El nombre de la bestia (25 page)

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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El nombre de la bestia
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—Ésa es en gran medida la razón por la que he venido a verte.

—Sí, lo suponía —dijo Paul alzando su vaso—. Dices que ha habido otras muertes.

Michael le contó entonces todo lo que había visto.

—Yo no conocía a Megdi —dijo Paul—. ¿Estaba vinculado de uno u otro modo contigo o con Ronnie?

—Aisha vivía en su casa —contestó Michael torciendo el gesto.

—¿Aisha?

—Manfaluti.

Paul sólo había hablado con Aisha en una ocasión, al poco de regresar a El Cairo después del entierro de su padre. Recordaba que era la mujer que llamó a la puerta de casa de su madre en Oxford preguntando por Michael. Le causó una gran impresión, pero su condición de sacerdote le había impedido exteriorizar más que simple cortesía. Algunas personas —incluso algunos sacerdotes— lo tacharían de anticuado por ver con malos ojos que una pareja viviese en lo que él consideraba pecado.

—Comprendo. Lo siento. Al margen de la opinión que me merezca vuestra relación, me apena de verdad que ella esté en peligro. Pero ya tenías que haber contado con ello cuando la conociste; cabía dentro de lo posible. Su esposo constituye una gravísima amenaza para el nuevo régimen. Aunque ella…

—Su esposo está muerto.

—¿Qué? ¿Manfaluti? ¿Cómo lo sabes?

Michael se lo explicó. Se lo contó todo, en gran parte por pura necesidad de verbalizar sus temores. Aquella pequeña estancia forrada de libros resultaba sumamente acogedora, familiar, y hacía que se sintiese en un mundo muy alejado de El Cairo. Paul la utilizaba como estudio. Michael vio sobre una mesita una fotografía de sus padres y, detrás, una de él y Paul. Estaban juntos, de pie, en un día soleado, mirando con los ojos entornados hacia la cámara que sostenía su madre. La fotografía databa de su última visita familiar a El Cairo, en 1975. Michael había perdido o roto su copia hacía años. O quizás ésta fuese la suya y se la hubiese apropiado su hermano, llevándola consigo a El Cairo en aquel marquito de plata.

Paul no reaccionó de inmediato cuando Michael hubo terminado su explicación. Se quedó pensativo, como si lo que su hermano acababa de contarle le sumiera en una gran preocupación.

—Pero aún no me has dicho por qué fuiste a Alejandría —dijo.

—Sí que te lo he dicho: Tom Holly quería que le hiciese un trabajo; tenía que ir a Alejandría a tratar de conseguir una información. No hay más.

Paul se levantó, visiblemente crispado. Se acercó a la librería y cogió un pequeño tomo encuadernado en piel. Lo hojeó levemente y volvió a dejarlo donde estaba. Luego suspiró, se volvió y miró a su hermano.

—Mira, Michael, acabas de decirme que has venido porque confías en mí. Pero contarme una historia que no explica nada es tratarme como a un vulgar policía.

—Es que hay cosas…

—No, Michael, no las hay. Ya no. Déjame que te diga por qué has venido aquí esta noche. Quieres que te ponga en contacto con el Servicio de Inteligencia del Vaticano aquí, en El Cairo, ¿no es así?

Michael iba a negarlo, pero se lo pensó mejor.

—Sí —reconoció—. Tienes razón. Ya no tengo contactos. Podrían no creerme. O no confiar en mí.

—Muy bien. Quieres entrar en contacto con nuestro Servicio de Inteligencia. Lo que yo me pregunto es por qué mi hermano quiere tal cosa. ¿Por qué la necesita? Ronnie Perrone no era el único exponente de la secreta implicación británica en Egipto. Incluso yo lo sé. Los norteamericanos no tardarían mucho en calarte, aunque en la embajada ya no está ninguno de los contactos que tenías. De manera que debe de haber mucho más de lo que me dices. Si quieres que te ayude, tendrás que decirme todo lo que sabes.

Michael vaciló. Había tenido que sobreponerse a sus escrúpulos para mezclar a su hermano en todo aquello. Pero la vida de Aisha estaba en juego, si es que aún seguía con vida. ¿A quién traicionaba al fin y al cabo? ¿A una sucesión de cadáveres? ¿A un traidor de la cúpula de Vauxhall? Decidió contarle a Paul todo lo que sabía.

Cuando Michael hubo terminado, Paul permaneció un rato sentado en silencio, con la cabeza inclinada hacia delante, como si rezase. Cuando era joven creía que hacerse sacerdote le ayudaría en situaciones como aquélla; en todo, en realidad: a saber vivir, a superar el miedo y la soledad. Pero lo cierto es que nada parecía servir y que el hecho de ser sacerdote te hacía aún más vulnerable, estar más expuesto a todo. Podías levantar el cáliz con la sangre de Dios y no ser nada. Podías dar la absolución y acostarte por la noche lastrado por el pecado y abrumado por los remordimientos. Podías consagrar toda tu vida a Dios y, sin embargo, condenarte.

—¿Estás seguro de que el hombre que Tom Holly cree que está detrás de todas esas matanzas es un tal al-Qurtubi? —preguntó Paul sin alzar la cabeza—. ¿Fue ése el nombre que él mencionó?

—Sí, por supuesto.
El cordobés
no es un apodo corriente; no es fácil equivocarse.

—No, no lo es —dijo Paul alzando la cabeza—. ¿Eres realmente fuerte, Michael? —añadió—. No me refiero a la fuerza física sino mental y emocional.

En realidad, quería decir «espiritual», pero temía que Michael le malinterpretase.

—¿Tratas de decirme que crees que Aisha ha muerto?

—No lo sé, Michael —repuso Paul agachando la cabeza y moviéndola ligeramente—. No soy vidente. Bien sabe Dios que a veces me gustaría, pero sé tanto como tú.

Por primera vez, Michael vio a su hermano avejentado. Recordaba lo guapo que era Paul de pequeño; su vigor, cuánto disfrutaba con el ejercicio físico. A las mujeres siempre les atrajo más Paul que Michael. Paul jugaba al rugby, le gustaba el remo y practicaba el montañismo en los macizos de Escocia. Había tenido que renunciar a muchas cosas para adentrarse en el mundo de la mente y del espíritu. Qué solo debía de sentirse. Michael sintió el impulso de alargar la mano y tocar la mejilla de su hermano. Eso debía de ser lo más duro para un sacerdote, se dijo; que no le pudiesen tocar.

—¿Qué pasa? —preguntó Michael.

¿Por qué le miraba Paul de aquel modo? Se había hecho un embarazoso silencio entre ambos; un tenso y angustioso silencio.

—Creo —dijo Paul quedamente—, creo que podría ser mejor para Aisha estar muerta.

Capítulo
XXXI

L
a nieve cubría El Cairo como un perfecto y opaco caparazón. Desde lejos, las cúpulas y los minaretes cubiertos de blanco hacían que la ciudad pareciese una postal navideña. Los propios ángeles podrían plegar sus alas y posarse en los tejados para descansar. Una estrella podría apuntar hacia el torreón de la ciudadela. Y de haber alguien mirando en las sórdidas afueras de la gran metrópoli, quizá podría ver pastores vestidos con harapos cuidando el ganado.

En las calles, sin embargo, no había lugar para el espejismo. Los viandantes caminaban estremecidos, abriéndose paso entre montones de nieve sucia y de barro semicongelado. Ni los edificios ni el pavimento estaban hechos para un clima así, sobre todo en la parte antigua de la ciudad, en los barrios bajos de Misr al-Qadima.

El padre Paul Hunt caminaba a trompicones a causa del fuerte viento, como si recorriera una oscura calle de Babilonia. Le llegaba el penetrante olor de los hornos de cerámica que se alineaban en el límite del páramo que separaba Misr al-Qadima de la Ciudad de los Muertos, al este. Las estrechas y sinuosas calles estaban impregnadas de otro olor, el olor de la pobreza. Ni la nieve ni el viento lograban disiparlo.

Un anciano tendía la mano pidiendo limosna. Paul se inclinó y dejó caer unas monedas en su arrugada palma. El anciano le miró a los ojos y le cogió la mano un instante en señal de agradecimiento.
«Allah yubarik fik
—musitó el anciano—,
Allah yubarick fik
». En la cara externa de la muñeca llevaba una cruz bizantina azul. Paul sonrió y siguió su camino.

Babilonia (Bab Alyun o llano de Alyun), situada en el mismo lugar que el antiguo enclave religioso de Khery-Aha, fue el primer asentamiento de lo que después sería El Cairo. Fueron los griegos quienes le dieron el nombre de Babilonia. El emperador romano Trajano construyó allí una torre fortificada y la llamó la Babilonia de Egipto. Y cuando los musulmanes conquistaron el país, construyeron su primera ciudad alrededor: al-Fustat, «el campamento militar». Conforme la ciudad islámica fue creciendo hacia el norte, Babilonia y sus inmediaciones se convirtieron en «el viejo El Cairo», un enclave amurallado habitado por coptos y judíos; un lugar donde había numerosos cementerios e iglesias, monasterios y sinagogas, incienso y visiones. Un ruinoso y oculto lugar a la sombra de las murallas.

Ahora, los judíos se habían marchado y la mayoría de los coptos se habían trasladado a Shubra o, los más prósperos, a Heliópolis y Mirs al-Jadida. Algunas de las iglesias habían sido remozadas para disfrute de los turistas que se aventuraban por las rutas menos trilladas. Sacerdotes y monjes seguían pululando entre las desvencijadas murallas, la vieja liturgia continuaba sonando en los recargados interiores de los templos y el dulzón olor a incienso aún impregnaba las calles los domingos por la mañana. Pero era un lugar sin vida, privado de su espíritu hacía mucho tiempo.

Paul se deprimía cada vez que iba allí. Le deprimía ver las desoladas y hambrientas calles, las oscuras murallas sin ventanas, los rostros que reflejaban siglos de sufrimiento, las imágenes de los santos deteriorándose en altares que nadie utilizaba. Pero lo que más le deprimía es lo que había descubierto allí, lo que sabía que se hallaba oculto bajo las calles, las murallas y las paredes llenas de imágenes.

Dejó a su hermano durmiendo en la rectoría, en el cuarto de Dominic, agotado. Dejar que Michael se quedase era quebrantar seriamente las normas de la Iglesia. Al fin y al cabo, no era su rectoría y no podía hacer allí lo que le viniese en gana; pero se consolaba pensando que no había tenido otra alternativa. Michael era su hermano y no tenía ningún lugar seguro adonde ir. Haberle permitido salir a la calle hubiese equivalido a ponerlo en manos de enemigos que él ni siquiera sabía que existían. Paul rezaba por que no los atrajese hacia San Salvador.

En aquellos momentos pasaba un tren de cercanías con destino a al-Maadi y Helwan. Hizo una breve parada en la estación de Mari Girgis y arrancó de nuevo. Paul llegó a una de las entradas de la vieja fortaleza y cruzó la muralla. Al pie de un corto tramo de escalera se abría un callejón entre el convento y el monasterio de San Jorge. Vio pasar a un sacerdote con sotana negra sujetando un breviario contra el pecho, con el entrecejo fruncido y cara de preocupación.

Paul cruzó el arco del fondo del callejón, que daba a otro tramo de escalera junto al que se encontraba la puerta lateral de una pequeña iglesia. Por un instante vaciló. ¿Y si el anciano había muerto? ¿Y si le había mentido por razones que sólo él o su Iglesia sabían? O, lo que era peor: ¿y si no le había dicho más que la pura verdad? Respiró hondo antes de abrir la puerta.

Abu Sarga era en parte oscuridad, en parte luz y en parte imaginación. La pesada puerta se cerró, recluyendo a Paul en otro mundo. Cerró los ojos y creyó oír las voces de todos los muertos, siglo tras siglo, susurrando. Y el murmullo de los ángeles al plegar y desplegar sus arrugadas alas en un espacio tan pequeño y oscuro. Las alas abriéndose y cerrándose como páginas de grandes libros encuadernados en piel. Se santiguó, abrió los ojos y la oscuridad se posó a su alrededor, leve y densa a la vez, igual que la oscuridad del espíritu. El nacimiento y la muerte de la iglesia estaban allí juntos. El florecimiento de los monasterios y el surgimiento del islam. Muerte sobre muerte; la oscuridad como un jarabe; ángeles con alas del tamaño de África. Se dijo que cada vez que ponía los pies allí, el sacerdote que había en él se sumía en el corazón de sus propios e imperturbables silencios. Se hizo sacerdote para huir de ellos, para llenarlos de palabras; pero allí, en la oscuridad de Abu Sarga, no había más que silencio. Cruzó el nártex y pasó a la nave. La oscuridad estaba allí mitigada por puntitos luminosos que asomaban de ocultas lámparas. Las columnas de granito flanqueaban los estrechos pasillos, alzándose hasta las altas sombras. Parecía como si, por un extraño privilegio, en un determinado punto dejasen de ser de granito y siguiesen elevándose eternamente hacia confines donde sonaba una incesante música. Eran unas columnas casi desnudas, despojadas hacía mucho tiempo de luz y de color. Quedaban algunas imágenes de santos olvidados, descoloridas y carentes de vida. Las paredes estaban llenas de desconchones y de agujeros en los frescos, tan antiguos como la propia iglesia.

Pasó entre las polvorientas cortinas que separaban la capilla. El padre Gregory estaba sentado donde Paul esperaba encontrarle, en un taburete bajo de madera, frente al
haykal
central. Mantenía la cabeza gacha. Su larga melena blanca reposaba en sus rodillas. Paul sabía que iba allí todos los días, tanto en verano como en invierno, para rezar y meditar. Sus articulaciones ya no le permitían arrodillarse y por eso se sentaba en el taburete.

Paul no le interrumpió. Se quedó cerca, musitando sus propias plegarias entre las sombras. Un cirio ardía frente a una imagen de la Virgen. La iglesia estaba fría.

Pasó más de una hora antes de que el anciano alzase la cabeza. Pero, cuando lo hizo, no se volvió.

—¿Es usted, padre Paul?

—Sí. Llevo un buen rato aquí.

—Le esperaba.

—Hasta esta mañana no he decidido venir.

—Anoche —dijo el anciano sacerdote, riendo—. Lo decidió anoche.

Paul frunció el entrecejo. El anciano sabía demasiado.

—Ha ocurrido algo —dijo el padre Gregory sin darle a sus palabras un tono de pregunta.

—Sí —repuso Paul mirando hacia las descoloridas imágenes del fondo de la capilla—. Ha ocurrido algo.

—Bien. Ya es casi la hora.

Paul comprendió lo que quería decir.

Se estremeció.

No todas las alas que se plegaban y desplegaban en la oscuridad eran angelicales.

—Creo que tengo un medio para localizarle.

—¿Sí?

—Le hablé de mi hermano Michael, ¿lo recuerda?

El anciano asintió. Podía tener setenta años o cien. Tenía los ojos apagados por la edad y sus dientes parecían ennegrecidos tocones, pero mantenía la mente tan clara como siempre y poseía una memoria excepcional.

—Lo recuerdo —musitó—. Prosiga.

—Es más o menos lo que imaginaba —dijo Paul—. Los suyos han contactado con él y le han convencido para que vuelva a trabajar con ellos para encontrar a al-Qurtubi.

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