Authors: Katherine Neville
Kamel le dijo unas palabras y la mujer se fue.
—Le he pedido que traiga a su esposo —me explicó él—. Podemos entrar en la tienda y esperar allí. Una de las esposas nos servirá café.
La tienda de alfombras era grande y ocupaba la mayor parte de la planta baja. Había alfombras apiladas por todas partes, plegadas y enrolladas en largos tubos contra las paredes. Había algunas extendidas sobre el suelo y otras colgadas de las paredes o de la barandilla del balcón interior de la segunda planta. Nos sentamos en el suelo, sobre cojines, con las piernas cruzadas. Entraron dos mujeres jóvenes, una de las cuales llevaba una bandeja con un samovar y tazas, y la otra, un soporte para colocarla. Dispusieron todo y nos sirvieron café. Al mirarme soltaban risitas y después bajaban rápidamente la vista. Al cabo de unos momentos se fueron.
—El-Marad tiene tres esposas —explicó Kamel—. La fe islámica permite hasta cuatro, pero no es probable que tome otra a estas alturas. Debe tener casi ochenta años.
—¿Usted no tiene esposa? —pregunté.
—Según la ley del Estado, un ministro solo debe tener una esposa —contestó Kamel—, de modo que hay que ser más cauteloso. —Me sonrió, pero parecía apagado. Era evidente que estaba nervioso.
—Al parecer estas mujeres me encuentran divertida. Cuando me miran, ríen —comenté para aliviar la tensión.
—Tal vez nunca habían visto a una mujer occidental —aventuró Kamel—. En todo caso, estoy seguro de que jamás habían visto una con pantalones. Probablemente desearían hacerle muchas preguntas, pero son demasiado tímidas.
En ese momento se abrieron las cortinas que había bajo el balcón y entró un hombre alto e imponente. Medía más de un metro ochenta y tenía la nariz larga y afilada, ganchuda como el pico de un halcón, cejas hirsutas sobre unos ojos negros y penetrantes, y cabellos negros veteados de canas. Vestía un largo caftán rojo y blanco de lana fina y ligera, y caminaba con paso vigoroso. No aparentaba más de cincuenta años. Kamel se levantó para saludarlo, se besaron en ambas mejillas y se llevaron los dedos a la frente y el pecho. Kamel le dijo algunas palabras en árabe y el hombre se volvió hacia mí. Su voz era más aguda de lo que yo esperaba, y suave… casi un susurro.
—Soy El-Marad —me dijo—. Los amigo de Kamel Kader son bienvenidos en mi casa.
Me indicó con un gesto que tomara asiento y se sentó frente a mí, con las piernas cruzadas a la turca. No advertí entre ambos hombres, que hacía por lo menos diez años que no hablaban, ninguna señal de la tensión mencionada por Kamel. El-Marad había arreglado su túnica en torno a sí y me miraba con interés.
—Le presento a mademoiselle Catherine Velis —dijo Kamel con gran cortesía—. Ha venido de América para trabajar para la OPEP.
—La OPEP —repitió El-Marad asintiendo con la cabeza—. Por fortuna aquí, en las montañas, no hay petróleo, porque si no también nosotros tendríamos que cambiar nuestra forma de vida. Espero que disfrute de su estancia en nuestra tierra y que a través de su trabajo, si es voluntad de Alá, prosperemos todos.
Levantó la mano y entró la madre con la niña. Dio a su marido la pieza de ajedrez y él me la tendió.
—Entiendo que ha hecho un regalo a mi hija —dijo—. Estoy en deuda con usted. Por favor, elija la alfombra que quiera.
Volvió a levantar la mano y madre e hija desaparecieron tan silenciosamente como habían entrado.
—No, por favor —dije—. Es solo un juguete de plástico.
Pero el hombre miraba la pieza que tenía en la mano y parecía no oírme. De pronto me miró con ojos de lince bajo el entrecejo fruncido.
—¡La reina blanca! —susurró. Lanzó una rápida mirada a Kamel y luego se volvió hacia mí—. ¿Quién la ha enviado? —me preguntó—. ¿Y por qué lo ha traído a él?
Sus palabras me cogieron por sorpresa y miré a Kamel. Entonces comprendí lo que sucedía. El anciano sabía por qué estaba yo allí… Tal vez la pieza de ajedrez fuera una especie de señal de que venía de parte de Llewellyn. Sin embargo, en tal caso, se trataba de una contraseña que Llewellyn no había mencionado.
—Lo siento muchísimo —dije tratando de suavizar la situación—. Un amigo mío, un anticuario de Nueva York, me pidió que viniera a verlo. Kamel ha tenido la amabilidad de traerme.
El-Marad permaneció unos minutos en silencio, pero sus ojos me miraban con expresión severa bajo las pobladas cejas. Toqueteaba la pieza de ajedrez como si fuera la cuenta de un rosario. Por último se volvió hacia Kamel y le dijo unas palabras en bereber. El ministro asintió y se puso de pie. Mirándome dijo:
—Creo que iré a tomar el aire. Parece que El-Marad quiere decirle algo en privado. —Me sonrió para demostrar que la rudeza de ese hombre extraño no le molestaba. Volviéndose hacia El-Marad agregó—: Catherine es dajil-ak, ya sabe…
—¡Imposible! —exclamó El-Marad levantándose también—. ¡Es una mujer!
—¿Qué es eso? —pregunté, pero Kamel había salido y me quedé a solas con el vendedor de alfombras.
—Dice que está usted bajo su protección —explicó El-Marad volviéndose hacia mí tras asegurarse de que el ministro se había marchado—. Es una costumbre beduina. En el desierto, un hombre perseguido puede aferrarse a las vestiduras de otro hombre. La responsabilidad de la protección es insoslayable para este, aunque no pertenezcan a la misma tribu. Rara vez se ofrece, a menos que se haya solicitado… ¡y jamás se brinda a una mujer!
—Tal vez Kamel pensó que dejarme a solas con usted exigía medidas extremas —apunté.
El-Marad me miró estupefacto.
—Es usted muy valerosa al hacer bromas en un momento como este —dijo lentamente, caminando alrededor de mí, escudriñándome—. ¿No le ha dicho Kamel que lo eduqué como a mi propio hijo? —El-Marad se detuvo y me dedicó otra de sus fastidiosas miradas—. Somos nahnu malihin, tenemos vínculos de sal. Si en el desierto comparte usted su sal con alguien, esa sal vale más que el oro…
—De modo que es usted beduino —dije—. Conoce todas las costumbres del desierto y jamás ríe… Me pregunto si Llewellyn Markham lo sabe. Tendré que enviarle una nota para hacerle saber que los beduinos no son tan corteses como los bereberes.
Ante la mención del nombre de Llewellyn El-Marad palideció.
—De modo que es él quien la envía —dijo—. ¿Por qué no ha venido sola?
Suspiré y miré la pieza de ajedrez que el hombre tenía en la mano.
—¿Por qué no me dice dónde están? —pregunté—. Ya sabe qué he venido a buscar.
—Muy bien —dijo. Se sentó, se sirvió un poco de café en una tacita y bebió un trago—. Hemos localizado las piezas e intentado comprarlas… en vano. Su propietaria ni siquiera quiere vernos. Vive en la casbah de Argel, pero es muy rica. Aunque no es dueña de todo el juego, tenemos razones para creer que posee muchas piezas. Podemos reunir los fondos para comprarlas… si usted consigue verla…
—¿Y por qué no quiere verlo a usted? —inquirí, repitiendo la pregunta que había hecho a Llewellyn.
—Vive en un harén —respondió—. Está enclaustrada… La palabra «harén» significa «santuario prohibido». Allí no puede entrar ningún hombre, salvo el amo.
—¿Y por qué no negociar con el marido? —pregunté.
—Ya no vive —contestó El-Marad, y dejó la taza de café con un gesto de impaciencia—. Él está muerto y ella es rica. Los hijos del difunto esposo la protegen, pero no son hijos de ella. No saben que tiene las piezas. Nadie lo sabe…
—Entonces, ¿cómo lo sabe usted? —pregunté levantando la voz—. Mire, acepté hacer este sencillo favor a un amigo, pero usted no me ayuda. Ni siquiera me ha dicho el nombre o la dirección de esa mujer.
Me miró fijamente.
—Se llama Mojfi Mojtar —dijo—. En la casbah no hay nombres de calles, pero no es grande… la encontrará. Cuando lo haga, ella accederá a vender si usted le da el mensaje secreto que voy a decirle. Ese mensaje abrirá todas las puertas.
—Muy bien —dije con impaciencia.
—Dígale que usted nació en el día santo islámico… el día de la Curación. Dígale que nació, según el calendario occidental… el 4 de abril…
Ahora fui yo quien lo miró fijamente. Se me heló la sangre y el corazón empezó a latirme muy deprisa. Ni siquiera Llewellyn sabía la fecha de mi cumpleaños.
—¿Y por qué tendría que decirle eso? —pregunté con toda la calma de que fui capaz.
—Es el día en que nació Carlomagno —murmuró—, el día en que el juego de ajedrez salió de la tierra… un día importante relacionado con las piezas que buscamos. Se dice que aquel destinado a reunir las piezas después de todos estos años habrá nacido ese día. Mojfi Mojtar conocerá la leyenda… y aceptará recibirla.
—¿Usted la ha visto alguna vez? —pregunté.
—Sí, una vez, hace muchos años… —respondió, y su expresión cambió al recordar el pasado.
Me pregunté cómo era en verdad ese hombre… un hombre que tenía negocios con un pusilánime como Llewellyn… un hombre a quien Kamel creía sospechoso de robar el negocio de su padre e incluso de haberlo enviado a la muerte, pero que había costeado su educación para que pudiera llegar a ser uno de los ministros más influyentes del país. Vivía como un ermitaño en esa aldea, a miles de kilómetros de cualquier parte, con varias esposas… pero tenía contactos comerciales en Londres y Nueva York.
—Entonces era muy hermosa —explicó—. Ahora debe de ser muy vieja. La vi, pero solo un momento. Naturalmente, entonces yo no sabía que ella tenía las piezas… que algún día sería… Sus ojos eran muy parecidos a los suyos. Eso sí lo recuerdo. —De pronto volvió a ponerse alerta—. ¿Es todo lo que desea saber?
—¿Cómo conseguiré el dinero si puedo comprar las piezas? —pregunté, volviendo a los negocios.
—Ya hablaremos de eso —dijo con brusquedad—. Puede ponerse en contacto conmigo a través de este apartado postal… —Me tendió un trozo de papel con un número. En ese momento una de las esposas asomó la cabeza entre los cortinajes y detrás de ella vimos a Kamel.
—¿Han terminado el negocio? —preguntó entrando en la habitación.
—Sí —respondió El-Marad. Se puso en pie y me ayudó a levantarme—. Su amiga es una negociadora dura. Puede reclamar el al-basharah para otra alfombra.
Sacó de un montón dos alfombras enrolladas de pelo de camello sin peinar. Los colores eran preciosos.
—¿Qué es lo que he reclamado? —pregunté sonriendo.
—El regalo que corresponde a alguien que trae buenas noticias —explicó Kamel echándose las alfombras a la espalda—. ¿Qué buenas noticias ha traído? ¿O eso también es un secreto?
—Ha traído un mensaje de un amigo —susurró El-Marad—. Si quiere, puedo enviar un chico con un carro para que baje con ustedes —agregó.
Kamel respondió que se lo agradecería, y mandaron a buscarlo. Cuando el chico llegó, El-Marad nos acompañó hasta la calle.
—Al-safar zafar! —dijo El-Marad agitando la mano.
—Un antiguo proverbio árabe —me explicó Kamel—. Significa: «Viajar es la victoria». Le desea lo mejor.
—No es tan cascarrabias como pensé al principio —dije a Kamel—. De todos modos, no me inspira confianza.
Kamel rió. Parecía mucho más tranquilo.
—Juega usted muy bien —señaló.
Se me encogió el corazón, pero seguí andando en la noche oscura. Me alegré de que Kamel no pudiera verme la cara.
—¿Qué quiere decir? —pregunté.
—Quiero decir que ha conseguido dos alfombras gratis del más astuto comerciante de Argelia. Si esto se supiera, su reputación quedaría arruinada.
Caminamos un rato en silencio, oyendo los chirridos de las ruedas de la carreta que nos precedía en la oscuridad.
—Creo que deberíamos pasar la noche en las dependencias del ministerio en Bouira —dijo Kamel—. Está a unos dieciséis kilómetros de aquí. Tendrán habitaciones agradables para nosotros y podríamos regresar a Argel mañana… a menos que prefiera volver a atravesar las montañas esta noche.
—Ni hablar —repuse.
Además, en el alojamiento del ministerio tendrían probablemente agua caliente y otros lujos de los que hacía meses no disfrutaba. Aunque El Riadh era un hotel encantador, su encanto había menguado después de dos meses bañándome en agua fría con serraduras de hierro.
Tras regresar al coche con nuestras alfombras, dar una propina al chico e iniciar el camino hacia Bouira, saqué mi diccionario de árabe para buscar unas palabras que me habían desconcertado.
Tal como sospechaba, Mojfi Mojtar no era un nombre. Significa «el elegido oculto». El elegido secreto.
La mañana del lunes posterior a nuestro viaje a Cabilia se armó la gorda. Había comenzado la noche anterior, cuando Kamel me llevó a mi hotel… y antes de marcharse dejó caer la bomba. Al parecer pronto se celebraría una conferencia de la OPEP, en la que tenía previsto presentar los hallazgos de mi modelo informático… un modelo que todavía no existía. Thérèse había recogido más de treinta cintas de datos sobre cantidad mensual de barriles por país. Tenía que formatearlas e introducir mis propios datos para obtener tendencias de producción, consumo y distribución. Después tenía que crear los programas capaces de analizarlas… y todo eso antes de que tuviera lugar la conferencia.
Por otra parte, con la OPEP nunca se sabía qué quería decir «pronto». Las fechas y lugares en que habían de celebrarse las conferencias se mantenían en el más absoluto de los secretos hasta el último momento… en el supuesto de que resultarían menos convenientes para la agenda de los terroristas que para la de los ministros de la OPEP. En algunos círculos se había levantado la veda y en los últimos meses habían eliminado a algunos ministros de la OPEP. El hecho de que Kamel me hubiera anunciado la inminente reunión daba fe de la importancia de mi modelo. Sabía que esperaban que proporcionara datos.
Para colmo, cuando llegué al centro de datos del Sonatrach, en lo alto de la colina central de Argel, me esperaba un mensaje en sobre oficial pegado a la consola en la que realizaba mi trabajo. Era del Ministerio de la Vivienda: por fin me habían encontrado un apartamento de verdad. Podía mudarme esa noche; de hecho, tenía que hacerlo o lo perdería. En Argel la vivienda era escasa y yo había esperado dos meses por esta. Tendría que volver deprisa al hotel, preparar las maletas y marcharme en cuanto el timbre anunciara la hora de salida. Con tantos acontecimientos, ¿cómo iba a arreglármelas para cumplir con mi objetivo de buscar a Mojfi Mojtar en la casbah?