El nombre de la bestia (60 page)

Read El nombre de la bestia Online

Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El nombre de la bestia
11.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Me oyes? ¿Michael…?

Él volvió a asomarse. Increíble: seguía viva.

—¿Es muy hondo?

—No mucho… Creo…, me parece que he aterrizado en un saliente. No tengo ni idea de lo profundo que es el hueco. Veo el haz de tu linterna muy cerca. ¿Puedes llegar? Intentaré cogerme de tu mano.

Él se inclinó todo lo que pudo, agitando la mano en la oscuridad.

No se tocaban. No llegaba. Y el tiempo corría inexorablemente. Volvió a intentarlo, dejando colgar el brazo y moviéndolo a derecha e izquierda. Y entonces sí, entonces notó el roce de sus dedos.

—¿No podrías auparte un poco más?

—Estoy de puntillas. Intentaré saltar, Michael, pero no muevas la mano de donde la tienes.

Aisha dio un salto tratando de asir sus dedos, pero falló y quedó de nuevo de pie en el saliente. No sabía de qué estaba hecho ni si resistiría su peso.

—¡Allá voy! —gritó Aisha.

Esta vez sus manos se tocaron, pero, antes de que Michael pudiera sujetarla, ella volvió a caer. Notó que el saliente se movía, que se desprendían piedras durante unos interminables segundos.

—¿Listo otra vez, Michael?

—Sí.

—Cuando digas «ya».

—¡Ya!

Ella saltó y Michael sacó el cuerpo todo lo que pudo. Esta vez logró asirla firmemente por la muñeca, pero temía que se le descoyuntara el brazo. Fue aupándola mientras ella buscaba algún asidero en la pared. Michael la izó a pulso, palmo a palmo, hasta que sus brazos asomaron por el borde y pudo cogerla con ambas manos. Dio un último tirón y ella quedó tendida en el suelo, jadeante y llorosa de puro alivio.

—No podemos perder un instante —dijo él sin dejarla descansar—. Esto saltará por los aires dentro de quince minutos.

—Tenemos que volver a la bifurcación.

—No hay tiempo. Hemos de saltar por encima de este hueco —dijo Michael enfocándolo con el haz de la linterna, que no llegaba al otro borde. ¿Qué anchura debe de tener?

—No más de un metro y medio.

—Yo saltaré primero. Si lo consigo, podré ayudarte a saltar a ti.

Ella iba a protestar, pero ya era demasiado tarde. Michael había dejado la linterna en el borde y estaba tomando carrerilla. Le vio saltar y le perdió de vista, engullido por las sombras. Al instante le oyó aterrizar al otro lado. Tardó unos momentos en oír su voz, jadeante.

—Tiene casi dos metros. ¿Crees que podrás saltarlos?

—No me queda otro remedio. ¿Y la linterna?

—Tendrás que dejarla. No puedes arriesgarte a saltar a oscuras.

Aisha retrocedió para tomar carrerilla, respiró profundamente y se puso en marcha. Luego se lanzó a cruzar el vacío. Sus pies dieron en el suelo del otro lado y Michael la atrajo en seguida hacia sí.

—¡Vamos! —se limitó a decir.

A partir de allí el pasadizo descendía con un pronunciado desnivel. Al cabo de unos cien metros giraba bruscamente. Entonces vieron una luz y en menos de un minuto llegaron a la entrada por la que habían accedido a la pirámide. La blanca capa del desierto resplandecía como un paisaje polar traído a África por un genio a quien hubiese invocado un sultán loco, ávido de ver nieve y hielo.

Se alejaron corriendo por la larga avenida de las esfinges. Los centinelas se habían llevado casi todos los mulos, huyendo a la desesperada. Pero habían dejado tres. Michael y Aisha saltaron a lomos de sendos mulos y salieron a medio galope, siguiendo las huellas dejadas por los
muhtasibin
. Entonces oyeron la primera explosión, un sordo estruendo que parecía proceder de las entrañas de la Tierra. Siguió otra explosión y luego una serie de detonaciones.

Volvieron la cabeza. En la cara occidental de la pirámide se había abierto una enorme grieta. Tras otra explosión, la grieta se convirtió en boquete. Luego, fue como una traca que recorriese toda la estructura de la pirámide, reventándola por varios puntos a la vez. Una negra humareda empezó a elevarse hacia el claro cielo. Toda la mole tembló y empezó a desplomarse hacia dentro. Luego se produjeron otras explosiones, aparentemente más abajo y hacia el centro de la pirámide.

La voladura duró una media hora. Michael y Aisha la estuvieron contemplando, incapaces de moverse. Al hacerse el silencio, no quedaba de la pirámide más que un colosal montón de escombros. La humareda seguía cubriendo el cielo. Debía de ser visible a muchos kilómetros. Michael y Aisha espolearon sus monturas y emprendieron el largo viaje hasta Dajla.

Cabalgaban despacio, sin atreverse a forzar a los mulos. Pese a estar todavía muchos kilómetros al este del gran Mar de Arena, una cadena de dunas, que discurría de norte a sur, obstaculizaba continuamente su camino. Más al oeste había dunas de más de trescientos metros de alto, flanqueadas al este por una espesa capa de nieve, mientras que al oeste se veía su habitual color pardo rojizo. De vez en cuando, ráfagas de seco viento batían sus cumbres, levantando torbellinos de arena, como humo vomitado por blanquinegras pirámides.

A mediodía, vieron aparecer una ligera bruma como por ensalmo, velando el ya difuminado paisaje. Una y otra vez cruzaban torbellinos de arena que giraban en los blancos altozanos. La niebla era fría y húmeda, y les calaba los huesos. Estaban cansados. Tenían hambre y frío, y Michael empezaba a preguntarse si lo sucedido tenía algún sentido. Todo parecía absurdo.

A trechos, la bruma se disipaba como por arte de magia y se veía, a lo lejos, la borrosa silueta de altas dunas cubiertas de escarcha. Los rayos del sol no tardaron en iluminar su liso lado occidental, y entonces parecieron cabecear como velámenes de grandes naves en los mares nórdicos, ciñéndose al difuso horizonte. Pasaron junto a blanquecinos esqueletos de camellos y, de trecho en trecho, veían agrietados troncos de árboles petrificados, congelados restos de un antiguo bosque que en otros tiempos hubo allí, antes de que el sol y el viento se encargasen de convertirlo todo en arena. Después se extendió de nuevo la bruma, envolviéndoles a ellos y a los mulos como jirones de estandartes que ondearan y se rasgasen a su paso.

Aisha se estremeció y acercó su mulo al de Michael. Era como si hubiesen ido a parar a una tierra embrujada, sin pájaros ni música; como si durante años hubiesen cruzado mares para terminar desembarcando en una orilla tan alejada de cualquier otra que hubiese podido pertenecer perfectamente a otro mundo.

—¿Te he dicho ya que te quiero? —preguntó Michael notando cómo les envolvía la bruma.

—Sí —respondió ella—, pero dímelo otra vez.

Y él se lo dijo, desentendiéndose de toda noción de pecado, sin remordimiento; sin pensar en el pasado ni en el futuro; sin pensar en sacerdotes, ni en penitencias, ni en castigos. Ella alargó el brazo para salvar la pequeña distancia que les separaba y le tocó el brazo con los dedos, suavemente, como si temiese que pudiera rasgarse o desvanecerse como la bruma.

—Mi hermano estaba equivocado —dijo él acariciándole la mano.

—¿Equivocado?

—Por temerle a esto. Por ver pecado en esto. En ti.

—Yo también te quiero —susurró Aisha.

Detrás, la bruma se abrió como un telón. Una negra humareda se elevaba a lo lejos. Luego la bruma volvió a espesarse y la ocultó.

Capítulo
LXXXII

Londres

13 de enero de 2000

15.00 horas

S
abíamos lo de Percy Haviland, por supuesto.

El Primer Ministro volvió a sentarse en su sillón, visiblemente satisfecho. Con al-Qurtubi eliminado, Percy Haviland reducido a cenizas y el Papa y sus malditas conferencias como algo que pertenecía al pasado, la situación parecía resolverse mejor de lo que esperaba. Había escuchado pacientemente el detallado relato de lo sucedido hecho por Michael Hunt. Supuso que Hunt querría que le condecorasen o algo así. Pues bien, haría lo que estuviera en su mano. No cabía duda de que aquel hombre había pasado por un verdadero calvario.

Michael y Aisha lograron llegar a Dajla. Tardaron dos días y estuvieron a punto de morir. Al llegar allí, todo había empezado a venirse abajo en Egipto. En cuanto las autoridades fueron informadas de la muerte de al-Qurtubi por los hombres que lograron salir de la pirámide, cundió el pánico. Michael encontró en su billetero el número de teléfono que le había dado Yusuf al-Haydari después de la matanza del tren. Sabía que se la jugaba poniéndose en contacto con él, pero no creyó que le quedase otra alternativa, ni tampoco Aisha.

En aquellos momentos, al-Haydari deseaba abandonar Egipto tan desesperadamente como Michael y Aisha. A cambio de que Michael le ayudase a entrar en el Reino Unido, él los pasó clandestinamente a Alejandría y los embarcó rumbo a Chipre, donde la RAF se encargó de evacuarlos a Londres. Tom Holly había previsto la huida antes de salir de Inglaterra. Tardaron cuatro días en entrevistarse con el Primer Ministro.

—Supongo —dijo éste— que ahora que al-Qurtubi y el holandés han muerto, esa Hermandad del Silencio, o comoquiera que se llame, desaparecerá. Es como suelen acabar estas cosas, ¿no? Si los dejas sin un líder carismático, ¿qué les queda?

—Perdone, sir, pero no estoy de acuerdo. No creo que la amenaza haya quedado conjurada —dijo Michael.

—Vaya. Qué desilusión. Todo este asunto del Papa ha provocado gran inquietud. Sería muy conveniente poder decir que hemos acabado con todo lo que había detrás.

—Es que no creo que lo hayamos conseguido, sir. Yo… Tom Holly me entregó una cosa antes de morir. Una lista.

Michael se echó mano al bolsillo y sacó la hoja de papel que Tom le diera. Pensó en Tom, en todo lo que había sufrido por aquella lista. Aún no se había armado de valor para visitar a Linda y contárselo todo.

El Primer Ministro le echó una ojeada a la lista y la dejó sobre la mesa.

—No lo entiendo —dijo—. ¿Qué significa?

Cuando Michael se lo explicó, el político lo miró horrorizado.

—No insinuará en serio que… alguna de estas personas estaba implicada en una conspiración. Son personas muy relevantes. No podemos…

—La lista está escrita de puño y letra de Percy Haviland. No creo que tenga dificultad en comprobarlo. Me parece que con sólo revisar los archivos personales de Percy Haviland le resultará evidente. El MI5 o la Unidad Especial no tendrán dificultad en atar los cabos sueltos. Y, en lo que respecta a los ciudadanos de otros países europeos, no hay más que recurrir a las distintas agencias estatales.

Se produjo un embarazoso silencio.

—¿Hay…? ¿Hay copias de esta lista?

—No, sir. Sólo este original.

—Bien. Gracias por haberla puesto en mis manos. Supongo que puedo quedármela.

—Sí, ha dejado de ser asunto mío.

—En efecto. Ya ha hecho usted bastante. Pero es innecesario que le diga lo que me afecta. Conozco a varias de estas personas y, en algunos casos, muy bien.

—Estoy seguro de que eso no influirá en su decisión.

—¿Qué? Por supuesto que no. En modo alguno. Sin embargo, se percatará usted de que esto es… un asunto sumamente delicado. Sin duda aprendió estas cosas en su adiestramiento. No podemos… hacer pública una cosa así. Tendrá que ser abordada discretamente y puede llevar tiempo. Para hacerlo bien, me refiero.

—Pero no demasiado tiempo, sir. La campaña terrorista puede empezar en cualquier momento.

—Sí, soy consciente de ello. Habrá que darse prisa. Me ocuparé de poner el asunto en las mejores manos de inmediato. Gracias, señor Hunt. Le estoy muy agradecido y le garantizo que sus servicios no quedarán sin recompensa —le aseguró mirando el reloj—. ¡Dios mío!, ¿tan tarde es ya? Tendrá que perdonarme, pero tengo una importante entrevista con el embajador sirio dentro de unos minutos.

El Primer Ministro se levantó y le tendió la mano. Michael sonrió y se la estrechó. Se abrió la puerta y apareció el secretario particular del Primer Ministro para acompañarle.

—Gracias por haberme recibido, Primer Ministro. Lo dejo todo en sus manos.

—Perfectamente. Le aseguro que no cae en saco roto. Gracias de nuevo. Y buena suerte.

Cuando Michael hubo salido, el Primer Ministro le ordenó a su secretario que no le molestasen. Leyó detenidamente la lista que Michael le dio y anotó todos los nombres. Luego escribió tres de ellos en una hoja aparte. Después rompió el original y lo echó a la papelera. Para personas como Michael Hunt, se dijo, era muy cómodo pontificar y hacer listas; pero no servía de nada. No podía ir uno por ahí deteniendo a personalidades como sir Lionel Bailey sin provocar un peligroso descontento. Ya estaba bastante mal el país como para echar más leña al fuego con rumores y escándalos. Los tres nombres que había elegido eran más que suficientes para guardar las formas. Le leería la cartilla a Lionel durante el fin de semana. Lionel era una persona sensata. Un amistoso consejo pondría las cosas en su sitio. Al fin y al cabo, todo lo que necesitaba uno en esta vida era un poco de discreción.

Capítulo
LXXXIII

Oxford

Agosto de 2000

S
e alejaron de la tumba bajo la luminosa tarde. Vio a varias personas murmurar durante el servicio religioso, refiriéndose a Aisha como a «esa mujer». Su hermana no le había dirigido la palabra y Carol ni siquiera se acercó. Su embarazo había resultado ficticio, pero había encontrado a otro hombre dispuesto a casarse con ella: un productor de televisión que conoció una pasajera notoriedad gracias a un anuncio de chicle con sabor a frutas variadas. Michael confiaba en que fuesen felices. Por extraño que pudiera parecer, lo deseaba de verdad.

La madre de Michael cayó enferma al poco de saber que Paul había muerto. Ninguno de los miembros de su familia egipcia logró sobrevivir al incendio que destruyó El Cairo. No lo había superado. Ni lo intentó. Michael confiaba en que hubiese de verdad otra vida para que también ella llegase a ser feliz.

Al despedirse el duelo, Michael fue al pabellón de verano que estaba al fondo del jardín. Aisha le dejó solo cosa de una hora y luego fue también allí.

—Vuelvo a Londres esta noche —dijo la joven.

—Lástima. ¿De verdad tienes que ir?

—Hay reunión del comité. No puedo faltar.

Desde su llegada a Inglaterra, Aisha se había convertido en una destacada figura del movimiento de oposición liberal, resuelto a derrocar al nuevo régimen egipcio. El gobierno británico toleraba sus actividades, pero permanecía alerta. Se decía que el movimiento lo financiaba en parte la CIA, aunque Aisha lo negaba. Egipto seguía siendo una república islámica. La epidemia y el incendio convencieron a la población de que todos los males que la afligían eran obra de agentes extranjeros. Ni siquiera ahora permitían que las instituciones humanitarias entrasen en el país.

Other books

The Last Orphans by N.W. Harris
Duplicate Keys by Jane Smiley
Holy War by Jack Hight
1848453051 by Linda Kavanagh
Sixty-Nine by Pynk
Mountain Fire by Brenda Margriet
The Very Thought of You by Rosie Alison