Authors: Katherine Neville
El saliente se alzaba a mil quinientos metros del valle. Cuando llegaron, lo que desde abajo parecía una estrecha grieta en la roca se convirtió en una abertura gigantesca que era, al parecer, la entrada a una cueva. Con seis metros de ancho y quince de altura, era como un desgarrón entre la cornisa y la cima. Mireille esperó a que Shahin la alcanzara, cogió su mano y entró.
El ruido se tornó ensordecedor, un torbellino sonoro que los envolvía y arrancaba ecos a las paredes. Mientras recorría el espacio oscuro, a Mireille le pareció que atravesaba hasta la última partícula de su cuerpo. Al fondo se veía temblar una luz. La joven se adentró en la oscuridad mientras la música parecía tragarla. Por fin llegó al extremo de la mano de Shahin, y salió.
Lo que había creído una cueva era en realidad otro pequeño valle. La luz del cielo bañaba todo de un blanco escalofriante. En los muros cóncavos estaban los gigantes. Flotaban a seis metros por encima de ella, en colores pálidos y etéreos. Dioses con cuernos retorcidos en la cabeza, hombres con trajes hinchados y tubos que iban de la boca al pecho, la cara oculta bajo cascos en forma de globo, con rendijas donde debieran estar los rasgos. Estaban sentados en sillas de extraños respaldos que les sostenían la cabeza; tenían delante palancas e instrumentos circulares como esferas de relojes o barómetros. Todos ellos desempeñaban funciones extrañas y ajenas a Mireille, y en medio de todos ellos flotaba la Reina Blanca.
La música había cesado. Tal vez fuera un efecto del viento… o de su mente. Las figuras resplandecían bajo la luz. Mireille miró a la Reina Blanca.
La extraña y terrible figura, mucho mayor que las demás, estaba en lo alto de la pared. Como una Némesis divina, se alzaba por encima del risco en una nube de blanco; su rostro apenas insinuado con unas líneas violentas, los cuernos retorcidos como signos de interrogación que parecían surgir de la roca. Su boca era un agujero, como la de una persona sin lengua que intentara hablar. Pero no hablaba.
Mireille la contemplaba con una estupefacción cercana al terror. Rodeada de un silencio más espantoso que la música, miró a Shahin, que estaba inmóvil a su lado. Envuelto en el oscuro haik y cubierto por los velos azules, él también parecía esculpido en la roca eterna. Mireille estaba aterrorizada y confusa bajo la luz blanquecina. Volvió a mirar la pared y entonces lo vio.
La mano alzada de la Reina Blanca sostenía una larga vara… en torno a la cual se entrelazaban dos serpientes. Como un caduceo, formaban un número ocho. Le pareció oír una voz… pero no surgía de la roca, sino de su interior. La voz decía: «Mira otra vez. Mira bien. Ve».
Mireille contempló las figuras representadas en el muro. Todas eran masculinas… salvo la Reina Blanca. Y de pronto lo vio todo distinto, como si le hubieran arrancado una venda de los ojos. Ya no era un conjunto de hombres ocupados en actos extraños e indescifrables… sino un solo hombre. Como un dibujo con movimiento que se iniciara en un extremo y terminara en otro, mostraba la evolución de este hombre a través de muchas etapas… la transmutación de una cosa en otra.
Bajo la vara transformadora de la Reina Blanca el hombre se movía por la pared, pasando de estadio en estadio del mismo modo que los hombres de cabezas redondas habían salido del mar con forma de peces. Vestía ropas rituales… tal vez para protegerse. Tenía palancas en las manos, como un navegante que gobierna un barco o un químico que muele sustancias en un mortero. Y por fin, después de muchos cambios, cuando el gran trabajo estaba completo, se levantaba de su silla y se reunía con la Reina, coronado por sus esfuerzos con los sagrados cuernos espiralados de Marte… el dios de la guerra y la destrucción. Se había convertido en un dios.
—Comprendo —dijo Mireille en voz alta… y su voz resonó entre las paredes y el suelo del abismo, conmoviendo la luz del sol.
En ese momento sintió el primer dolor. Su cuerpo se dobló y Shahin la cogió y la ayudó a tenderse en el suelo. Estaba cubierta de sudor frío y el corazón le latía desbocado. Shahin se arrancó los velos y puso una mano sobre su vientre, mientras la segunda contracción atenazaba su cuerpo.
—Ha llegado la hora —murmuró.
El Tassili, junio de 1793
Desde la alta meseta que se alzaba por encima de Tamrit, Mireille veía hasta una distancia de treinta y dos kilómetros. El viento levantaba su cabello, que flotaba a su espalda con el color de la arena roja. Tenía desatada la suave tela de su caftán y el niño mamaba de su pecho. Tal como había predicho Shahin, había nacido bajo los ojos de la diosa… y era un varón. Mireille le había puesto el nombre de Charlot, como a su halcón. Ya tenía casi seis semanas de vida.
Divisó en el horizonte las suaves plumas rojas de arena que levantaban los jinetes de Bahr-al-Azrak. Entrecerrando los ojos distinguió cuatro hombres en sus camellos; descendían por la ladera de una duna plumosa, como astillas de madera arrastradas por el rizo de una ola oceánica. El calor que se desprendía de la duna creaba formas que desdibujaban las figuras.
Tardarían un día en llegar a Tamrit, en lo más profundo de los cañones del Tassili, pero Mireille no necesitaba esperar su llegada. Sabía que iban a buscarla. Hacía ya días que lo presentía. Besó a su hijo en la cabeza, lo envolvió en el saco que llevaba colgado al cuello y emprendió el descenso de la montaña… para esperar la carta. Si no llegaba ese día, llegaría pronto. La carta de la abadesa de Montglane, que le decía que debía regresar.
Cabilia, junio de 1973
Así pues, Kamel y yo subimos a las Montañas Mágicas. De viaje a Cabilia. Cuanto más penetrábamos en ese terreno solitario, más perdía yo contacto con lo que me parecía real.
Nadie sabe con exactitud dónde empieza o termina Cabilia. Es una confusión laberíntica de altos picos y profundas gargantas. Entre los Medjerda, al norte de Constantina, y los Hodna, debajo de Bouira, esas vastas cadenas del Alto Atlas —la Gran y la Pequeña Cabilia— se extienden a lo largo de treinta mil kilómetros hasta descender por fin en la cornisa rocosa al mar, cerca de Bugía.
Mientras Kamel conducía su negro Citroën ministerial por el sinuoso camino de tierra entre columnas de antiguos eucaliptos, las colinas azules se levantaban ante nosotros majestuosas, coronadas de nieve y misterio. Debajo de ellas se extendía Tizi Ouzou, la Garganta de la Aulaga, donde el silvestre brezo argelino, cuyas flores se balanceaban como olas con la brisa, bañaba el amplio valle de un brillante color fucsia. El aroma era mágico e impregnaba el aire de una fragancia embriagadora.
Junto al camino, las cristalinas aguas azules del Ouled Sebaou murmuraban entre los brezos. Este río, alimentado por el deshielo primaveral, recorría cuatrocientos ochenta kilómetros hasta el cabo Bengut y regaba Tizi Ouzou a lo largo del cálido verano. Costaba imaginar que estábamos solo a cincuenta kilómetros del brumoso Mediterráneo y que a ciento cuarenta y cinco kilómetros al sur se extendía el mayor desierto del mundo.
Durante las cuatro horas transcurridas desde que me había recogido en mi hotel Kamel no había despegado los labios, algo insólito en él. Había tardado bastante tiempo en llevarme allí, casi dos meses desde que me lo prometió. Y durante ese tiempo me había encargado toda clase de misiones… algunas descabelladas. Inspeccioné refinerías, desmotadoras y molinos. Vi mujeres con el rostro velado y descalzas que, sentadas sobre capas de sémola, separaban cuscús; me ardieron los ojos en el aire caliente y lleno de fibras en suspensión de las plantas textiles; me quemé los pulmones inspeccionando plantas de extrusión, y estuve a punto de caer de cabeza dentro de un tanque de acero fundido desde el precario andamio de una refinería. Me había enviado a todas partes de la zona occidental (Orán, Tlemcén, Sidi-bel-Abbes) para que pudiera reunir los datos necesarios como base para su modelo, pero nunca al este, donde estaban los cabilas.
Durante siete semanas introduje en los grandes ordenadores de Sonatrach, el conglomerado petrolero, datos sobre todas las industrias imaginables. Incluso puse a trabajar a Thérèse, la telefonista, recogiendo datos gubernamentales sobre la producción de crudo y el consumo de otras naciones para poder comparar balanzas comerciales y ver cuál sufriría más. Como dije a Kamel, en un país en el que la mitad de las comunicaciones pasaban por una centralita de la Primera Guerra Mundial y la otra mitad, a camello, no era fácil elaborar un sistema, pero lo haría lo mejor que pudiera.
Por otra parte, parecía más lejos que nunca de mi objetivo: encontrar el ajedrez de Montglane. No había tenido noticias de Solarin ni de su secuaz, la mentirosa pitonisa. Thérèse había enviado todos los mensajes que se me ocurrieron a Nim, Lily y Mordecai, pero sin resultado. En lo que a mí se refería, había un bloqueo informativo. Y Kamel me había enviado a zonas tan alejadas que yo intuía que sospechaba cuáles eran mis planes. Y de pronto esa mañana se había presentado en mi hotel ofreciendo «ese viaje que le prometí».
—¿Usted se crió en esta región? —pregunté, bajando el vidrio ahumado para ver mejor.
—En las montañas del fondo —contestó Kamel—. Allí la mayor parte de las aldeas están sobre altos picos y tienen una vista hermosa. ¿Desea ir a algún sitio en especial o me limito a llevarla en el grand tour?
—Bueno, hay un anticuario al que me gustaría visitar… colega de un amigo de Nueva York. Prometí ver su tienda, si no hemos de desviarnos demasiado…
Me pareció mejor hablar con cierta indiferencia, porque no sabía mucho sobre el contacto de Llewellyn. No había conseguido encontrar la aldea en ningún mapa, aunque, como decía Kamel, las cartes géographiques argelinas eran algo precarias.
—¿Antigüedades? —preguntó Kamel—. No hay muchas. Hace tiempo que las cosas de valor están expuestas en museos. ¿Cómo se llama la tienda?
—No lo sé. La aldea se llama Ain Ka’abah. Llewellyn dijo que era la única tienda de antigüedades del pueblo.
—Qué extraño —dijo Kamel sin apartar la vista del camino—. Ain Ka’abah es la aldea donde nací. Es una localidad muy pequeña, lejos de las rutas conocidas, y no hay ninguna tienda de antigüedades… de eso estoy seguro.
Sacando la agenda de mi mochila busqué las notas que había tomado de Llewellyn.
—Aquí está. No tengo el nombre de la calle, pero está en la zona norte del pueblo. Parece que su especialidad son las alfombras antiguas. El dueño se llama El-Marad…
Tal vez fuera mi imaginación, pero me pareció que Kamel palidecía. Tenía las mandíbulas apretadas y cuando habló su voz sonó un tanto tensa.
—El-Marad. Lo conozco. Es uno de los mayores comerciantes de la región, famoso por sus alfombras. ¿Le interesa comprar una?
—En realidad, no —respondí con cautela. Kamel me ocultaba algo y su expresión mostraba bien a las claras que se sentía incómodo—. Mi amigo de Nueva York solo me pidió que pasara a verlo. Si causa algún trastorno, puedo venir yo sola en otro momento.
Kamel permaneció unos minutos en silencio. Parecía estar reflexionando. Llegamos al final del valle y empezamos a ascender hacia las montañas. Había prados ondulantes de hierba primaveral, con algún que otro árbol frutal en flor. Junto al camino se veían niños que vendían manojos de espárragos, setas gordas y negras y narcisos fragantes. Kamel salió del camino y estuvo charlando varios minutos en una lengua extraña… algún dialecto bereber que sonaba como el gorjeo de los pájaros. Después volvió a meter la cabeza en el coche y me ofreció un ramo de flores de olor muy delicado.
—Si va a conocer a El-Marad —dijo recuperando su habitual sonrisa—, espero que sepa regatear. Es despiadado como un beduino y diez veces más rico. Yo no lo he visto… De hecho, no he estado en casa desde que murió mi padre. Mi aldea me trae muchos recuerdos…
—No es necesario ir —repetí.
—Por supuesto que iremos —aseguró Kamel con firmeza, aunque su tono no era precisamente entusiasta—. Sin mí no encontraría el lugar. Además, El-Marad se sorprenderá al verme. Desde la muerte de mi padre es el jefe de la aldea… —Kamel volvió a guardar silencio y adoptó una expresión muy seria. Me pregunté qué sucedía.
—¿Y cómo es ese vendedor de alfombras? —pregunté para romper el hielo.
—En Argelia el nombre de una persona puede indicarle a uno muchas cosas —afirmó Kamel, que tomaba con destreza las curvas del camino, cada vez más tortuoso—. Por ejemplo, Ibn significa «hijo de». Algunos son nombres de sitios, como Yamim, es decir, «hombre del Yemen», o Jabal-Tarik, «montaña de Tarik o Gibraltar». Las palabras «El», «Al» y «Bel» se refieren a Alá o Baal, es decir, dios, como Aníbal, «Asceta de Dios», o Aladino, «Sirviente de Alá», etcétera.
—Entonces, ¿qué significa El-Marad? ¿Merodeador de Dios? —pregunté entre risas.
—Se ha acercado más de lo que cree —dijo Kamel, y rió con cierta incomodidad—. El nombre no es árabe ni bereber, sino acadio, la lengua de la antigua Mesopotamia. Es una forma abreviada de al-Nimarad, o Nimrod, un rey de la antigua Babilonia. Fue quien construyó la torre de Babel, que se suponía se elevaría hasta el sol, hasta las puertas del cielo. Eso es lo que significa Babel: «la puerta de Dios». Y Nimrod significa «el rebelde… el que desobedece a los dioses».
—¡Todo un nombre para un vendedor de alfombras! —Me eché a reír, aunque, por supuesto, había observado las semejanzas con el nombre de otro a quien conocía.
—Sí —dijo Kamel—, si eso fuera todo lo que es.