—Estoy muy cansado —dijo—. Todos estamos cansados, agotados. Dios nos exige mucho, igual que el campesino a esa vaca. Pero los campos necesitan agua.
—O sangre.
El
muhtasib
no reaccionó como Michael creía que lo haría.
—Sí —musitó—. Sangre también. Habrá una cosecha excepcional.
—Confío en que se le atragante, que le ahogue.
—¿Y usted, teniente, nunca ha derramado sangre? ¿Acaso nunca ha derramado sangre en Inglaterra? —le dijo, mirando en derredor—. Esta tierra está empapada de la sangre que derramaron los soldados británicos.
—Eso es una exageración, lo sabe perfectamente. Nunca fue nada parecido a esto.
—Quizá no serían ahora tan débiles de haber actuado de otra manera. Tenemos nuestras razones, nuestras responsabilidades.
—¿Razones? ¿Qué razones podía haber para asesinar a esa chica?
—¿Qué chica?
—La chica del bebé. La que gritaba. ¿Por qué la han matado? ¿Qué había hecho?
—Ah, sí, ya recuerdo —dijo Haydari tras reflexionar unos instantes—. Viajaba sin la autorización de su esposo. Tales autorizaciones son ahora imprescindibles. Probablemente la niña era ilegítima, y la joven, posiblemente una prostituta, ¿quién sabe?
—¿Y eso lo justifica?
—Lo posibilita.
Michael desvió la mirada. Sintió el impulso de pegarle, pero sabía que era absurdo. Alguien tenía que escapar. Alguien tenía que seguir con vida para dar testimonio de lo que estaba sucediendo.
Porque algún día daría la vuelta la tortilla. Y cuando eso sucediese, Michael quería estar allí para contarle al mundo lo que había visto.
—¿Me odia usted, señor Hunt?
Michael guardó silencio.
—Míreme. Somos un pueblo hecho para el amor, ¿cómo puede odiarnos? Sólo queremos el bienestar de nuestro pueblo, de toda la humanidad. ¿Cómo es posible que su corazón albergue odio hacia nosotros?
—¿Y a usted qué le parece?
—¿Por la sangre? —dijo el
muhtasib
, suspirando y dirigiendo la mirada más allá del sembrado, hacia las vías del tren.
Ahora todo era silencio en la lejanía. Las ejecuciones habían terminado. Haydari volvió a mirar a Michael.
—La sangre es necesaria, señor Hunt. No es un capricho. ¿Cree usted que es un capricho? ¿Que lo hacemos por divertirnos?
Michael oía el murmullo del río, apenas audible; el viento siseaba sobre las gélidas aguas.
—A veces puede ser necesario matar —dijo Michael—, pero nunca a un inocente, al verdadero inocente. Eso es peor que un capricho.
—Ninguna de esas personas era inocente, señor Hunt. Todas habían cometido delitos. No delitos abominables, pero delitos al fin. Todos eran merecedores del castigo por igual. Y ahora, hablemos de usted. De su inocencia y de su culpabilidad.
Michael se quedó mirándolo: su resuelto talante, la seguridad física y mental que rezumaba, su enardecido espíritu.
—Sus investigaciones en Alejandría no han pasado inadvertidas, señor Hunt. Me gustaría que me creyese si le digo que deseo lo mejor para usted. Algo está pasando y estoy tan preocupado como usted, pero tengo las manos más atadas. Usted puede ir a lugares prohibidos para mí y mis hombres, y hacer preguntas que nosotros no podemos formular sin correr un grave riesgo. Quiero que prosiga. Que trabaje para mí, que averigüe más cosas, que indague cuanto pueda. Y si usted me informa, yo haré cuanto pueda por ayudarle.
—¿Trabajar para usted? —exclamó Michael, mirándole con fijeza—. ¿Por qué demonios iba yo hacer nada por usted después de lo que he visto?
—Su vida está en peligro, señor Hunt. Me parece que ha tirado demasiado de la cuerda. Lo único que puedo hacer es advertirle.
Abu Musa sabe algo. Le enviaron un informe sobre usted hace unos días y ha encargado a sus hombres que le busquen.
—¿De eso se trata? ¿Me ha traído aquí sólo para decirme que me vigilan?
Haydari sacó un pequeño cuaderno del bolsillo, anotó algo con un lápiz y le pasó la hojita a Michael. Le había anotado un nombre y un número de teléfono.
—Manténgame informado. Puede llamar durante las veinticuatro horas del día. No tiene más que dar su nombre y le pasarán conmigo o con alguien de mi confianza. ¿Entendido?
—¿Cree usted que voy a hacer esto por usted?
—Por mí no, señor Hunt. Por usted mismo. Vamos. Haré que detengan el tren para que pueda volver a montar.
Michael cogió el papel y se lo guardó en el bolsillo. Se prometió que la próxima vez que viese a aquel individuo llevaría pistola.
L
a estación de Ramsis parecía una funeraria. No salían trenes y los que entraban quedaban inmovilizados. El habitual clamor y el metálico estrépito de los vehículos había dejado paso a un tenso y precario silencio. Las ventanillas del despacho de billetes estaban cerradas hasta nuevo aviso. Por todas partes había carteles escritos a mano diciendo que el transporte por ferrocarril quedaba suspendido durante el estado de excepción. Los carteles los firmaba Abd al-Karim Tawfiq, fiscal del Estado y jefe de la Policía Religiosa de Egipto (el hombre a quien Michael y Aisha oyeron hablar por radio el primer día del golpe). Se oía el eco de voces susurrantes que se extinguía en el enorme y vacío vestíbulo.
En el andén, una hilera de
muhtasibin
supervisaba a los pasajeros que descendían del tren de Alejandría, que no se había detenido ni en Tanta ni en Benha, como estaba previsto. En el interior de los vagones no se habían oído más que llantos y el rodar del tren a lo largo de todo el trayecto.
Al apearse, Michael notó el pánico que impregnaba el ambiente. Se podía palpar en toda la estación. Los
muhtasibin
miraban a la gente con la arrogancia propia del poder incontestable. No tenían más que mirar a un hombre para que éste se encogiera, desviase la mirada y siguiese caminando mansamente, con la cabeza gacha.
Eran testigos de la carnicería, pero nadie parecía preocupado por dejarles libres en la ciudad. Podía dar la impresión de ser una imprudencia por parte de los soldados, pero, pensándolo bien, era comprensible. ¿Ante qué tribunal iba a denunciarlos aquel grupo de oficinistas, campesinos, dependientes y lavanderas?
La estrategia consistía en dejar que hablasen con sus familiares y vecinos, con sus compañeros de trabajo y sus jefes, con sus clientes y sus conocidos. Hablarían; todo el mundo habla. En cuestión de días, El Cairo sería una ciudad aterrorizada.
Como todos los demás, Michael iba con la cabeza gacha y mirando al frente. Vio que sacaban a dos hombres de la cola antes de llegar a la salida del andén. Por lo visto, la selección aún no había terminado. Sabía que estaría en peligro en cuanto pusiera los pies en El Cairo. La advertencia de Haydari no había hecho más que confirmar sus sospechas.
Al llegar frente a la cafetería, giró a la izquierda y salió a la plaza Ramsis. Fue como darse de narices contra una pared. Por lo general, el bullicio de la estación preparaba para el de la ciudad y el cambio no era tan brusco, pero aquel día, el ruido, la luz y el humo de los tubos de escape de los vehículos le pilló desprevenido. Su pensamiento estaba en otro lugar.
Pasó frente a él una columna de apolillados camellos con franjas rojas pintadas en los costados, marcados para el matadero. Al otro lado de la plaza, harapientos
zabbalin
con sombreros de paja seguían a sus carretas tiradas por borricos y rebosantes de basura, de vuelta al gran
maqlab
, el vertedero del barrio de chabolas de Matariyya. Con la mano apretando la bocina, el conductor de un autobús pasó casi rozándoles con su vehículo.
Michael pensó en ir a pie hasta casa de Aisha, pero no directamente. Podían haber ordenado que le siguiesen. Shari al-Ruwayi estaba justo al este de los jardines de Azbakiyya, entre la terminal de autobuses y la mezquita Al-Ahmar.
Cruzó la plaza y fue por una red de callejas hasta Shari al-Jum-huriyya, un barrio relativamente seguro. La pobreza era lo único que nunca cambiaba en El Cairo; tan sólo la densidad del tráfico y la temeridad de los conductores le disputaban la exclusividad de la permanencia. Siguió por al-Jumhuriyya hacia el sur, dejando atrás el clamor del barrio de la estación. Echaba algo de menos, algo corriente y familiar, pero no podía precisar qué. Siguió caminando, mirando discretamente los escaparates de las tiendas y los retrovisores de los coches aparcados para comprobar si le seguían. Nadie. O, por lo menos, él no veía a nadie.
Azbakiyya fue el primer barrio verdaderamente occidentalizado de El Cairo; el trazado de sus largas calles y sus elegantes plazas era característico del siglo XIX, muy anterior a los chillones anuncios de la Coca-Cola y al puritanismo de la Hermandad Musulmana. El Shepheard's Hotel y la Ópera fueron destruidos por sendos incendios en 1952 y en 1971 respectivamente. Hacía tiempo que los europeos habían abandonado el barrio; los residentes más acomodados se habían trasladado a Ghana y Zamalik, y las calles presentaban un aspecto de abandono. Gran número de tiendas estaban clausuradas oficialmente o tenían carteles escritos a mano indicando que permanecerían cerradas hasta nuevo aviso.
Había enormes carteles por todas partes, en las paredes y en las puertas. Eran de dos clases: unos proclamaban en grandes letras los lemas y objetivos de la Revolución; otros eran fotografías de pensadores y mártires islámicos. Michael reconoció a los más famosos de ellos: Sayyid Qutb, el pensador fundamentalista que Nasser había ordenado colgar; Hasan al-Banna, fundador de la Hermandad Musulmana; Abul-Ala Maududi, el ideólogo paquistaní; Abd al-Salam Faraj, el cerebro del grupo Jihad responsable del asesinato de Sadat; y Jalil al-Islambuli, el asesino.
A un extraño tenía que sorprenderle que ninguno de los carteles incluyese versículos del Corán. ¿Acaso no se habían basado en el Libro Santo para redactar la Constitución del nuevo Estado? ¿Acaso no lo citaban todos los días por radio y televisión y en el Consejo Revolucionario? Pero los carteles eran rasgados, pintarrajeados y embadurnados con barro y cosas peores. La palabra de Dios debía ser protegida de tales desmanes.
Encontró un quiosco de periódicos en la esquina de Najib al-Rihani. Vendían ejemplares de
al-Ahram
, con menos páginas de las habituales y grandes espacios en blanco allí donde la censura había dejado su impronta. En primera plana, un titular decía:
«EL CONSEJO REVOLUCIONARIO
DECRETA EL ESTADO DE EXCEPCIÓN».
Debajo, el subtitular añadía:
«Profesores de la Universidad de al-Azhar publican
un comunicado conjunto de apoyo al Gobierno».
Ningún artículo informó a Michael de nada que no supiese o no hubiera adivinado.
Giró a la izquierda, hacia Sur al-Azbakiyya. Los puestos de libros de lance estaban abiertos, pero Michael se percató en seguida de que casi todos los dependientes eran desconocidos para él. Llevaban el pelo corto y la barba características de los creyentes practicantes. Una pareja de
muhtasibin
paseaba de uno a otro lado. No se veía a nadie comprando libros.
Michael pasó lentamente frente a los puestos, deteniéndose a mirar un libro aquí y un folleto allá. Los títulos, casi todos religiosos, resultaban descorazonadoramente familiares.
Tras un paseo de cinco minutos llegó a la esquina de Shari al-Ruwayi. Siguió por la acera norte hasta un umbrío callejón que quedaba casi enfrente del edificio donde se encontraba el apartamento de Aisha. Cogió el periódico que llevaba bajo el brazo y se detuvo en la fría sombra a leer. Cada vez que bajaba el periódico para pasar la página examinaba detenidamente un sector de la calle.
Pese a su impaciencia por ver a Aisha y a la gran preocupación que sentía por ella, se impuso calma. Podía tardar horas en cerciorarse de que no había nadie vigilando. Al cabo de una hora caminó un poco por la acera y siguió montando guardia.
Eran para él calles familiares. Había paseado por ellas con Aisha al poco de llegar de Inglaterra.
Salió de su ensimismamiento al oír el
adhan
convocando a la oración de mediodía a través del altavoz de una mezquita. Miró con cautela a su alrededor. Si alguien vigilaba, ¿dejaría que la devoción le distrajese de su obligación?
La calle empezó a llenarse de personas que salían de las tiendas y los aparcamientos, de las oficinas y los talleres. Los autobuses y los coches se detenían o se hacían a un lado. Sus ocupantes se unían al gentío congregado en la calzada. No era infrecuente, en los tiempos que corrían, que la ciudad quedase colapsada mientras largas hileras de hombres celebraban el
salat
de mediodía. Michael observaba con atención sin salir de las sombras.
Entonces se delató el individuo que estaba apostado. Michael vio una negra silueta que salía de una arcada, a unos cien metros de donde él se encontraba. El individuo en cuestión no se unió al gentío congregado en la calzada, sino que siguió en la acera. Colocó una piedra frente a él para que hiciese las veces de
sutra
y, al comenzar los rezos, siguió los movimientos de la orante multitud.
No había nada irregular en su comportamiento. El único rezo estrictamente comunitario en el islam es el de los viernes a mediodía. Y era jueves. Rezando solo no tenía que abandonar su puesto. Si alguien entraba o salía mientras él rezaba, lo vería.
Al terminar los rezos se reanudó la actividad. Michael vio que la negra silueta volvía a su escondrijo. Se dijo que quizá lo mejor fuera deshacerse de él. Era evidente que aquel hombre le estaba esperando, que le habían dado su descripción. Si Michael entraba en la casa y se volvía para comprobar si lo había visto y reconocido, lo único que conseguiría es que le detuviesen, porque el agente debía de tener instrucciones de no actuar solo. Casi con toda seguridad llevaría una radio de bolsillo con la que podría comunicar de inmediato con Abu Musa o alguno de sus lugartenientes.
Abu Musa había sido jefe de la
mujabarat amma
egipcia, la Policía Secreta; un hombre que en su vida pública era devoto del islam y en su vida privada devoto de sí mismo. A Michael no le cabía duda de que lo habían trasladado directamente a la organización de Seguridad Interna Islámica inmediatamente después del golpe. Tenía cuentas pendientes con Michael, importantes cuentas que saldar. La amnistía de hecho otorgada con anterioridad era ahora papel mojado. Michael sería una presa fácil dondequiera que fuese.