El ocho (63 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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Todavía le dolía la cabeza a causa del golpe recibido cuando la apresaron. Aunque la herida se había cerrado, aún sentía el bulto palpitante en la nuca. Su juicio había sido más brutal que la detención. El fiscal había desgarrado el escote de su vestido delante de todo el tribunal para sacar los papeles de Charlotte, que había guardado allí. Ahora el mundo creía que era Charlotte Corday… y si ella corregía el malentendido la vida de todas las monjas de Montglane estaría en peligro.

Oyó un sonido áspero al otro lado de la puerta: el ruido de un cerrojo herrumbroso. Se abrió la puerta y, cuando sus ojos se adaptaron a la luz, vio dos siluetas recortadas contra el tenue resplandor. Una era su carcelero; la otra vestía calzas, una capucha de seda, medias y un blusón suelto con un pañuelo largo, y su cara quedaba medio oculta bajo el ala del sombrero. El carcelero entró. Mireille se puso en pie.

—Mademoiselle —dijo el hombre—, el tribunal ha enviado un retratista para que haga un esbozo para los archivos. Dice que habéis dado permiso…

—¡Sí, sí! —se apresuró a decir Mireille—. ¡Que entre!

Esa era su oportunidad, pensó alterada. ¡Si pudiera convencer al retratista de que arriesgara la vida llevando un mensaje suyo fuera de la prisión! Esperó hasta que salió el guardia y luego corrió hacia el pintor. Llevaba una lámpara de aceite humeante.

—¡Monsieur! —exclamó Mireille—. Dadme una hoja de papel y algo con que escribir. Hay un mensaje que debo hacer llegar al exterior, a alguien en quien confío, antes de morir. Su nombre es Corday, como el mío…

—¿No me reconocéis, Mireille? —susurró el pintor, mientras se quitaba la chaqueta y el sombrero. Mireille vio cómo los rizos rojos caían sobre el pecho de Charlotte Corday—. ¡Vamos, no perdáis el tiempo! Hay mucho que decir y hacer. Y debemos intercambiar nuestras ropas de inmediato.

—No comprendo… ¿Qué estáis haciendo? —murmuró Mireille con voz ronca.

—He estado en casa de David —dijo Charlotte cogiéndola del brazo—. Se ha aliado con ese demonio de Robespierre… los he oído. ¿Han estado aquí?

—¿Aquí? —inquirió Mireille sin entender.

—Saben que fuisteis vos quién mato a Marat… y más cosas. Detrás de esto hay una mujer, a la que llaman la Mujer de la India. Es la Reina Blanca y ha ido a Londres…

—¡Londres! —exclamó Mireille.

A eso se refería Marat cuando dijo que era demasiado tarde. ¡No hablaba de Catalina la Grande, sino de una mujer que estaba en Londres, adonde Mireille había enviado las piezas! La Mujer de la India…

—Apresuraos —la apremió Charlotte—. Debéis desvestiros y poneros estas ropas de pintor que he robado en casa de David…

—¿Estáis loca? —dijo Mireille—. Podéis llevar estas noticias, junto con las mías, a la abadesa. No hay tiempo para ardides… no funcionarán, y tengo mucho que decir antes de…

—Por favor, daos prisa —insistió Charlotte—. Yo también tengo mucho que decir y poco tiempo… Vamos, mirad este dibujo y decidme si os recuerda algo. —Tendió a Mireille el plano dibujado por Robespierre. Después se sentó en el jergón para quitarse los zapatos y las medias.

Mireille examinó el dibujo con atención.

—Parece un plano —dijo. Alzó la vista hacia el techo, como si empezara a recordar algo—. Ahora me acuerdo de que junto con las piezas había un paño. Un paño azul oscuro que cubría el ajedrez de Montglane. Su dibujo… era como este plano.

—En efecto —convino Charlotte—, y con él va una historia. Haced lo que os digo, rápido.

—Si tenéis intención de ocupar mi puesto, no podéis —exclamó Mireille—. Dentro de dos horas me llevarán al cadalso. Si os encuentran aquí, en mi lugar, no escaparéis.

—Escuchadme con atención —dijo Charlotte luchando por aflojar el nudo del pañuelo—. La abadesa me ha enviado para protegeros a toda costa. Sabíamos quién erais mucho antes de que yo arriesgara mi vida yendo a Montglane. Si no hubiera sido por vos, la abadesa jamás habría sacado el ajedrez de la abadía. No fue a vuestra prima Valentine a quien eligió cuando os envió a París. Sabía que nunca partiríais sin ella, pero era a vos a quien quería… a vos, que podíais salir airosa…

Charlotte desabrochaba el vestido de Mireille. De pronto esta la cogió por los brazos.

—¿Qué queréis decir con eso de que me eligió? —susurró—. ¿Por qué decís que sacó las piezas por mi causa?

—No seáis ciega —exclamó Charlotte con vehemencia. Cogió la mano de Mireille y la puso bajo la luz de la lámpara—. ¡Ahí está la marca! ¡Cumplís años el 4 de abril! ¡Vos sois la que fue anunciada… la que reunirá el ajedrez de Montglane!

—¡Dios mío! —dijo Mireille retirando la mano—. No sabéis lo que decís. ¡Valentine murió por esto! Arriesgáis vuestra vida por una profecía absurda…

—No, querida —la interrumpió Charlotte—. Doy mi vida.

Mireille la miró horrorizada. ¿Cómo podía aceptar semejante ofrecimiento? Volvió a pensar en su hijo, al que había dejado en el desierto…

—¡No! —exclamó—. No puede haber otro sacrificio a causa de esas temibles piezas. ¡No después del terror que han provocado!

—Entonces, ¿queréis que muramos las dos? —preguntó Charlotte, que seguía desvistiendo a Mireille, reprimiendo las lágrimas, y evitaba su mirada.

Mireille le alzó el mentón para que la mirara a los ojos. Después de un largo silencio Charlotte dijo con voz temblorosa:

—Tenemos que derrotarlos. Vos sois la única que puede hacerlo. ¿Ni siquiera ahora os dais cuenta? Mireille… ¡vos sois la Reina Negra!

Habían transcurrido dos horas cuando Charlotte oyó el chirrido del cerrojo: los guardias venían para conducirla al cadalso. Estaba arrodillada en la oscuridad junto al jergón, rezando.

Mireille se había llevado la lámpara de aceite y los esbozos de Charlotte que había dibujado y que tal vez tuviera que mostrar para salir de la prisión. Después de la emotiva despedida Charlotte se había enfrascado en sus pensamientos y recuerdos. Tenía la sensación de que todo había acabado. En su interior se había formado un pequeño espacio de calma que ni siquiera la afilada hoja de la guillotina podría cercenar. Estaba a punto de unirse a Dios.

La puerta se abrió y se cerró detrás de ella. Todo era oscuridad. Charlotte oyó la respiración de alguien. ¿Qué ocurriría? ¿Por qué no se la llevaban? Esperó en silencio.

Oyó golpear el pedernal y percibió el olor del petróleo mientras se encendía un farol.

—Permitid que me presente —dijo una voz suave. Había en ella algo que hizo extremecer a Charlotte. Entonces recordó… y se quedó inmóvil—. Soy Maximilien Robespierre.

Charlotte temblaba, sin volver el rostro. Vio en la pared la luz del farol que se movía en su dirección, oyó empujar la silla cerca del lugar donde estaba arrodillada… y otro ruido que no acertó a identificar. ¿Había alguien más en la celda? Tenía miedo de volverse a mirar.

—No es necesario que os presentéis —decía con calma Robespierre—. He asistido esta tarde al juicio, y antes a la lectura de la acusación. Los papeles que el fiscal sacó de vuestro corpiño… no eran vuestros.

Entonces Charlotte oyó unos pasos suaves que avanzaban hacia ella. Así pues, había alguien más. Al sentir que una mano se posaba en su hombro se sobresaltó y estuvo a punto de gritar.

—¡Mireille, por favor, perdóname! —exclamó la voz inconfundible del pintor David—. Tenía que traerlo aquí… no tenía elección. Mi querida niña…

David la hizo volverse y hundió el rostro en su cuello. Entonces vio Charlotte la larga cara ovalada, la peluca empolvada y los brillantes ojos verdes de Maximilien Robespierre, cuya sonrisa perversa se desvaneció de repente para dar paso a una expresión de sorpresa primero y de furia después. El hombre alzó el farol, para ver mejor.

—¡Imbécil! —exclamó con voz estridente. Apartando al aterrado David, que lloraba en el hombro de Charlotte, señaló a la joven—. ¡Te dije que llegaríamos demasiado tarde! Pero no… tú tenías que esperar al juicio. ¡Creías que la absolverían! ¡Y ahora se nos ha escapado… y todo por tu culpa!

Dejó el farol sobre la mesa, vertiendo parte del petróleo, cogió a Charlotte y la obligó a levantarse. Furibundo, apartó a David de un empujón y abofeteó a Charlotte.

—¿Dónde está? —vociferó—. ¿Qué habéis hecho con ella? ¡Juro que moriréis en su lugar, por mucho que os haya dicho… a menos que confeséis!

Charlotte no hizo nada por detener la sangre que salía de su labio mientras se erguía orgullosa para mirar a Robespierre a los ojos. Después sonrió.

—Esa es mi intención —dijo tranquilamente.

Londres, 30 de julio de 1793

Era casi medianoche cuando Talleyrand regresó del teatro. Arrojó su capa sobre una silla, en el recibidor, y se dirigió al pequeño estudio para servirse una copa de jerez. Courtiade apareció antes de que entrara.

—Monseñor —murmuró—, os espera una visita. La he acomodado en el estudio hasta vuestro regreso. Parecía muy urgente… Dice que trae noticias de mademoiselle Mireille.

—¡Por fin, gracias a Dios! —dijo Talleyrand entrando presuroso en el estudio.

Allí, a la luz del fuego, había una forma esbelta, arrebujada en una capa de terciopelo negro. Estaba calentándose las manos junto a la chimenea. Al entrar Talleyrand echó hacia atrás la cabeza para dejar caer la pesada capucha y la capa se deslizó por sus hombros desnudos. El cabello, muy rubio, se esparció sobre sus senos medio desnudos. Él observó su piel temblorosa a la luz de la lumbre, el perfil recortado contra el resplandor dorado, la nariz algo respingona y la barbilla levantada. El traje de terciopelo oscuro, muy escotado, se adhería a su cuerpo adorable. Talleyrand apenas podía respirar… sentía cómo los fuertes dedos del dolor le atenazaban el corazón mientras permanecía inmóvil en el umbral.

—¡Valentine! —susurró.

Dios mío, ¿cómo era posible? ¿Cómo podía volver de la tumba?

Ella le sonrió, mientras sus ojos azules destellaban y la luz parpadeante del fuego hacía resplandecer sus cabellos. Ágilmente, con un movimiento semejante al del agua que fluye, se acercó a él, se arrodilló a sus pies y apretó la cara contra su mano. Él le acarició los cabellos con la otra y cerró los ojos. Sentía que se le rompía el corazón. ¿Cómo era posible?

—Monsieur, corro un gran peligro —murmuró ella.

No era la voz de Valentine. Talleyrand abrió los ojos y contempló el rostro levantado, tan hermoso, tan parecido al de Valentine. Pero no era ella.

Su mirada recorrió la melena dorada, la piel suave, la sombra entre los senos, los brazos desnudos… y de pronto quedó petrificado al ver lo que ella tenía en las manos, lo que le tendía en el resplandor del fuego. Era un peón de oro, con brillantes gemas; un peón del ajedrez de Montglane.

—Me pongo en vuestras manos, señor —susurró ella—. Necesito vuestra ayuda. Me llamo Catherine Grand y vengo de la India…

La reina negra

Der Hölle Rache kocht in meinem Herzen

Tod und Verzweiflung flammen um mich her!…

Verstossen sei auf ewig, verlassen sei auf ewig,

Zertrümmert sei’n auf ewig alle Bande der Natur.

(¡La venganza del infierno bulle en mi corazón,

la muerte y la desesperación arden en torno a mí!

expulsada para siempre, abandonada para siempre,

para siempre rotos los lazos de la naturaleza.)

Emanuel Schikaneder

y Wolfgang Amadeus Mozart,

«La Reina de la Noche»,

La flauta mágica

Argel, junio de 1973

De modo que allí estaba Minnie Renselaas, la adivina.

Estábamos sentadas en su habitación, con numerosas puertaventanas, ocultas a la vista del patio por una cortina de enredaderas. Un enjambre de mujeres con el rostro velado trajo comida de la cocina, la sirvieron en la mesa baja de bronce y desaparecieron tan sigilosamente como habían llegado. Lily, derrumbada en el suelo sobre una pila de cojines, comía una granada. Yo estaba a su lado, hundida en una silla de cuero marroquí, mascando una tarta de kiwis y caquis, y frente a mí, reclinada en un diván de terciopelo verde y con los pies levantados, estaba Minnie Renselaas.

Por fin la veía: la adivina que seis meses antes me había arrastrado a este juego peligroso. Una mujer de muchas caras. Para Nim era una amiga, la viuda del cónsul holandés, que había de protegerme si tenía problemas: de creer a Thérèse, era una mujer popular en la ciudad. Para Solarin, era un contacto de negocios; para Mordecai, una aliada y vieja amiga. Según El-Marad, era también Mojfi Mojtar de la casbah, la mujer que tenía las piezas del ajedrez de Montglane. Era muchas cosas para mucha gente… pero todas se resumían en una.

—Usted es la Reina Negra —dije.

Minnie Renselaas esbozó una sonrisa enigmática.

—Bienvenida al juego —dijo.

—¡De modo que eso era lo que quería decir la reina de picas! —exclamó Lily, incorporándose sobre los cojines—. Es una jugadora, de modo que conoce los movimientos.

—Una jugadora importante —asentí estudiando a Minnie—. Es la pitonisa con la que tu abuelo me concertó una cita. Si no me equivoco, sabe más de este juego que simplemente los movimientos…

—No te equivocas —dijo Minnie sonriendo de oreja a oreja.

Era increíble cómo cambiaba su aspecto cada vez que la veía. Ataviada con una tela plateada centelleante, reclinada en el diván verde oscuro, su piel era tersa, sin una arruga; parecía mucho más joven que la última vez que la vi… bailando en la carpa. Y apenas recordaba a la llamativa pitonisa, con sus gafas con diamantes de imitación, o la anciana vestida de negro que daba de comer a las palomas junto al edificio de Naciones Unidas. Parecía un camaleón. ¿Quién era en realidad?

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