Authors: Katherine Neville
No había directorio del edificio ni ventanilla de información, y delante de cada uno de los ascensores disponibles se agolpaba una multitud. Además, no tenía ganas de ir arriba y abajo en compañía de mirones con los ojos abiertos como platos, sobre todo porque no estaba segura de qué departamento buscaba. Así pues, me encaminé hacia las anchas escaleras de mármol que conducían a la planta superior. Un hombre atezado, con traje occidental, me cortó el paso.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó con brusquedad colocándose justo entre la escalera y yo.
—Tengo una cita… —respondí, tratando de pasar— con el señor Kader. Émile Kamel Kader. Estará esperándome.
—¿El ministro del petróleo? —dijo él mirándome con incredulidad. Para mi estupefacción, asintió cortésmente y añadió—: Por supuesto, madame. La acompañaré.
Mierda. No tenía más remedio que permitir que me condujera de regreso a los ascensores. El tipo me había cogido del codo y se abría camino a través de la muchedumbre como si fuera la reina madre. Me pregunté qué sucedería cuando descubriera que no tenía ninguna cita.
Para colmo, pensé de pronto, mientras él conseguía un ascensor solo para nosotros dos, mi competencia lingüística en francés era muy limitada. En fin, tendría tiempo de planear mi estrategia mientras esperaba horas y horas en las antesalas, como, según me había dicho Pétard, era de rigueur. Eso me permitiría pensar.
Cuando salimos del ascensor en la última planta, un enjambre de habitantes del desierto vestidos con túnicas blancas se arremolinaba cerca del escritorio de recepción. Esperaban a que el pequeño recepcionista con turbante registrara sus maletines en busca de armas. El hombre estaba sentado detrás del alto escritorio, donde una radio portátil transmitía música a todo volumen, e inspeccionaba los maletines con un leve movimiento de la mano. El grupo que lo aguardaba era bastante impresionante. Aunque sus atuendos parecían sábanas, el oro y los rubíes que brillaban en sus dedos hubieran provocado el desvanecimiento de Louis Tiffany.
Mi escolta atravesó la exposición de lo que parecían sudarios pidiendo excusas y, arrastrándome tras de sí, dijo unas palabras en árabe al recepcionista, que salió de detrás del escritorio y nos precedió trotando por el pasillo. Cuando llegó al final, lo vi detenerse para hablar con un soldado que llevaba un fusil colgado del hombro. Ambos se volvieron para mirarme y el soldado desapareció tras la esquina. Al cabo de unos minutos regresó y nos indicó por señas que nos acercáramos. El hombre que me había acompañado desde el vestíbulo asintió y se volvió hacia mí.
—El ministro la recibirá ahora mismo —dijo.
Echando una última mirada al Ku Klux Klan que había dejado atrás, cogí mi cartera y lo seguí al trote.
Al final del pasillo, el soldado me indicó que lo siguiera y con paso marcial dobló la esquina para enfilar otro más largo que conducía a un par de puertas talladas de unos cuatro metros de altura.
Al llegar allí se detuvo, se puso en posición de firmes y esperó. Respiré hondo, abrí una puerta y entré en un fabuloso vestíbulo con suelo de mármol gris oscuro y una enorme estrella de mármol rosado en el centro. Al otro lado, a través de unas puertas abiertas se veía un despacho enorme cubierto por una alfombra de Boussac, negra con cuadrados que enmarcaban gruesos crisantemos rosados. A lo largo de la pared del fondo, que era curva, había amplias puertaventanas de muchas hojas, todas abiertas, de modo que los cortinajes flotaban hacia el interior. Más allá, entre las copas de las altas palmeras datileras se veía el mar.
Apoyado en la barandilla de hierro forjado del balcón, un hombre alto y esbelto, de cabellos claros, contemplaba el mar. Cuando entré, se volvió hacia mí.
—Mademoiselle —dijo cordialmente, y rodeó el escritorio para estrecharme la mano—, permítame que me presente. Soy Émile Kamel Kader, el ministro del petróleo. Deseaba conocerla.
Hizo la presentación en inglés. Estuve a punto de desplomarme de alivio.
—Le sorprende que hable inglés —añadió con una sonrisa, y no precisamente la clase de sonrisa diplomática que hasta entonces me habían dedicado los locales. Esta era una de las más cálidas que había visto. Continuó estrechando mi mano más de lo necesario—. Crecí en Inglaterra y estudié en Cambridge. De todos modos, en el ministerio todos hablan algo de inglés. Al fin y al cabo, es la lengua del petróleo.
También su voz era muy cálida, dulce y dorada como miel cayendo en una cuchara. De hecho, todo en él me recordaba a la miel: ojos ambarinos, cabello ceniciento y ondulado, piel atezada. Cuando sonreía, lo que hacía a menudo, en torno a sus ojos aparecía una red de pequeñas arrugas, señal de que pasaba demasiado tiempo al sol. Me acordé del partido de tenis y le devolví la sonrisa.
—Siéntese, por favor —dijo. Me condujo hacia una silla de palo de rosa exquisitamente tallada. Luego se acercó a su escritorio, apretó el botón del intercomunicador y dijo unas palabras en árabe—. He pedido que nos traigan té —me explicó—. Tengo entendido que se aloja en El Riadh. La comida que sirven es en su mayor parte enlatada, desagradable, aunque el hotel es precioso. Si no tiene otros planes, después de nuestra entrevista la llevaré a almorzar. Así verá de paso la ciudad.
Yo estaba desconcertada por el cordial recibimiento y supongo que se me notaba, porque agregó:
—Probablemente se preguntará por qué la han traído tan rápido a mi despacho.
—Tengo que admitir que me habían dicho que tendría que esperar bastante tiempo.
—Verá, mademoiselle… ¿puedo llamarla Catherine? Estupendo, y usted debe llamarme Kamel, mi nombre de pila, digamos. En nuestra cultura negar algo a una mujer se considera una falta de educación, impropio de un hombre. Si una mujer asegura que tiene una cita con un ministro, no se la deja en las antesalas, sino que se la hace pasar enseguida. —Y dejó escapar su hermosa risa dorada—. Ahora que conoce el truco, podrá hacer lo que le venga en gana durante su estancia aquí.
Su larga nariz aguileña y amplia frente daban a su perfil el aspecto de la efigie de una moneda. Había algo en él que me resultaba familiar.
—¿Es usted cabila? —pregunté de pronto.
—¡Sí! —contestó complacido—. ¿Cómo lo ha sabido?
—Una simple conjetura —respondí.
—Muy buena. Gran parte del ministerio es de origen cabila. Aunque constituimos menos del quince por ciento de la población de Argelia, el ochenta por ciento de los puestos oficiales de responsabilidad está en manos de cabilas. Los ojos dorados siempre nos traicionan. Los tenemos así de tanto mirar el dinero. —Se echó a reír.
El ministro estaba de tan buen humor que decidí que era el momento adecuado para plantear un tema difícil… aunque no sabía muy bien cómo abordarlo. Al fin y al cabo, había expulsado de su despacho a los socios de mi empresa porque tenía un partido de tenis. ¿Qué podía impedirle sacarme en volandas por meter la pata? En todo caso, estaba en el sanctasanctórum… tal vez no volviera a tener una oportunidad como esa. Decidí aprovecharla.
—Verá, hay algo de lo que quiero hablar con usted antes de que llegue mi colega a final de semana —empecé.
—¿Su colega? —dijo sentándose detrás del escritorio.
¿Eran imaginaciones mías o de pronto se había puesto en guardia?
—Mi gerente, para ser exacta —expliqué—. Mi empresa ha llegado a la conclusión de que, como todavía no tenemos un contrato firmado, es precisa la presencia de este gerente in situ para supervisar la operación. En realidad, al venir hoy aquí he desobedecido las órdenes que me dieron, pero he leído el contrato —agregué sacando una copia de mi cartera y poniéndola sobre el escritorio— y, francamente, no creo que necesite tanta supervisión.
Kamel miró el contrato y después a mí. Juntó las manos en actitud de oración y bajó la cabeza, como si estuviera reflexionando. Yo estaba segura de que había ido demasiado lejos. Por fin habló:
—¿De modo que usted cree en la virtud de la desobediencia? —preguntó—. Eso es interesante… me gustaría saber por qué.
—Este es un contrato para contar con los servicios de un asesor —expliqué señalando el documento que no se había dignado a tocar—. Según sus términos, debo efectuar análisis de recursos petroleros, tanto en el subsuelo como en el barril. Para ello solo necesito un ordenador… y un contrato firmado. Un jefe no haría más que interferir.
—Ya veo —repuso Kamel con expresión seria—. Me ha dado una explicación sin contestar a mi pregunta. Permítame que le haga otra. ¿Conoce los números de Fibonacci?
Contuve una exclamación.
—Un poco —admití—. Se utilizan para realizar prácticas bursátiles. ¿Podría decirme por qué le interesa un tema tan… digamos erudito?
—Por supuesto.
Kamel apretó un botón. Momentos después apareció un asistente con un cartapacio de piel, se lo tendió y salió.
—El gobierno argelino —dijo el ministro sacando un documento y tendiéndomelo— cree que el suministro de petróleo de nuestro país es limitado, como máximo para unos ocho años más. Tal vez encontremos más en el desierto; tal vez no. En este momento el crudo es nuestro producto de exportación básico; gracias a él el país paga todas las importaciones, incluida la de alimentos. Disponemos de muy poca tierra cultivable, como verá. Importamos toda la leche, la carne, los cereales, la madera… hasta la arena.
—¿Importan arena? —pregunté levantando la vista del documento que había empezado a leer. Argelia tenía cientos de miles de kilómetros cuadrados de desierto.
—Arena para fines industriales, para la manufactura. La del Sahara no es adecuada para esos propósitos. De modo que dependemos por completo del petróleo. No tenemos reservas, pero sí un gran yacimiento de gas natural. Es tan grande que quizá con el tiempo seamos los mayores exportadores mundiales de este producto… si encontramos la manera de transportarlo.
—¿Y eso qué tiene que ver con mi proyecto? —pregunté. Había hojeado el documento y, aunque estaba escrito en francés, no había visto ninguna referencia al petróleo o al gas natural.
—Argelia es miembro de la OPEP. Cada país miembro negocia en la actualidad sus contratos y establece individualmente los precios del crudo, que son distintos según los países. En todo esto desempeñan un papel importante la subjetividad y la negociación. Como país anfitrión de la OPEP, proponemos que nuestros miembros adopten el concepto de negociación colectiva. Esto servirá a dos propósitos: para empezar, aumentará de manera espectacular el precio por barril, manteniendo el coste fijo de explotación; en segundo lugar, podremos reinvertir el dinero en adelantos tecnológicos, como han hecho los israelíes con los fondos occidentales.
—¿Quiere decir en armas?
—No —respondió Kamel sonriendo—, aunque es verdad que al parecer todos gastamos mucho en ese concepto. Me refería a adelantos industriales, y más aún: podemos llevar agua al desierto. Como sabe, la irrigación es la raíz de toda civilización…
—Sin embargo, en este documento no veo nada que refleje lo que está diciendo —observé.
En ese momento un ayuda de cámara con guantes blancos trajo el té con un carrito. Sirvió el té de menta, que yo ya había probado, vertiendo un lago chorro humeante en los vasos pequeños, donde producía un silbido al caer.
—Esta es la manera tradicional de servir el té de menta —explicó Kamel—. Se trituran las hojas de menta verde y se sumergen en agua hirviendo. Contiene todo el azúcar que es capaz de absorber. En algunos lugares se dice que es un tonificante; en otros se cree que es un afrodisíaco.
Rió mientras acercábamos nuestros vasos y bebimos el té perfumado.
—Tal vez podamos continuar nuestra conversación —dije, tan pronto como se cerró la puerta detrás del ayuda de cámara—. Usted tiene un contrato sin firmar con mi empresa según el cual desea calcular las reservas de crudo, y aquí tiene un documento que reza que quiere analizar la importación de arena y otras materias primas. Desea prever cierta tendencia, porque de lo contrario no habría mencionado los números de Fibonacci. ¿Por qué tantas historias distintas?
—Solo hay una —afirmó Kamel. Dejó su vaso de té y me miró fijamente—. El ministro Belaid y yo hemos estudiado con atención su résumé. Estuvimos de acuerdo en que usted sería la persona indicada para este proyecto… su historial demuestra que está dispuesta a quebrantar las reglas… —Esbozó una amplia sonrisa—. Verá, querida Catherine, esta misma mañana he negado el visado a su gerente, monsieur Pétard.
Atrajo hacia sí la copia del ambiguo contrato, sacó una pluma y escribió su nombre al pie.
—Ahora tiene un contrato firmado que explica su misión aquí —añadió pasándomelo por encima del escritorio.
Miré la firma y sonreí. Kamel me devolvió la sonrisa.
—Excelente, jefe —dije—, y ahora, ¿tendrá alguien la amabilidad de explicarme lo que debo hacer?
—Queremos un modelo informático —susurró—. Preparado en el mayor secreto.
—¿Y qué tiene que hacer el modelo? —pregunté. Estrechaba el contrato contra mi pecho, deseando ver la cara de Pétard cuando recibiera en París el contrato cuya firma no había conseguido ni una delegación de socios.
—Nos gustaría poder predecir —respondió Kamel— cómo reaccionará el mundo, en términos económicos, cuando le cortemos el suministro de petróleo.
Las colinas de Argel son más escarpadas que las de Roma o San Francisco. Hay lugares donde incluso resulta difícil permanecer de pie. Cuando llegamos al restaurante —una estancia pequeña en la segunda planta de un edificio que daba a una plaza abierta—, estaba sin aliento. El local se llamaba El Baçour, que, según explicó Kamel, significaba «silla del camello». En la pequeña entrada y el bar había sillas de camello dispersas, todas ellas con hermosos bordados de hojas y flores de bellos colores.