—Pero usted no quería eso, ¿verdad?
—No, traté de disuadirle, pero no me hizo caso.
—¿Y qué objeto tenía tratar de disuadirle? Aquellos a quienes Dios ha escogido…
—Escogido o no, es mi hermano. No sabe nada de al-Qurtubi. Nadie sabe nada de él. Para ellos no es más que el líder de una organización terrorista, una organización de la que ni siquiera conocen el nombre.
—¿Y sólo nosotros sabemos la verdad?
—Sí.
—¿No cree que puede ser una arrogante presunción por nuestra parte? Quizás haya llegado el momento y otros sean informados.
—Como usted mismo ha dicho, ¿qué objeto tendría?
—Quizá debería decírselo a su hermano.
—No es creyente; no me creería.
—Aun así.
—Lo pensaré.
—¿Y sus amigos no pueden ayudarle?
—Creo que sí. Sí. Podrían encontrar a al-Qurtubi.
—Pero ¿cree que a tiempo?
—Quizá —repuso Paul—. Ha surgido una complicación —añadió—. Una mujer. Se llama Aisha Manfaluti.
—¿La esposa del político?
—Es la… —Paul vaciló—, la amante de mi hermano desde hace meses. Se conocieron en Inglaterra nada más morir mi padre. Les presentó un hombre llamado Holly, el jefe de la sección de Egipto en Londres.
—¿Y dónde está la complicación?
—Manfaluti está muerto y su esposa ha desaparecido. Temo que haya caído en manos de al-Qurtubi.
—Que Dios se apiade de su alma entonces.
—Sí…
Paul no añadió nada más. El padre Gregory empezó a levantarse del taburete. Paul se inclinó y le ayudó, cogiéndole del brazo. De pronto miró en derredor, como si hubiese oído algo.
—No es nada, hijo mío. No haga caso. Sólo son sombras.
—No puedo evitarlo, padre. Estoy asustado.
—Pasará. Recuerde que no son nada. Ahora creo que ha llegado el momento de lo que le dije.
Paul guardó silencio, sin poder sustraerse al miedo que sentía. Había convivido con él desde hacía ocho meses y había llegado a apoderarse de su persona. Y allí, tan cerca…
Apoyándose en el brazo de Paul, el padre Gregory se dirigió hacia uno de los tres
haykal
, un alto ábside situado a la izquierda y bajo el que se abría una empinada escalera. Al lado había una pequeña lámpara de pie. El padre Gregory señaló la lámpara y Paul la encendió con la llama de un cirio que ardía en un candelero.
—Por aquí —indicó el padre Gregory.
Paul fue delante, medio ladeado para ayudar al anciano a bajar. Los escalones eran muy antiguos y estaban gastados por el paso de generaciones de peregrinos. Paul sólo había bajado allí una vez, hacía muchos años, durante su primera visita a El Cairo tras tomar el hábito. Entonces aún no conocía al padre Gregory.
Qué poco sabía aún Paul del sacerdote copto. Había hecho preguntas, claro; toda una indagación en el patriarcado a través de la nunciatura, pero nadie le pudo decir gran cosa sobre él. Había descubierto que el anciano nació hacía casi noventa años en el seno de una antigua familia copta de un pueblo cercano a Minya. Hizo sus votos a la edad de quince años e ingresó en el monasterio de Dair Baramus, en Uadi Natrun, un antiguo enclave del desierto al oeste de Ciudad Sadat. El padre Gregory no tardó en labrarse fama de erudito. Pese a que le invitaron más de una vez a ingresar en el más importante monasterio copto, Abu Maqar, él prefirió quedarse en Dair Baramus con sus libros y un montón de gatos que le seguían por todas partes.
Después, mucho después, el padre Gregory abandonó su retiro en el desierto. El pope Shenouda, jefe de la Iglesia copta, reclamó personalmente su presencia en El Cairo. Y ahí empezaba el problema, porque Paul había sido incapaz de reconstruir los últimos veinticinco años de la vida del padre Gregory. Había lagunas, misteriosos silencios, idas y venidas inexplicables. El anciano sacerdote se cerraba en banda cuando se le preguntaba por sus actividades. Paul sabía que no podía confiar plenamente en él; pero también que no tenía más alternativa que confiar.
La cripta del santuario databa de los tiempos del Imperio romano. Según la tradición, era el lugar donde María, José y el Niño Jesús permanecieron cuando se produjo su huida a Egipto. También según la tradición, José trabajó en la torre cercana.
El padre Gregory se detuvo ante el pequeño altar e inclinó la cabeza para rezar. Paul rezó con él. No creía en las tradiciones, no le merecían ninguna credibilidad los que pasaban por ser santos lugares de la región en la que Cristo comió, habló o murió; pero, en la oscuridad de la cripta, su pequeño desacuerdo con las creencias no parecía importar mucho.
El viejo sacerdote alzó la cabeza como si escuchase algo.
—¿Está dispuesto? —preguntó.
Paul notó que se le quedaba la boca seca. Y se dijo que no, que no estaba preparado para aquello.
El padre Gregory sacó de un bolsillo una pesada cartera de piel. La abrió y sacó una llave grande de hierro.
—Nunca hubo más llave que ésta —dijo el anciano—. Ha pasado de generación en generación. Ahora es mía por un tiempo.
A Paul le dio un vuelco el corazón. Se sentía como un pajarillo asustado. El anciano señaló hacia una losa que había en un rincón.
—Aquí —dijo—. Ayúdeme a levantarla.
Paul se agachó y encontró un resquicio lo suficientemente ancho para introducir los dedos. Con gran sorpresa por su parte, el padre Gregory se agachó también y metió la mano por el otro lado. La losa se movió con bastante facilidad. Debajo había una trampilla de madera.
La llave encajaba perfectamente en la cerradura, que se abrió lentamente, como si se resistiese. Una vez hubo abierto, el padre Gregory guardó la llave en la cartera y ésta en su bolsillo. Miró a Paul.
—¿Tiene miedo? —le preguntó.
Paul asintió con la cabeza. El día anterior se había confesado.
—Sería impropio estar en pecado en el lugar al que vamos —musitó el anciano.
Acto seguido asió una manija incrustada en la trampilla, justo debajo de la cerradura. Tiró de ella haciendo un visible esfuerzo y levantó la trampilla. Paul se agachó para ayudar al anciano. A sus pies, apenas iluminados por la lámpara, unos gastados escalones emprendían un descenso suave, pero que daba vértigo.
M
ichael se despertó con un terrible dolor de cabeza. Por unos momentos le pareció que nada tenía sentido. El lugar donde se encontraba, el lugar del que procedía y todo lo que estaba sucediendo se le antojaban enigmas para los que no tenía respuesta. Tenía mal sabor de boca, y el estómago vacío y revuelto a la vez. La habitación en la que había dormido estaba helada. Sospechó que debía de tratarse de un jesuítico ascetismo y dejó escapar un fuerte gruñido a modo de protesta. Nadie contestó.
Sacó los pies de la cama y se quedó sentado unos momentos antes de levantarse. Al moverse tuvo la sensación de que se le iba la cabeza, como si le aplastasen el cerebro contra las cuencas de los ojos. No recordaba haberse encontrado peor en su vida. Pero, poco a poco, su cerebro empezó a funcionar y se dijo que tenía preocupaciones más serias que un simple dolor de cabeza. Se levantó y fue tambaleándose hasta el cuarto de baño.
Después de utilizar el servicio volvió medio atontado al dormitorio y se metió de nuevo en la cama sin dejar de temblar. Había llamado a Paul un par de veces, pero no obtuvo respuesta y, aunque muy inquieto, siguió en el duro lecho y se durmió de nuevo. En seguida empezó a transitar por una angustiosa pesadilla.
Caminaba por la oscuridad, por una insufrible oscuridad. Oía un clamor en derredor y el sonido de pasos amortiguados. Sabía que eran de las esfinges, que éstas le seguían por el invisible desierto rugiendo como leones. La pirámide ya estaba cerca, justo frente a él. Si no llegaba en seguida a la pirámide, caerían sobre él y le descuartizarían. Sus profundas voces, sus amortiguados pasos, sus colas flagelando el quieto aire de la noche.
De pronto se despertó, sudando y temblando. Durante un largo rato permaneció inmóvil, sin poder desterrar la visión de las negras esfinges, la opresiva presencia de la gran pirámide que, invisible, le aguardaba en la oscuridad.
Miró el reloj. Ya era más de mediodía. Le dolía la cabeza como nunca le había dolido. Se levantó con sumo cuidado y fue a coger la ropa que estaba en la silla, a los pies de la cama. Estaba tal como la había dejado por la noche, con aquel feo aspecto de ropa barata. Ansiaba cambiarse de ropa interior; el tacto de la seda, el de Aisha.
Se vistió lentamente y luego fue a la cocina. Al abrir la puerta le cegó la luz del sol. Paul le había dejado una nota sobre la mesa. Su hermano había tenido que salir a hacer unas gestiones, pero esperaba estar de regreso a última hora de la tarde.
Se notó muy abatido. ¿Qué sería de Aisha? Se sentía impotente, sin saber qué hacer; no sabía si estaba viva o muerta, no sabía por dónde empezar a buscarla. Encontró café en grano y lo molió. Incluso el ruido del molinillo le molestaba, y no paraba de hacer muecas a causa del dolor de cabeza. Cinco minutos después, tras la primera taza de café caliente, empezó a recuperarse, aunque le invadía el mismo abatimiento.
Encontró unas pastillas en el armario del cuarto de baño, simples analgésicos que no curaban nada; pero el paracetamol podía aclararle un poco la cabeza.
Se tomó un par de pastillas con más café. El estómago no le admitía, de momento, nada sólido.
Se llevó la jarra de café al estudio de Paul. Se conformaba con poder pensar con la suficiente claridad para trazar un plan de acción y averiguar lo máximo posible. Con el tazón en la mano, echó un vistazo a los libros de las estanterías de Paul. Debía de ser una pequeña parte de la gran colección que se decía que tenía. El resto debía de estar en Roma. Vio nombres familiares: Fanon, Said, Hourani, Gellner. Pero eran muchos más los libros de escritores de quienes poco o nada sabía, la mayoría en árabe y algunos en francés o en italiano. Tratados fundamentalistas junto a sermones de Sheij Kishk y pronunciamientos de al-Axhar. En uno de los estantes había una serie de obras sobre el Nuevo Testamento apócrifo. Había libros en copto, griego y sirio. Debajo había otro estante con títulos sobre las profecías bíblicas, entre los que se encontraban algunos muy populares publicados recientemente en los Estados Unidos. Una publicación moonita (de la llamada Iglesia de la Unificación) sobre la aparición del Segundo Mesías y un tratado de los Testigos de Jehová sobre el Armagedón. Michael se maravilló de la erudición de su hermano.
Y sin embargo, por más vueltas que le daba había algo que no acababa de encajar en aquella biblioteca. Porque Paul debía de haber seleccionado a conciencia los libros que quería tener en Egipto. Debían de guardar alguna relación con su trabajo aquí. Paul le dijo que se trataba de un estudio sobre el fundamentalismo islámico, pero a juzgar por los títulos se trataba de algo más. Desde luego, destacaban las obras sobre el período moderno. A excepción del Corán y de dos compilaciones de hadiz, todos los libros que había allí sobre el islam estaban escritos en el presente siglo. Pero ¿qué tenían que ver con aquello los libros sobre el Nuevo Testamento o sobre el moderno milenarismo americano? ¿Estaría Paul trabajando en un estudio comparativo de los fundamentalismos islámico y cristiano?
Michael volvió a dejar en el estante el
Neutestamentlicbe Apokryphen
de Schneemelcher y Hennecke. Se volvió, sobresaltado por un súbito ruido o movimiento, pero en la estancia el silencio era absoluto. Había algo relacionado con los libros, con su heterogeneidad temática e incluso con su colocación en los estantes que le inquietaba. Se estremeció. De nuevo se apoderaba de él el abatimiento que su preocupación por Aisha le producía. De eso debía de tratarse y no de que en aquellos libros hubiese nada anormal. ¿Qué sabía él del trabajo de su hermano?
En uno de los estantes vio un álbum de fotografías embutido entre un atlas bíblico y un diccionario Webster. Le resultaba familiar. Al cogerlo vio que se trataba de uno de los álbumes en los que su padre guardaba las fotos familiares. Paul debía de habérselo traído de Oxford después del entierro.
Se dirigió con el álbum al otro lado del estudio y se sentó en un sillón dorado estilo Luwis Jamastashar, según los anticuarios del barrio de Bab al-Luq. Luwis Jamastashar tal vez fuese Luis XIV, pero el sillón no. Parecía fuera de lugar allí, igual que los muebles de la mayoría de las rectorías que Michael había visto. Abrió el álbum y en seguida acudieron a su memoria los días de invierno y el fuego ardiendo en la pequeña chimenea. En una ocasión se había sentado con su madre a remover recuerdos que pertenecían a otras personas. Ahora los suyos propios se mezclaban con aquellos: fotos de él y Paul en la playa de Brighton; de su madre en el jardín de casa, jugando al tenis con sus hijos; de Michael con el tío Jurji en la vieja casa familiar de El Cairo; de Paul en su primera comunión, visiblemente azorado y orgulloso.
Por la razón que fuese, varias fotografías habían sido despegadas de las páginas y no las habían vuelto a pegar. Sólo los ribetes del anticuado papel de las copias lo evidenciaba. Michael no cayó de momento en qué fotos faltaban ni por qué, pero tras pasar varias hojas lo vio claro: no había fotografías de su padre; ni solo, ni con su madre, ni con Michael, ni con Paul, ni con nadie. Michael pasó rápidamente todas las hojas del álbum. En efecto, no había una sola fotografía de su padre.
Durante un largo rato, Michael siguió sentado e inmóvil en aquel incómodo sillón, contemplando recuerdos del pasado que habían dejado de tener sentido. Sabía que Paul y su padre tuvieron desavenencias, sobre todo acerca de cuál debía ser el papel de los ejércitos en el mundo y sobre el concepto de «guerra justa»; pero su padre y Paul siempre estuvieron muy cerca el uno del otro y Michael envidiaba a su hermano por lo unido que estaba a quien él admiraba tanto como temía. ¿Podía haber albergado Paul sentimientos tan negativos hacia su padre como para querer borrarlo totalmente de su vida?
Se levantó y fue a dejar el álbum en la estantería. Al hacerlo, vio que asomaba el borde de algo tras el atlas bíblico. Parecía un sobre grande. Dejó el álbum y sacó el sobre. Era de papel manila y estaba lleno de lo que parecían fotos. ¿De su padre? ¿Las que Paul despegó del álbum?
Michael volvió a sentarse en el sillón con el sobre. ¿Por qué lo había escondido Paul detrás de una hilera de libros, pudiendo haberlo guardado perfectamente en un cajón de la mesa? Tal vez no había querido romper las fotos, pero tampoco tenerlas a la vista. No había nada escrito en el exterior del sobre, nada que indicase su contenido, pero no estaba cerrado. Michael dejó caer todo lo que contenía al suelo.