El Cairo
15.30 horas
P
ercy Haviland fue en un vuelo directo desde Londres hasta la base aérea británica de la localidad chipriota de Akrotiri, donde le aguardaba un piloto con una avioneta Cessna que le condujo hasta Egipto. Haviland estaba irritado con Lionel Bailey por obligarle a ir a aquel lugar dejado de la mano de Dios; irritado con aquel divo de al-Qurtubi y su empanada mental; irritado por tener que renunciar a la fiesta que desde hacía tanto tiempo venía preparando para celebrar la concesión de su título nobiliario. Esperaba que le recompensaran mejor por todo ello; de lo contrario, se ocuparía de que lo lamentasen quienes le trataban con tan poca consideración.
Ser el único pasajero del aparato hizo que el vuelo le resultase aún más tedioso. La RAF no era precisamente muy generosa ni imaginativa con las raciones de a bordo. Se las había arreglado para llevarse una botella de ginebra y varias de tónica, aunque contaba con la posibilidad que se las confiscaran a la llegada. Por otro lado, pensaba que no era probable que le sometiesen a la humillación de registrarle en la aduana, ni siquiera por guardar las formas ya que, al fin y al cabo, iba en misión diplomática. De haber llevado una bolsa lo bastante grande, habría podido pasar un cargamento de ginebra. Aunque lo cierto es que no contaba con tener que quedarse ni siquiera el tiempo suficiente para beberse una botella.
El presidente había autorizado directamente el aterrizaje desde su despacho. Pese a ello, al entrar en el espacio aéreo egipcio lo escoltaron dos cazas. A través de la ventanilla veía uno de los aparatos, tan cerca que podía distinguir las facciones del piloto en su cabina. Si al-Qurtubi quería más juguetitos de aquellos, le convenía ir pensando en dar unas explicaciones satisfactorias. Estaba todo dispuesto para el día siguiente. No podían permitirse más errores por culpa de las ambiciones políticas de al-Qurtubi. Por otro lado, se decía Percy, si al-Qurtubi controlaba la situación y lograba mantenerse en el cargo, quizá todo fuese para bien. Iba a cambiar mucho dinero de manos en cuestión de un par de meses, y estaba en condiciones de hacerse con un buen pellizco.
El piloto le anunció que se disponía a descender para tomar tierra en el aeropuerto de El Cairo. Haviland se recostó en el asiento y comprobó la hebilla del cinturón de seguridad. Lo había llevado ajustado durante todo el vuelo. El aparato se había movido mucho a causa de la nevada. La avioneta descendió en picado a una velocidad que ningún piloto civil hubiese podido controlar.
Haviland había supuesto que se encontraría con otro panorama: sol, arena y camellos. Pero estaba nevando. La pista estaba despejada, pero, en cuanto tomaron tierra, el aparato siguió deslizándose sobre una gruesa capa de nieve. Sin que Haviland acertara a adivinar por qué, se alejaban de los edificios principales de la terminal. Se detuvieron frente a un amplio hangar y cesó el ruido de los motores. Luego, el pilotó descorrió la cortina que separaba la cabina del resto del aparato.
—Me temo, señor Haviland, que quieren que desembarque usted aquí. Por razones de seguridad, al parecer.
—Pues no es precisamente muy agradable. Aparte de otras consideraciones, está nevando a base de bien. ¿No podría ser usted buen chico, olvidarse del asunto y dejarme en un lugar más civilizado?
—Lo siento, sir —repuso el piloto—, pero han sido terminantes. No parece gente muy condescendiente. No sé si me entiende, sir.
—Sí, demasiado bien. De acuerdo. ¿Cómo salgo de este trasto?
—Ahora mismo le abro. Sólo tendrá que aguardar hasta que coloque una escalerilla.
Al cabo de unos minutos, el piloto le indicó que ya estaba listo. Haviland se levantó, se puso el abrigo y el fular, cogió el maletín y respiró hondo. Era mejor zanjar todo aquello cuanto antes, pensó.
Bajó con cuidado por la estrecha escalerilla. No había nadie aguardándole, ningún comité de recepción; ni siquiera una azafata. No era modo de tratar a un huésped de su rango. Aquellos árabes tenían mucho que aprender. Gracias a Dios, su alianza con al-Qurtubi era sólo temporal. No quería ni pensar en tener que mantenerla indefinidamente.
Al llegar abajo estuvo a punto de resbalar con la nieve. Hacía muchísimo frío. Se estremeció y se ciñó el fular. No se veía un alma. ¿Por qué le habrían dejado allí?
Oyó pasos a su espalda. Era el piloto.
—Lo siento, señor Haviland, de verdad. Pero órdenes son órdenes.
Haviland había ladeado un poco el cuerpo para espetarle un sarcasmo cuando la bala le entró por la sien. Dio una sacudida y se desplomó. Estaba muerto antes de llegar al suelo. Un borbotón de sangre manchó la nieve y se heló casi de inmediato.
El piloto volvió a enfundar la pistola, se aseguró de que Haviland estaba muerto y volvió a subir lentamente al aparato. Estaría de regreso en Akrotiri a tiempo de sumarse a la fiesta de Nochevieja que organizaba su escuadrilla.
Pero la Bestia fue capturada, y con ella el falso
profeta, el que había realizado al servicio de la
Bestia las señales con que seducía a los que habían
aceptado la marca de la Bestia y a los que
adoraban su imagen
.
Apocalipsis, 19,20
Avión particular del Papa
19.20 horas
E
l reactor papal había despegado del aeropuerto romano de Fiumicino hacía exactamente cincuenta minutos y, en aquellos momentos, sobrevolaba el mar Jónico, a unos ciento sesenta kilómetros de la península italiana, rumbo sureste. Era un aparato de Alitalia, un 737 especialmente habilitado y preparado para aquel vuelo. Por razones de seguridad, no llevaba ningún distintivo pontificio y el número de vuelo que se le asignó era uno de los que normalmente se asignaban a los chárter de la compañía.
El pasillo aéreo fue minuciosamente calculado y comunicado a los controladores aéreos sólo minutos antes del despegue. La prioridad de las líneas regulares para utilizar los pasillos habituales fue anulada, sin previo aviso, al objeto de que el avión del Papa volase directamente a Tel Aviv. No llevaba escolta, nada que pudiese atraer la atención hacia el aparato.
En la parte delantera había una sección separada del resto por una cortina. Allí, los secretarios particulares del Papa, funcionarios de la Secretaría de Estado y un puñado de representantes de otros departamentos vaticanos seguían trabajando frenéticamente para ultimar los detalles de la conferencia del día siguiente.
En la cola del aparato habían montado un departamento especial para el Papa, que se acomodó allí nada más embarcar. Había una pequeña cama, aunque el Pontífice no tenía la menor intención de descansar. Sentado ante una mesita de madera de castaño pulida, no hacía más que fruncir el entrecejo una y otra vez mientras repasaba su declaración. No hablaría
ex cátedra
, investido de la infalibilidad de su ministerio, sino como un hombre que se dirige a otros hombres, como un líder que se dirige a otros líderes. Pese a ello, sabía que sus palabras serían analizadas con lupa; cualquier matiz, destacado por estadistas y periodistas de manera inmediata, y por los teólogos en el futuro, todos ellos buscando significados en los que él nunca había pensado.
De ahí la imperiosa necesidad que sentía de expresarse con total transparencia, de eliminar de cada oración y cada frase el menor rastro de ambigüedad. Las principales traducciones —al árabe, hebreo, francés, alemán y español— se harían en el curso de aquel mismo día, por la tarde y por la noche, de modo que tenía que dar el texto definitivo a sus abrumados secretarios lo antes posible.
Oyó llamar discretamente a la puerta. El padre Patrick Nualan, jefe de su secretaría, entró en el pequeño compartimiento. Por un instante se oyó un ronroneo de voces y maquinaria. Luego se volvió a hacer el silencio al cerrarse la puerta.
—Siento muchísimo interrumpirle, Santidad, pero me dijo que quería estar al corriente de la situación en Egipto —dijo el secretario, tendiéndole al Papa una hoja de color azul pálido—. Acaba de llegar de la dirección del Servicio de Inteligencia. Han interceptado un informe de un satélite norteamericano que muestra la retirada de tropas egipcias de la frontera israelí. Parece una buena noticia. Por lo menos así lo interpretan en Langley. Los de nuestro departamento dicen que tendrán confirmación en diez o quince minutos.
—Son muy buenas noticias, Patrick —dijo el Pontífice, quitándose las gafas y restregándose los ojos—. Excelentes. Tiene todo el aspecto de ser una reconsideración. ¿A qué cree que se debe?
—No estoy seguro, Santidad. Todavía no tenemos acceso a información directa.
—¿Y qué hay de Verhaeren? ¿Sigue sin saberse nada de él?
Nualan negó con la cabeza. Tenía el pelo negro como el azabache y lo llevaba muy corto. Poseía una complexión que, en su juventud, causó estragos en el
hurley
, una durísima variedad irlandesa del hockey, cuando estudiaba en Maynooth. En presencia del Papa, sin embargo, se mostraba muy dócil y apocado. Nunca estaba a la defensiva ni albergaba reservas mentales. La devoción le había impregnado de una templanza y una fortaleza muy distintas.
—No llegó a embarcar; eso está confirmado. Y el avión que llegó de Chipre no pudo recogerle. Pero no hemos perdido la esperanza.
—Sí —dijo el Papa desviando la mirada—, debemos confiar. Y rezar.
Pensar en Verhaeren le sumió, muy a su pesar, en otras preocupaciones, cuestiones que le inquietaban profundamente y que le hacían temer por el futuro. Aún faltaba mucho, acaso todo un año, antes de poder considerar superada la amenaza de al-Qurtubi. Había tenido la pesadilla la noche anterior y no pudo pegar ojo después de despertarse en plena noche. Y la pesadilla no había terminado como de costumbre. Se estremecía al pensar en ello.
—¿Se encuentra bien, Santidad?
—Sí —respondió el Papa recurriendo a toda su presencia de ánimo—. Sí, estoy bien.
Volvieron a llamar a la puerta.
—Pase.
Se abrió la puerta y una monja entró en el compartimiento. Era más joven y bonita de lo que permitía al estricto protocolo vaticano. Se había doctorado en filosofía en Yale con el mejor expediente académico de su promoción. Era, además, una de las más destacadas expertas en la política de Oriente Próximo. También eso iba más allá de lo que en el Vaticano se consideraba permisible, pero el Papa insistió en incluirla en aquella misión diplomática. Por otra parte, no había cosa que detestase más que una monja vieja y apergaminada. La fealdad y el acartonamiento no eran, en su opinión, objetivos de la vida religiosa, por más que algunos se empeñasen en lo contrario.
—¿Qué desea, hermana Frances?
—Lamento muchísimo molestarle, Santidad. Sé que está muy ocupado, pero… —dijo tendiéndole un papel—. Acaba de llegar, transmitido desde una fuente no identificada. No es del Vaticano ni de ninguna fuente que conozcamos. Creo que su importancia aconseja que lo vea inmediatamente.
El Papa cogió la hoja y tuvo un negro presentimiento. Cuando era un joven sacerdote, tuvo que sobreponerse para no perder su vocación. En Belfast había tenido que luchar por su vida, pero, desde que fue elegido Papa, por lo que había tenido que luchar era por su alma. ¿Iba a perder la batalla ahora?
El Pontífice leyó el fax. No era largo. Tardó sólo segundos en leerlo, pero se quedó lívido. Dejó caer la hoja de papel al suelo y permaneció unos instantes en silencio. El avión dio un bandazo al cruzar por una turbulencia. En seguida recuperó la estabilidad. El Papa volvió la cabeza hacia su derecha y apartó la cortina de la ventanilla. Estaba oscuro como boca de lobo. Veía su rostro reflejado en el cristal; su palidez, su impaciencia, sus ojos hundidos. Dentro de unas horas empezaría un nuevo siglo y un nuevo milenio. Pero ¿qué siglo?, ¿qué milenio?
Corrió la cortina y miró a la hermana Frances.
—He de rogarle que vuelva a su puesto, hermana. Por favor, indíquele al padre Menichini que desconecte todo el sistema de comunicaciones. No se transmitirá un solo mensaje más desde este aparato, ni debe recibirse tampoco ningún mensaje del Vaticano. Menichini se limitará a dejar abierto el canal que especifica el mensaje que usted me ha traído.
La monja permaneció junto a la puerta, perpleja, desconcertada.
—Pero, Santidad, ¿no irá a ceder ante…?
—Por favor, hermana, haga lo que le he dicho.
—Sí, Santidad.
Cuando la hermana Frances hubo salido, el Pontífice se volvió hacia el padre Nualan.
—Por favor, ordénele al piloto que varíe el rumbo. Debe ir directamente al aeropuerto de El Cairo. Nos han dejado un pasillo aéreo expedito. No debe comunicar con tierra ni con ningún aparato en vuelo, ¿entendido?
Nualan se agachó a recoger el papel del fax. Lo leyó rápidamente y miró al Papa.
—Dios mío, debe de tratarse de una fanfarronada.
—No, Patrick, no lo es —replicó el Pontífice—. Va totalmente en serio. Hará lo que dice si no colaboramos.
—Pero, no lo entiendo. Habla como si supiera de quién se trata.
—Sí, Patrick —dijo el Papa—, sé muy bien de quién se trata. Ahora, por favor, cumpla mis instrucciones. Sólo disponemos de unos minutos para variar el rumbo. Luego, les hablaré a todos ustedes juntos.
Nualan salió del compartimiento. El Papa permaneció sentado, mirando con fijeza la pared de enfrente. Le temblaban las piernas de pura impotencia. Permaneció varios minutos en la misma posición. Luego, lentamente, el ala derecha del aparato se inclinó y empezaron a virar. En el exterior, la luna asomó brevemente entre una acumulación de nubes, proyectando sus blancos haces sobre espesos cirros que evocaban una turbadora imagen del paraíso. Pero no había ángeles. No había ángeles por ninguna parte.
El Cairo
20.18 horas
E
l reactor papal aterrizó antes de lo previsto. No parecía que aquello fuese un aeropuerto, tan desierto y silencioso estaba. Una gruesa capa de nieve cubría todas las pistas, a excepción de la número dos, habilitada para que pudiese tomar tierra el aparato. El cuerpo de Percy Haviland, descubierto misteriosamente cerca de un hangar contiguo al aeródromo, ya había sido retirado y llevado a una funeraria de la ciudad. Nadie sabía qué hacer exactamente con él. El Cessna de la RAF había despegado de inmediato sin ser interceptado.