Todos los aparatos egipcios estaban en tierra tras haber recibido órdenes de que permaneciesen en los hangares o en pistas secundarias. Los únicos aparatos que se veían eran aviones militares pintados de verde, principalmente cazas y helicópteros de combate. A lo largo de la iluminada periferia del aeródromo, se había situado una línea de tanques 235 Ml AZ, como medida de precaución ante cualquier potencial amenaza procedente del otro lado de la valla electrificada.
El reactor se deslizó por la pista hasta detenerse en la puerta 6. El silencio se hizo más denso al ser desconectado el último motor. Alrededor del aparato, varios Jeep atestados de
muhtasibin
aguardaban como chacales al acecho del agonizante león. Otra dotación montaba guardia a pie, rifle en mano. Unos potentes focos iluminaron la franja que separaba el aparato del edificio de la terminal más próximo.
Un pequeño elevador provisto de ruedas se situó junto al fuselaje. Instantes después se abrió la puerta. Un asistente de vuelo asomó la cabeza unos instantes y se retiró hacia el interior en seguida. Entonces apareció el Papa, vestido de blanco y sentado en su silla de ruedas. El padre Nualan lo condujo hasta la plataforma. Alguien apretó un botón y descendieron lentamente; el sacerdote iba erguido, con la mano apoyada en el respaldo de la silla, y el Pontífice haciendo acopio de toda su dignidad, con las manos entrelazadas en el regazo y el rostro inexpresivo.
El elevador se detuvo. Un
muhtasib
levantó el pestillo de la barra de protección y atrajo hacia sí la silla. Momentos después se acercó un hombre alto, impecablemente vestido. Se detuvieron frente a él.
—Bienvenido a Egipto, Santidad —dijo en perfecto inglés y sin asomo de ironía.
El Papa se percató de inmediato de que no era egipcio.
—No elige usted sus palabras muy adecuadamente —replicó el Papa—. Me han obligado a venir aquí bajo coacción, como un rehén, no como un huésped. Le ruego que no finja querer tratarme de otro modo. Me he puesto en sus manos, soy su prisionero, de manera que insisto en que me trate como a tal.
El holandés frunció el entrecejo y desvió la mirada, algo apocado, ocultando su tensión. Le resultaba difícil controlar sus emociones. En su fuero interno, el niño católico, el muchachito vestido de primera comunión y el futuro sacerdote se debatían entre el azoramiento y el temor. Hacía mucho tiempo que les había impuesto a todos ellos la tiranía de su nueva fe: el circuncidado y barbudo adulto que elevaba plegarias en árabe y hacía constantes abluciones, casi olvidadas ya sus largas vigilias ante otro altar, las noches pasadas de rodillas, tanto tiempo atrás, en lugares santos muy distintos de aquellos en los que ahora se recogía.
—Síganme —espetó, desoyendo sin remordimientos las protestas del niño que clamaba en su interior.
—No iré a ninguna parte sin garantías —le atajó el Papa.
—No está usted precisamente en situación de…
—Primera y principal: los miembros de mi secretaría y la tripulación de a bordo serán autorizados a abandonar Egipto en cuanto el aparato haya repostado y esté listo para el despegue.
—No puedo…
—En segundo lugar, mi presencia aquí en Egipto no será dada a conocer a la prensa mundial esta noche. Pueden, si lo desean, decir que estoy aquí por propia voluntad y que por propia voluntad me marcharé.
—En modo alguno… Se le dijo…
—En tercer lugar, todos los cristianos extranjeros retenidos en suelo egipcio serán liberados de inmediato y se les permitirá regresar a su país. El mecanismo para el cumplimiento efectivo de esta medida lo dejo a su discreción. Pero en ningún caso deberán sufrir el menor daño.
—Eso es aceptable. Sin embargo, algunos coptos tienen doble nacionalidad, la mayoría estadounidense. Lamento que ellos…
—Se les deberá permitir abandonar el país. Éstas son mis condiciones. Puede que les comunique otras después. Se lo haré saber.
—Me parece que no lo entiende —repuso el holandés muy irritado ya, resuelto a mostrarle al Pontífice hasta dónde llegaba su poder—. No está en situación de poner condiciones. El mensaje que recibió era bastante explícito. Si no llega usted a su destino a medianoche, empezarán a morir coptos. Le doy mi palabra. Mis subalternos tienen las órdenes oportunas.
El Papa se crispó visiblemente. Nualan, que le conocía hacía muchos años, no acertaba más que a hacer conjeturas sobre lo que pasaba por su mente. Algo tenía muy preocupado al Santo Padre, algo que iba mucho más allá de aquella situación, algo que le abrumaba desde mucho antes de salir del Vaticano. El Papa parecía amedrentado y, al mismo tiempo, rebosar de incontenible rabia.
—¿Cuándo me entrevistaré con el presidente al-Qurtubi?
—Le aguarda en su destino. Puedo asegurarle que espera con el mayor interés reunirse con usted.
Cruzaron la ciudad en automóvil, primero hacia el norte y luego hacia el oeste. Les habían hecho subir sin la menor ceremonia a un coche grande y negro. El holandés se sentó delante. En el asiento de atrás iban el Papa y el padre Nualan. Frente a ellos, en asientos abatibles, iban Michael y Aisha fuertemente esposados, y a su lado un
muhtasib
que no les quitaba ojo de encima. El Pontífice ocupaba la parte izquierda del asiento, en el sentido de la marcha, y miraba hacia la oscuridad, el alumbrado eléctrico de las carreteras y de los edificios que se veían a lo lejos, en la parte sur de la ciudad, superponiéndose a la historia: Babilonia
la Furcia
, Babel, la Gran Urbe, Sodoma y Egipto; la ciudad de las torres, la ciudad de los monstruos, de las blasfemias, de las deformaciones; El Cairo Victorioso. No comprendía por qué brillaba tanto el cielo, por qué un rojo resplandor bañaba el horizonte. El sol se había puesto hacía rato y el resplandor procedía del sur, no del oeste.
—¿Qué es esa luz, allá en el cielo?
El holandés apenas ladeó la cabeza. No necesitaba mirar para saber de qué se trataba.
—El Cairo está en llamas —respondió.
Lo dijo en un tono inexpresivo, sin emoción alguna, como si fuese un guía viejo y hastiado, o un intérprete harto de repetir, por enésima vez, el mismo acontecimiento de la historia de la metrópoli; como si se tratase de una escaramuza entre fatimitas y mamelucos, la quema de un palacio, las ruinas de una calle o de un barrio.
El Papa volvió a mirar. Entonces reparó en que el rojo resplandor que creyó que procedía del cielo, en realidad era proyectado hacia las nubes por un bosque de llamas que se elevaba no muy lejos de allí. De haber sido de día, hubiese visto una franja de humo negro en el horizonte. Parecía extenderse a lo largo de muchos kilómetros.
—¿El Cairo? ¿Toda la ciudad? No hablará en serio.
—El incendio empezó hace unas horas. Un predicador lo inició en una mezquita de Sayyida Zaynab. Dijo que la ciudad estaba maldita, como las Ciudades de la Llanura, que Dios las había condenado y que no las redimiría hasta que no ardiesen. Sólo así se podría acabar con la epidemia en El Cairo, en Egipto, en nuestras almas.
—¿Y no se está haciendo nada? —preguntó Michael.
—¿Hacer? —repuso el holandés encogiéndose de hombros—. ¿Qué se podría hacer? ¿Y por qué habría que hacer algo? Es la voluntad de Dios. ¿Qué podríamos hacer nosotros?
—Pero ahí viven millones de personas —protestó el Papa—. Habrá una enorme cantidad de víctimas. El Gobierno tiene que hacer algo. Deben ustedes salvar a cuentos puedan.
El holandés volvió la cabeza y miró a su prisionero. Ya había quedado claro cuál era su relación; no había lugar para la ambigüedad.
—¿Qué nos sugiere que hagamos, Santo Padre? Ingentes multitudes recorren la ciudad antorcha en mano, prendiendo fuego a los edificios, viendo cómo las llamas consumen la epidemia, presenciando el divino acto purificador. ¿Quién sabe? A lo mejor tienen razón. Todos los apestados que hay ahora en la ciudad perecerán, de manera que habrá menos contagios.
—¿Y luego, cuando los supervivientes se queden sin comida, ni agua, ni medicinas? ¿No rebrotará con más virulencia?
—Habrá muy pocos supervivientes —contestó el holandés.
—Han sido ustedes quienes han provocado el incendio, ¿verdad? —dijo Aisha inclinándose hacia delante—. Querían que ocurriese una cosa así.
El holandés miró a través de la ventanilla.
—Es la voluntad de Dios —le musitó a la noche.
Y en el horizonte, la voluntad de Dios ardía con tal intensidad que habría podido verse desde el espacio, de haber alguien allá arriba mirando.
E
l Cairo iba quedando atrás, como un faro en el mar, adentrándose en la oscuridad. Hacia el norte de la ciudad, el cielo aparecía maravillosamente iluminado. A lo largo de varios kilómetros, el incendio dominaba el horizonte como una hoguera en lo alto de una loma. Michael se preguntaba si terminaría allí o si Egipto sería un rosario de pueblos y ciudades en llamas, a orillas y en el delta del Nilo. Durante largo rato vieron caer en derredor una lluvia de pavesas que semejaban copos de nieve, cruzando los haces de los faros del automóvil: cenizas de la madera de los muebles, cenizas de prendas de seda y terciopelo, cenizas de carne humana. A lo largo de muchos kilómetros, el blanco manto de nieve se veía horadado y ennegrecido por chamuscados fragmentos de objetos que caían del cielo.
Tardaron aún varios kilómetros en ver el cielo y la tierra despejados, como purificados por un súbito viento, la noche serena, presidida por la luna, atestada de estrellas silentes que se extendían sin solución de continuidad. Avanzaban por un mundo inmaculado, como en un sueño, como si estuviera cubierto por decenas de miles de sábanas blancas.
Y el frío desierto, una estéril tiniebla penetrada tan sólo por el brillo de las estrellas. Hacía una hora que había dejado de nevar y la pálida luz de la luna hacía resplandecer la enorme extensión nevada. El tejido de estrellas parecía interminable, prolongando la textura del universo más allá de lo imaginable. Si había un Dios, no estaba allí, oculto tras el polvo de las galaxias; estaría aquí abajo, muerto y enterrado entre los escombros de los siglos, ahogado por la arena, con los huesos aplastados, rotos, su espíritu perdido, errante entre peñas y arenales.
El Papa rebulló en el asiento, tratando de ahuyentar la depresión que se había apoderado de él media hora después de salir de El Cairo. No temía por sí mismo, no le angustiaba la suerte que pudiera correr; ya pasó por lo peor en Belfast. No sentía más que la lógica preocupación por los coptos, cuyas vidas pendían de un hilo. Es imposible albergar un intenso sentimiento de compasión por aquellos a quienes no se conoce personalmente, compadecerse del mundo entero. No le avergonzaba no sentirse más compungido. Lo que sí sentía era un abrumador temor religioso, un pánico casi supersticioso al pensar que Dios podía haber muerto de verdad, que la Bestia le hubiese ganado la partida, que el Enemigo estuviese al borde de la eterna victoria y que, a partir de aquella noche, ya nada fuese igual. Se sentía personalmente responsable de semejante fracaso y le agobiaba un abrumador sentimiento de culpabilidad. Había ignorado las advertencias de Paul Hunt, confiado en su inviolabilidad, en la santidad de su ministerio. Dejándose llevar por la arrogancia, había depositado su fe en su propia capacidad de maniobra. Y ahora todo abocaba en un amargo final en el más desolado lugar, en una tiniebla en la que no cabía Dios, ni siquiera un falso dios.
Desde el exterior sólo le llegaba el ronroneo del pesado vehículo militar, de las ruedas que se deslizaban por la nieve, obligando al conductor a poner los cinco sentidos para no salirse de la carretera. Nadie había abierto la boca desde que salieron de El Cairo. El holandés iba callado como un muerto, mirando con fijeza al frente. El padre Nualan rezaba. No había dejado de musitar plegarias desde que partieron, como si aún viese en Dios una posibilidad y la salvación fuera sólo cuestión de kilómetros, minutos y avemarías.
Remontaban lomas para luego descender a profundas hondonadas, como si tratasen de eludir la escrutadora mirada de las estrellas. Pero el coche siempre volvía a ascender, proyectando fugazmente la luz de sus faros hacia el cielo, rozando la menguante luna, apenas un trazo, ignorada, como un celeste retal cerca del horizonte.
Se produjo un súbito cambio en el sonido que llegaba del exterior, al adentrarse las ruedas por la arena y la grava que la nieve cubría. Había abandonado la larga autopista que comunica El Cairo con los oasis e iban a campo traviesa por un desolado paisaje. No se veían señales que pudieran orientar al conductor. Probablemente porque no las había. El coche cabeceaba y daba bandazos por el pedregal salpicado de matas, zarandeando a los pasajeros. El Papa apretó los dientes y se asió para no perder el equilibrio.
Llegaron a la boca de un desfiladero, a una garganta con paredes tan altas como las de una catedral. El conductor detuvo el vehículo y cerró el contacto. El silencio vibró en el paso, como si hubiesen pulsado una tensada cuerda, y se extinguió lentamente. El holandés miró hacia atrás.
—No se puede seguir en coche. Pero hay otro medio de transporte.
El conductor apagó y encendió los faros tres veces. Al cabo de unos segundos, se vio un haz que respondía a su señal desde la oscuridad. Transcurrieron varios minutos y luego apareció una tenue silueta en el haz de los faros, seguida de otras siluetas. Todos llevaban gruesas
galabiyyas
de invierno, con la capucha puesta y el rostro velado por las sombras. Iban montados en mulo y tirando de la brida de otro.
El padre Nualan se inclinó hacia delante, posando la mano en el hombro del holandés.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. ¡No pretenderán que Su Santidad vaya en mulo! Desde luego no por un sitio así. Está imposibilitado. No puede…
El Papa posó suavemente la mano en el brazo de su secretario y movió la cabeza. El holandés ya se había vuelto y miraba fijamente al sacerdote. Con la tenue claridad que producían los faros, el rostro del holandés apenas se distinguía. Su voz era queda, casi inaudible.
—Padre —replicó el holandés—, permítame que le aclare cuál es su situación aquí. Esto no es el Vaticano. Éste no es un país cristiano. Se le ha permitido a usted acompañar a esta persona porque, tal como ha dicho, está imposibilitado y necesita un acompañante. Pero ahora su presencia no es imprescindible. Estos hombres le devolverán a El Cairo. Podrá aguardar en el aeropuerto a su amo.