Así, pues, para apreciar correctamente la aptitud dionisíaca de un pueblo tendremos que pensar no sólo en la música del pueblo, sino, con igual necesidad, en el mito trágico de ese pueblo como segundo testigo de aquella aptitud. Pues, dado el estrechísimo parentesco existente entre la música y el mito, cabe suponer asimismo que con la degeneración y depravación del uno irá unida la atrofia del otro: si bien, por otro lado, en el debilitamiento del mito se expresa un decaimiento de la facultad dionisíaca. Acerca de ambas cosas, una mirada al desarrollo del ser alemán no nos dejaría ninguna duda: tanto en la ópera como en el carácter abstracto de nuestra existencia sin mitos, tanto en un arte decaído a mero deleite como en una vida guiada por el concepto, se nos había desvelado aquella naturaleza del optimismo socrático, tan ajena al arte como corrosiva de la vida. Mas, para nuestro consuelo, había indicios de que, pese a todo, el espíritu alemán, cuya salud espléndida, cuya profundidad y cuya fuerza dionisíaca no estaban destruidas, descansaba y soñaba en un abismo inaccesible, como un caballero que se ha echado a dormir: desde ese abismo se eleva hasta nosotros la canción dionisíaca, para darnos a entender que también ahora ese caballero alemán continúa soñando su ancestral mito dionisíaco, en visiones bienaventuradas y serias. Que nadie crea que el espíritu alemán ha perdido para siempre su patria mítica, puesto que continúa comprendiendo con tanta claridad las voces de los pájaros que hablan de aquella patria. Un día ese espíritu se encontrará despierto, con toda la frescura matinal de un enorme sueño: entonces matará al dragón, aniquilará a los pérfidos enanos y despertará a Brunilda —¡y ni siquiera la lanza de Wotan podrá obstaculizar su camino!—
Amigos míos, vosotros que creéis en la música dionisíaca sabéis también qué es lo que la tragedia significa para nosotros. En ella tenemos, renacido de la música, el mito trágico —¡y en éste os es lícito esperar todo y olvidar lo más doloroso! Pero lo más doloroso para todos nosotros es— la prolongada indignidad en que ha vivido el genio alemán, extrañado de su casa y de su patria, al servicio de pérfidos enanos. Vosotros comprendéis esta palabra —de igual modo que, al final, comprenderéis también mis esperanzas.
Música y mito trágico son de igual manera expresión de la aptitud dionisíaca de un pueblo e inseparables una del otro. Ambos provienen de una esfera artística situada más allá de lo apolíneo; ambos transfiguran una región en cuyos placenteros acordes se extinguen deliciosamente tanto la disonancia como la imagen terrible del mundo; ambos juegan con la espina del displacer, confiando en sus artes mágicas extraordinariamente poderosas; ambos justifican con ese juego incluso la existencia de «el peor de los mundos». Aquí lo dionisíaco, comparado con lo apolíneo, se muestra como el poder artístico eterno y originario que hace existir al mundo entero de la apariencia: en el centro del cual se hace necesaria una nueva luz transfiguradora, para mantener con vida el animado mundo de la individuación. Si pudiéramos imaginarnos una encarnación de la disonancia —¿y qué otra cosa es el ser humano?—, esa disonancia necesitaría, para poder vivir, una ilusión magnífica que extendiese un velo de belleza sobre su esencia propia. Ése es el verdadero propósito artístico de Apolo: bajo cuyo nombre reunimos nosotros todas aquellas innumerables ilusiones de la bella apariencia que en cada instante hacen digna de ser vivida la existencia e instan a vivir el instante siguiente.
Sin embargo, en la consciencia del individuo humano sólo le es lícito penetrar a aquella parte del fundamento de toda existencia, a aquella parte del substrato dionisíaco del mundo que puede ser superada de nuevo por la fuerza apolínea transfiguradora, de tal modo que esos dos instintos artísticos están constreñidos a desarrollar sus fuerzas en una rigurosa proporción recíproca, según la ley de la eterna justicia. Allí donde los poderes dionisíacos se alzan con tanto ímpetu como nosotros lo estamos viviendo, allí también Apolo tiene que haber descendido ya hasta nosotros, envuelto en una nube; sin duda una próxima generación contemplará sus abundantísimos efectos de belleza.
Pero que ese efecto es necesario, eso es algo que con toda seguridad lo percibiría por intuición todo el mundo, con tal de que se sintiese retrotraído alguna vez, aunque sólo fuera en sueños, a una existencia de la Grecia antigua: caminando bajo elevadas columnatas jónicas, alzando la vista hacia un horizonte recortado por líneas puras y nobles, teniendo junto a sí, en mármol luminoso, reflejos de su transfigurada figura, y a su alrededor hombres que avanzan con solemnidad o se mueven con delicadeza, cuyas voces y cuyo rítmico lenguaje de gestos suenan armónicamente —tendría sin duda que exclamar, elevando las manos hacia Apolo, en esta permanente riada de belleza: «¡Dichoso pueblo de los helenos! ¡Qué grande tiene que haber sido entre vosotros Dioniso, si el dios de Delos considera necesarias tales magias para curar vuestra demencia ditirámbica!»— Mas a alguien que tuviese tales sentimientos un ateniense anciano le replicaría, mirando hacia él con el ojo sublime de Ésquilo: «Pero di también esto, raro extranjero: ¡cuánto tuvo que sufrir este pueblo para poder llegar a ser tan bello! ¡Ahora, sin embargo, sígueme a la tragedia y ofrece conmigo un sacrificio en el templo de ambas divinidades!».
—No sólo recuerdos y resonancias de las
artes dramáticas de Grecia
podemos detectar en nuestro teatro de hoy: no, las
formas fundamentales
de éste hunden sus raíces en el suelo
helénico
, bien en un crecimiento
natural
, bien como consecuencia de un préstamo
artificial
. Sólo los nombres se han modificado y han cambiado de sitio en varios aspectos: de manera semejante a como el arte musical de la Edad Media continuaba poseyendo realmente las escalas musicales griegas, incluso con los nombres griegos, sólo que, por ejemplo, lo que los griegos llamaron
locrio
es calificado, en los tonos eclesiásticos, de
dórico
. Con confusiones similares tropezamos en el terreno de la terminología dramática: lo que el ateniense entendía por
tragedia
nosotros lo subsumiremos acaso en el concepto de
gran ópera
: al menos esto es lo que hizo Voltaire en una carta al cardenal Quirini. En cambio, en nuestra tragedia un heleno apenas reconocería nada que pudiera corresponder a su tragedia; pero sí se le ocurriría que la estructura entera y el carácter básico de la tragedia de Shakespeare están tomados de la denominada
comedia nueva
de él. Y de hecho, es de
ella
de la que se han derivado, en enormes espacios de tiempo, los misterios y moralidades latino-germánicas y, finalmente, la tragedia de Shakespeare: de modo similar a como no se podrá desconocer en la forma externa del
escenario
de Shakespeare el parentesco genealógico con la comedia ática nueva. Así, pues, mientras que aquí hemos de reconocer un desarrollo que avanza de manera natural, y que se continúa durante milenios, aquella genuina tragedia de la Antigüedad, la obra de arte de Ésquilo y de Sófocles, ha sido inoculada al arte moderno de un modo arbitrario. Lo que hoy nosotros llamamos
ópera
, que es una caricatura del drama musical antiguo, ha surgido por una imitación simiesca directa de la Antigüedad: desprovista de la fuerza inconsciente de un instinto natural, formada de acuerdo con una teoría abstracta, se ha portado cual si fuera un
homunculus
producido artificialmente, como el malvado duende de nuestro moderno desarrollo musical. Aquellos aristocráticos, cultos y eruditos florentinos que, a comienzos del siglo XVII, provocaron la génesis de la ópera, tenían el propósito claramente expresado de renovar
aque
llos efectos que la música había tenido en la Antigüedad, según tantos testimonios elocuentes. ¡Cosa extraña! Ya el primer pensamiento puesto en la ópera fue una búsqueda de efecto. Con tales experimentos quedan cortadas o, al menos, gravemente mutiladas las raíces de un arte inconsciente, brotado de la vida del pueblo. Así en Francia el drama popular fue suplantado por la denominada tragedia clásica, es decir, por un género surgido nada más que por vía docta, destinado a contener sin mezcla alguna la quintaesencia de lo trágico. También en Alemania quedó socavada a partir de la Reforma la raíz natural del drama, la comedia de carnaval; desde entonces apenas se ha vuelto a intentar crear de nuevo una forma nacional, en cambio se ha pensado y poetizado de acuerdo con las pautas vigentes en naciones extranjeras. Para el desarrollo de las artes modernas la erudición, el saber y la sabihondez conscientes constituyen el auténtico estorbo: todo crecer y evolucionar en el reino del arte tienen que producirse dentro de una noche profunda. La historia de la música enseña que la sana evolución progresiva de la música griega quedó de súbito máximamente obstaculizada y perjudicada en la Alta Edad Media cuando, tanto en la teoría como en la práctica, se volvió de manera docta a lo antiguo. El resultado fue una atrofia increíble del gusto: en las continuas contradicciones entre la presunta tradición y el oído natural se llegó a no componer ya música para el oído, sino para el ojo. Los ojos debían admirar la habilidad contrapuntística del compositor: los ojos debían reconocer la capacidad expresiva de la música. ¿Cómo se podía lograr esto? Se dio a las notas el color de las cosas de que en el texto se hablaba, es decir, verde cuando lo que se mencionaba eran plantas, campos, viñedos, rojo púrpura cuando eran el sol y la luz. Esto era música-literatura, música para leer. Esto que aquí nos parece un claro absurdo, en el terreno de que aquí voy a hablar sólo unos pocos vieron en seguida que lo era. Yo afirmo, en efecto, que el Esquilo y el Sófocles que nosotros conocemos nos son conocidos únicamente como poetas del texto, como libretistas, es decir, que precisamente nos son desconocidos. Pues mientras que en el campo de la música hace ya mucho tiempo que hemos superado esa fantasmagoría docta que es una música para leer, en el campo de la poesía la innaturalidad del poema-libreto domina de manera tan exclusiva, que cuesta reflexión decirse hasta qué punto somos por necesidad injustos con Píndaró, Ésquilo y Sófocles, más aún, por qué propiamente no los conocemos. Cuando los llamamos poetas, queremos decir precisamente poetas del libro: mas justo con esto perdemos toda intelección de su esencia, la cual se nos descubre únicamente cuando alguna vez, en una hora intensa y rica de fantasía, hacemos desfilar ante nuestra alma la
ópera
de un modo tan idealizado, que se nos da precisamente una intuición del drama musical antiguo. Pues por muy desfiguradas que se encuentren todas las proporciones en la denominada gran ópera, aun cuando ésta sea producto de la dispersión, no del recogimiento, esclava de la peor de las versificaciones y de una música indigna: aun cuando aquí todo sea mentira y desvergüenza: no hay, con todo, ningún otro medio de hacerse una idea clara sobre Sófocles más que intentando adivinar, a partir de esa caricatura, su imagen primordial y eliminando con el pensamiento, en una hora de entusiasmo, todo lo torcido y desfigurado. Esa imagen de la fantasía tiene que ser investigada entonces con cuidado, y confrontada en cada una de sus partes con la tradición de la Antigüedad, para que no superhelenicemos acaso lo helénico y nos inventemos una obra de arte que no tiene patria alguna en ningún lugar del mundo. Es éste un peligro nada pequeño. Pues hasta no hace mucho tiempo se consideró como un axioma incondicional del arte que toda plástica ideal tiene que ser incolora, que la escultura antigua no permite el empleo del color. Muy lentamente, y con la más vehemente resistencia de aquellos hiperhelenos, se ha ido abriendo paso la visión polícroma de la plástica antigua, según la cual ésta no tiene que ser imaginada desnuda, sino revestida con una capa de color. De manera semejante goza de universal simpatía la tesis estética de que una unión de dos y más artes no puede producir una elevación del goce estético, sino que es, antes bien, un extravío bárbaro del gusto. Pero esa tesis demuestra a lo sumo la mala habituación moderna, que hace que nosotros no podamos ya gozar como hombres enteros: estamos, por así decirlo, rotos en pedazos por las artes absolutas, y ahora gozamos también como pedazos, unas veces como hombres-oídos, otras veces como hombres-ojos, y así sucesivamente. Confrontemos con esto la manera como el genial Anselm Feuerbach se representa aquel drama antiguo como arte total: «No es de extrañar —dice— que, dada su afinidad electiva, que tiene unas razones profundas, las artes particulares acaben fundiéndose de nuevo en un todo inseparable, que es una nueva forma de arte. Los juegos olímpicos reunían en una unidad político-religiosa a las tribus griegas separadas: el festival dramático se parece a una festividad de reunificación de las artes griegas. Su modelo estaba dado ya en aquellas festividades de los templos en que la aparición plástica del dios era celebrada, ante una devota muchedumbre, con bailes y cantos. Como allí, también aquí el marco y la base lo forma la arquitectura, mediante la cual la esfera poética superior queda visiblemente apartada de la realidad. En la decoración vemos ocupado al pintor, y en la suntuosidad de los trajes vemos desplegado todo el encanto de un abigarrado juego de colores. Del alma del conjunto se ha hecho dueño el arte poético; pero, una vez más, no como una forma poética aislada, cual ocurre en el culto del templo, no, por ejemplo, como himno. Aquellos relatos, tan esenciales al drama griego, del
angelos
y del
exangelos
o de los mismos personajes que actúan, nos retrotraen a la epopeya. En las escenas apasionadas y en el coro tiene su lugar la poesía lírica, y, ciertamente, según todas sus gradaciones, desde la erupción inmediata del sentimiento, en interjecciones, desde la flor delicadísima de la canción, hasta el himno y el ditirambo. Con la recitación, el canto y la música de flauta, y con el paso cadencioso del baile no queda aún cerrado del todo el círculo. Pues si la poesía constituye el elemento fundamental y más íntimo del drama, a su encuentro sale, en esta su nueva forma, la escultura». Hasta aquí Feuerbach. Es seguro que es en presencia de tal obra de arte donde nosotros tenemos que aprender el modo de gozar como hombres enteros: mientras que puede temerse que, aun colocados ante ella, nosotros nos dividiríamos en pedazos para asimilarla. Yo creo incluso que si alguno de nosotros fuese trasladado de repente a una representación festiva ateniense, la primera impresión que tendría sería la de un espectáculo completamente bárbaro y extraño. Y esto, por muchas razones. A pleno sol, sin ninguno de los misteriosos efectos del atardecer y de la luz de las lámparas, en la más chillona realidad vería un inmenso espacio abierto completamente lleno de seres humanos: las miradas de todos, dirigidas hacia un grupo de varones enmascarados que se mueven maravillosamente en el fondo y hacia unos pocos muñecos de dimensiones superiores a la humana, que, en un escenario largo y estrecho, evolucionan arriba y abajo a un compás lentísimo. Pues qué otro nombre sino el de muñecos tenemos que dar a aquellos seres que, erguidos sobre los altos zancos de los coturnos, con el rostro cubierto por gigantescas máscaras que sobresalen por encima de la cabeza y que están pintadas con colores violentos, con el pecho y el vientre, los brazos y las piernas almohadillados y rellenados hasta resultar innaturales, apenas pueden moverse, aplastados por el peso de un vestido con cola que llega hasta el suelo y de una enorme peluca. Además esas figuras han de hablar y cantar a través de los orificios desmesuradamente abiertos de la boca, con un tono fortísimo para hacerse entender por una masa de oyentes de más de 20.000 personas: en verdad, una tarea heroica, digna de un guerrero de Maratón. Pero nuestra admiración se acrecienta cuando nos enteramos de que cada uno de esos actores-cantantes tenía que pronunciar en un esfuerzo de diez horas de duración unos 1600 versos, entre los que había al menos seis partes cantadas, mayores y menores. Y esto, ante un público que censuraba inexorablemente cualquier exageración en el tono, cualquier acento incorrecto, en Atenas, donde, según la expresión de Lessing, hasta la plebe poseía un juicio fino y delicado. ¡Qué concentración y entrenamiento de las fuerzas, qué prolongada preparación, qué seriedad y entusiasmo en el hacerse cargo de la tarea artística tenemos que presuponer aquí, en suma, qué actores ideales! Aquí estaban planteadas tareas para los ciudadanos más nobles, aquí no quedaba deshonrado, aun en el caso de fracasar, un guerrero de Maratón, aquí el actor sentía que, vestido con su ropaje, representaba una elevación por encima de la forma cotidiana de ser hombre, y sentía también dentro de sí una exaltación en la que las palabras patéticas e imponentes de Esquilo tenían que ser para él un lenguaje natural.