El nombre de la bestia (52 page)

Read El nombre de la bestia Online

Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El nombre de la bestia
11.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

El Primer Ministro asintió con la cabeza y guardó el documento en un cajón. Permaneció sentado unos momentos mirando al jefe de su Servicio de Inteligencia como si se tratase de alguien dispuesto a zambullirse en agua helada. Cogió un informe que tenía a su izquierda, en una bandeja, sacó un documento y se lo pasó a Haviland por encima de la mesa.

—¿Aún no lo ha visto, Percy?

Haviland lo miró. Era un informe del Servicio de Interpretación Fotográfica de la RAF en Wyton. No le pareció un documento corriente. En la cabecera aparecía la fecha del día anterior y un sello rojo con la indicación «Máximo Secreto». Haviland negó con la cabeza.

—Creo que no, sir.

—Lo suponía. Acheson ha sido muy cauteloso con esto. Hasta ayer no lo había dado a conocer más que a sus hombres. Me lo ha hecho llegar, como si yo supiera qué hacer con ello.

—No lo entiendo, sir. ¿De qué se trata?

El Primer Ministro sacó un montón de fotografías de la carpeta y se las acercó a Haviland. El director general las fue mirando una a una mientras el Primer Ministro seguía hablando.

—Las tomó el satélite israelí «Mögen» y se las pasaron a Acheson para que colaborase en la interpretación. Verá que las primeras se tomaron el dos de junio, hace casi siete meses.

—Ajá. Ya veo, sir.

—Cinco meses antes de la revolución egipcia. Si las observa detenidamente, verá que muestran un emplazamiento de unos sesenta y cinco metros cuadrados. Está situado unos ochenta kilómetros al oeste del oasis de Dajla, no muy lejos del gran Mar de Arena y junto a la frontera con Libia.

—Sé dónde está el gran Mar de Arena, sir.

—¿Sí? Pues yo he tenido que buscarlo en un atlas.

Percy Haviland no replicó. Escuchaba atentamente. Había oído rumores, pero desde luego…

—Dudo que las fotografías le digan mucho más que a mí, Percy; pero el informe no deja lugar a muchas dudas. En las primeras fotografías sólo se ve un campamento. Eso fue lo que, en principio, atrajo la atención del Mosad. No parece lógico establecer una instalación militar tan lejos. El único lugar de cierta importancia en el lado libio es Jufra, y no parece un objetivo que merezca la pena para nadie.

El Primer Ministro hizo una pausa y Haviland se dijo, como en otras ocasiones, que el jefe del Gobierno a veces estaba exasperantemente bien informado.

—Luego empezaron a hacer excavaciones —prosiguió el Primer Ministro—. Parecían de interés arqueológico, pero a gran escala. Todo el equipo necesario llegaba por helicóptero. Los israelíes hicieron discretas indagaciones en los departamentos de arqueología de todo el mundo y se enteraron de que no había proyectadas ningunas excavaciones en la zona, ni en ningún lugar más o menos cercano. De manera que nuestros amigos siguieron fotografiando el campo cada vez que el «Mögen» lo sobrevolaba. El ritmo de los trabajos se aceleró después de la revolución. Usted mismo puede ver los resultados.

Percy miró con más detenimiento las fotografías. Se veía emerger lentamente algo de la arena. Algo muy grande pero difuso, borroso, como un negro bloque engastado en el desierto.

—Ésta se tomó hace dos días —dijo el Primer Ministro—. Los israelíes enviaron un caza equipado con cámaras. Lo que fotografiaron está perfectamente claro. Y la cuestión, Percy, es…, ¿qué significa?

Haviland la miró. Era una fotografía en color y lo que reproducía era inequívoco: una pirámide de piedra negra pulida, tan ancha y tan alta como la mayor de las tres pirámides que hubo en Gizeh.

Cuando Haviland se hubo marchado, el Primer Ministro permaneció sentado e inmóvil durante unos momentos; luego descolgó uno de los teléfonos de su mesa.

—¿Quiere venir, por favor, Hawkins?

A los pocos instantes apareció en la puerta su secretario particular.

—Que nadie me moleste durante la próxima media hora, Hawkins. No debe dejar entrar a nadie, ni siquiera a la reina.

—Muy bien, sir.

En cuanto el secretario hubo cerrado la pesada puerta de roble, el Primer Ministro descolgó otro teléfono y marcó un número de pocas cifras.

—Simpson, ¿siguen con la escucha a Percy Haviland? Bien, que no se interrumpa. Mientras hablamos, ¿podría pedirle a uno de sus hombres que me ponga línea directa con el número de El Cairo con el que hablé la semana pasada?

Capítulo
LXIX

A
isha se despertó después de haber dormido más que nunca. Había tenido pesadillas, unas horribles pesadillas. Apenas las recordaba, pero el nebuloso recuerdo que le habían dejado era tan lacerante como horrendo.

Se vistió y descorrió la cortina del cubículo en el que había estado durmiendo. El pequeño hospital se hallaba sumido en el silencio. Tenía la vaga idea de que algo había perturbado su sueño hacía un par de horas, aunque ahora todo parecía estar tranquilo.

A su izquierda estaba el cubículo donde instalaron a Fadwa la noche anterior. No creía hacer ningún mal echándole un vistazo a la niña. Descorrió la cortina y miró.

Junto a la cama había encendida una lamparita. Una enfermera de uniforme estaba sentada leyendo. Alzó la vista al notar que descorrían la cortina y sonrió al ver a Aisha.

—¿Puedo pasar? —musitó ésta.

—Por supuesto —respondió la enfermera dejando el libro a un lado—. No es necesario que hable tan bajito. No la oye, y tardará un buen rato en enterarse de nada.

Aisha entró y corrió la cortina. El cuartito estaba atestado de aparatos clínicos. Había tubos, cables y conexiones por todas partes. De un soporte metálico pendía un frasco de suero conectado al brazo de Fadwa.

La pequeña yacía entre almidonadas sábanas blancas y tenía la cabeza apoyada en dos grandes almohadones también almidonados. Estaba muy pálida. Tenía los ojos cerrados y unas ojeras tan marcadas que parecían moretones. Su respiración era débil y desigual. Un pequeño monitor de pantalla verde mostraba el frágil ritmo de los latidos de su corazón.

—¿Cómo está? —preguntó Aisha, con cierta mala conciencia por haber dormido tanto dejando a Fadwa sola, tras haberle prometido lo contrario.

La enfermera movió la cabeza.

—Nada bien —dijo—. Ha perdido mucha sangre y tiene lesiones internas. Con los medios adecuados… —añadió encogiéndose de hombros—. Pero creo que saldrá de ésta. Hay razones para ser optimista. Llevará su tiempo. ¿Es fuerte? Me refiero anímicamente.

—No lo sé —dijo Aisha—, pero me parece que sí.

—Creí que era su hija —dijo la enfermera mirándola con sorpresa.

—No. Se ha quedado huérfana y no creo que tenga a nadie —le aclaró Aisha, intentando a continuación explicarle las circunstancias en las que la había conocido.

La enfermera miró a la niña, que seguía dormida. Aisha reparó en que tenía un puño cerrado, crispado. Calculó que tendría poco más de veinte años. Aún era impresionable y tenía el suficiente candor para preocuparse por cada caso.

—Pobrecita.

—Y mi amigo Butrus, ¿cómo está? —preguntó Aisha.

—Pues no lo sé. He estado aquí casi todo el día. Tendría que preguntárselo al doctor Fishawi. Creo que está a su cargo —respondió mirando el reloj—. Su turno empieza ahora. Lo encontrará en el cuarto del personal médico, al fondo de la sala.

—Gracias.

Aisha se acercó a la cama y se inclinó para besar suavemente a Fadwa en la frente. La niña se movió al notar el contacto. Entreabrió los labios como si fuese a hablar, pero en seguida volvió a cerrarlos. Aisha la miró con cara de preocupación. Qué lástima, pensó, no poder sacarla de allí y llevarla con ellos a un lugar saludable. Suspiró. Nunca había deseado un hijo, pero ahora se sentía como si ya lo tuviese.

Se alejó de la cama sin hacer ruido, le dio las gracias a la enfermera y salió a la sala. Michael la aguardaba.

—La enfermera cree que Fadwa se repondrá —dijo ella—, si es lo bastante fuerte. ¿Crees…? —añadió vacilante—. Si saliésemos con bien de ésta, Michael, me gustaría… Quisiera adoptarla. Pero…

—No puedes adoptarla sola. Se trata de eso, ¿no?

—En Egipto, no. Aunque, de todas maneras, hemos de salir del país. En Inglaterra…

—Para los refugiados no es fácil llegar allí ahora —le recordó él—. Les están cerrando las puertas a cal y canto.

—Michael, yo…

—¿Quieres que me case contigo? —dijo él suspirando—. Ya sabes lo de Carol. Lo de…

—Sólo tienes una vida, Michael. Igual que yo, y que Fadwa. Perdona. No es el momento…

—No —le susurró él cogiéndole la mano—. Tienes razón. Si no hablamos de esto ahora no lo haremos nunca. Carol queda ya como algo muy lejano. Casi como si nunca hubiese existido. Quiere el divorcio. ¿Por qué voy a negárselo?

—No es necesario que nos casemos, Michael. Sólo… Yo sólo quiero estar contigo cuando todo esto acabe.

—¿Y con Fadwa?

Aisha asintió.

El la besó delicadamente pese a saber que era una locura, que era poco sensato albergar esperanzas de ningún tipo en aquellas circunstancias.

—Está nevando mucho —dijo.

—¿Has salido?

—Un momento. A ver si encontraba a Butrus.

—¿A Butrus?

—Se ha marchado. Esta mañana temprano —dijo Michael—. El personal cree que ha debido de ser él quien ha matado a una paciente para poder escapar.

—Pero…, esto no es una cárcel.

—No, pero sabía que tratarían de impedir que se marchara porque está enfermo. Y porque no se pueden arriesgar a que nadie atraiga aquí a las autoridades, aunque sea involuntariamente. Les dije que haría lo posible por encontrarle, aunque sólo fuese para asegurarme de que está bien. ¿Tienes idea de adonde ha podido ir?

—Ya no le quedaba ningún sitio donde ocultarse —repuso ella—. Ni a mí. Pero estaba preocupado por sus padres. Puede que haya ido a ver si han regresado —añadió, dándole las señas.

—Está lejísimos, pero lo intentaré. Después he de ir al café Sukaria a ver a Tom. Si es que se presenta. ¿Me esperarás aquí?

—¿Dónde si no? —dijo ella sonriéndole y besándole con suavidad en los labios.

—Volveré. Cuenta con ello.

Capítulo
LXX

A
isha volvió a la cama. Necesitaba dormir un poco más, estar sola un rato, tratar de ver con un poco más de distancia todo lo que con tanta rapidez había acontecido. Volvió a tener pesadillas, y más insistentes que antes.

Se despertó bruscamente, sobresaltada, y vio la silueta de un hombre que estaba de pie a su lado.

—No pasa nada, señora Manfaluti, pero el doctor Fishawi ha terminado de operar y dice que le gustaría hablar con usted. Solamente unos minutos. Está en el cuarto del personal. Le mostraré el camino.

El doctor Fishawi miró a Aisha con ansiedad al verla entrar.

—¿Cómo se encuentra, señora Manfaluti?

—Mucho mejor, gracias. Sólo necesitaba dormir. He pasado a ver a Fadwa. Parece tranquila.

—Está estupendamente. Bueno, lo que quiero decir es que tenemos muchas esperanzas de que se recupere. Llevo rato queriendo hablar con usted, señora Manfaluti. Quizá el señor Hunt ya se lo haya dicho. Se trata de su amigo Butrus: ha desaparecido. Creemos que disparó una alarma atacando y matando a una de nuestras pacientes, para poder marcharse sin ser visto. No están ni sus pantalones ni su chaquetón.

—No comprendo que Butrus haya podido hacer semejante idiotez. No estaba en condiciones de marcharse.

—Pero lo cierto es que se ha marchado. Y no para de nevar. Puede que no llegue muy lejos. Lo más inquietante es que el padre Yuannis no aparece por ninguna parte.

—¿El padre Yuannis? Ah, sí, el sacerdote que estaba aquí anoche. Quizás hayan ido juntos a alguna parte.

—Ésa es la hipótesis que barajamos. Sea como fuere, no va con el talante de Yuannis dejar la iglesia sin avisar a nadie. El portero no ha visto salir a ninguno de los dos.

El médico hizo una pausa como si fuese a comunicarle a un paciente noticias desagradables.

—Señora Manfaluti —prosiguió—, tengo que saber lo que ocurre. Yuannis me contó algo, pero no lo bastante. No puedo permitir que usted o sus amigos pongan en peligro la seguridad del hospital. Hay muchas vidas en juego, incluidas la de usted y la de la niña que trajo. Si puede decirme algo que me sirva de ayuda, le ruego que lo haga.

—Estoy tan desconcertada como usted. Butrus es copto. El y yo llevamos varias semanas ocultándonos de las autoridades, de modo que no tiene razón alguna para informarles sobre este lugar. No creo que deba preocuparse en ese sentido.

—Sin duda tiene razón, pero ahora Butrus estará sufriendo fuertes dolores. Ya debió de contar con ello, por lo que deduzco que sólo una razón muy poderosa le pudo impulsar a marcharse.

—¿Y no cabe la posibilidad de que estuviese fuera de sí? ¿De que sufra una especie de delirio a causa de su estado?

Fishawi negó con la cabeza. Aisha notó lo cansado que estaba. Su rostro parecía joven, pero ya tenía el pelo entrecano.

—¿Y no habrá hablado alguien de aquí con él? —preguntó Aisha—. De algún amigo o algún pariente. Alguien que le conociese a él o a su familia. Me consta que está preocupado por su familia. Los
muhtasibin
detuvieron a sus padres y estaba desesperado por encontrarles.

—Lo dudo —repuso Fishawi—. Ha estado fuertemente sedado y no ha despertado hasta poco antes de desaparecer. Nadie ha tenido oportunidad de hablar con él. La razón que tuviese para estar tan desesperado por marcharse la tendría ya antes de ingresar.

Se abrió la puerta del cuarto y entró otro médico. Era un joven de poblado bigote. Parecía aterrado.

—Doctor Fishawi, venga. Es… Perdone, señorita —dijo el joven doctor, que no se había percatado hasta aquel instante de la presencia de Aisha—. No la había visto —añadió volviéndose de nuevo hacia el doctor Fishawi—: Nagib quiere que suba inmediatamente. Han encontrado a Yuannis.

Le habían degollado y habían escondido el cuerpo en la pila del baptisterio. Alguien reparó en el charco de agua derramada de la pila al rebosar y miró en el interior. Sacaron al sacerdote y le echaron con cuidado sobre las baldosas del pasillo. En seguida encendieron las luces.

—No puedo creer que Butrus haya hecho una cosa semejante —dijo Aisha—. Es un hombre cabal.

—Pues no hay otra explicación —dijo Fishawi cubriendo el cuerpo con su bata blanca—. Nadie más ha podido entrar. Sólo se utiliza una entrada. La otra puerta estaba cerrada con llave por dentro cuando el vigilante la comprobó esta mañana. Suponemos que así es como salió Butrus.

Other books

Alice by Christina Henry
Daisy Takes Charge by Jodie Wells-Slowgrove
What a Boy Needs by Nyrae Dawn
The Hazards of Mistletoe by Alyssa Rose Ivy
His Challenging Lover by Elizabeth Lennox
Paradise Encounter by Anthony, Pepper
Travellers in Magic by Lisa Goldstein
Santa Wishes by Amber Kell
The Baby Verdict by Cathy Williams