de la informática que también ha jugado mucho al ajedrez. Tiene una amiga bien relacionada en Argel, la viuda del cónsul holandés. Espero verla mañana. Si arreglas lo del visado, podrías acompañarme.

Resolvimos hacerlo así y nos acostamos para tratar de dormir un poco. No imaginaba que pocas horas después sucedería algo que me convertiría de participante reacia en jugador principal de la partida.

La Darse era el embarcadero situado en el extremo noroccidental del puerto de Argel, donde atracaban los barcos pesqueros. Era una larga mole de piedra que unía el continente con la pequeña isla que daba nombre a Argel, Al-Yezair.

El estacionamiento del ministerio se encontraba allí. No vi en él el coche de Kamel, de modo que aparqué el gran Corniche azul en su plaza y dejé una nota en el parabrisas. Noté que llamaba la atención al estacionar un turismo en tonos pasteles entre las limusinas, pero era mejor que dejarlo en la calle.

Lily y yo recorrimos el puerto por el bulevar Anatole France y cruzamos la avenue Ernesto Che Guevara en dirección a las Escaliers que conducían a la mezquita del Pescador. Lily había subido la tercera parte del tramo de escalones cuando se sentó chorreando sudor, aunque todavía hacía fresco.

—Quieres matarme —dijo entre jadeos—. ¿Qué clase de lugar es este? Estas calles son muy empinadas. Tendrían que pasar una apisonadora y empezar de cero.

—A mí me parece encantador —dije tirando de su brazo. Carioca yacía desfallecido a su lado, con la lengua fuera—. Además, cerca de la casbah no hay dónde aparcar. Así que vamos.

Después de muchas protestas y altos para descansar, llegamos arriba, donde la sinuosa calle Bab el Oued separaba la mezquita del Pescador de la casbah. A nuestra izquierda estaba la place des Martyrs, un espacio amplio lleno de ancianos sentados en bancos, donde estaba el puesto de flores. Lily se dejó caer en el primer banco vacío.

—Busco a Wahad, el guía —dije al malhumorado florista.

Me miró de arriba abajo y agitó una mano. Un niño se acercó corriendo. Era un pilluelo harapiento con un cigarrillo entre los labios descoloridos.

—Wahad, tienes un cliente —le dijo el florista.

Yo no daba crédito a mis oídos.

—¿Tú eres el guía? —pregunté.

La mugrienta criatura no podía tener más de diez años, pero ya tenía el rostro arrugado y decrépito. Por no mencionar los piojos. Se rascó la cabeza, se chupó los dedos para apagar el cigarrillo y se lo colocó detrás de la oreja.

—Para la casbah el precio mínimo es de cincuenta dinares —me informó—. Por cien, le muestro la ciudad.

—No quiero un recorrido turístico —le expliqué. Cogiéndolo de la camisa deshilachada lo llevé aparte—. Busco a la señora Renselaas… Minnie Renselaas, viuda del cónsul holandés. Un amigo me dijo…

—Ya sé quién es —me interrumpió. Entrecerró un ojo y me miró de hito en hito.

—Te pagaré para que me lleves hasta ella… ¿Has dicho cincuenta dinares? —pregunté, mientras buscaba el dinero en el bolso.

—No llevo a nadie a ver a la dama a menos que ella me lo diga —aseguró—. ¿Tiene una invitación o algo así?

¿Invitación? Me sentía como una idiota, pero saqué el télex de Nim y se lo mostré, pensando que tal vez me permitiría salir del paso. Lo miró largo rato, desde diferentes ángulos. Por último, dijo:

—No sé leer. ¿Qué pone?

De modo que tuve que explicar a la repugnante criatura que un amigo mío lo había enviado en código. Y le expliqué lo que creía que decía: «Ve a las Escaleras del Pescador; queda con Minnie. Urgente».

—¿Eso es todo? —preguntó con naturalidad, como si estuviera acostumbrado a esa clase de conversaciones—. ¿No hay nada más? ¿Algo como una palabra secreta?

—Juana de Arco —respondí—. Dice Juana de Arco.

—No; esa no es la frase —repuso. Cogió el cigarrillo y volvió a encenderlo.

Miré a Lily, que seguía en el banco, al otro lado de la plaza. Me miró a su vez, como si pensara que yo estaba loca. Me devané los sesos tratando de encontrar otra obra de Chaikovski que tuviera nueve letras —obviamente, esa era la clave—, pero no lo logré. Wahad seguía examinando el papel que tenía en la mano.

—Sé leer números —dijo por fin—. Eso es un número de teléfono.

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