El mozárabe (77 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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—¡Ay! —suspiró Asbag—. ¡Cuándo llegará esa meta final! A veces, está uno tan cansado…

Un poco más adelante, se desató una tormenta; las nubes comenzaron a invadir rápidamente el cielo y lo encapotaron en poco tiempo. Unos minutos después gruesas gotas cayeron sobre el camino. El chaparrón fue arreciando y los jinetes tuvieron que descender de sus cabalgaduras para ponerse a cubierto.

Permanecieron un largo rato bajo mantas, soportando la lluvia. Los viajeros se aterrorizaron cuando los relámpagos empezaron a surcar el cielo con sus cárdenos resplandores y los truenos retumbaron en los montes. Entonces se acercaron varios hombres para pedirles a los clérigos que elevaran una plegaria.

Mayólo extrajo de su equipaje una reliquia que llevaba consigo y la depositó sobre una piedra. Todos se arrodillaron, y los monjes entonaron las letanías. Al cabo de un rato cesó la tormenta y apareció un cielo limpio en el que empezaban a brillar las estrellas. El capitán que iba al frente de los caballeros dijo:

—Habrá que detenerse para pasar la noche. Si continuamos por este camino tan pedregoso, cualquiera podría tropezar en la obscuridad y lastimarse.

—Bien —asintió el abad—. Que cada uno saque lo que tenga seco y se prepare para dormir. Mañana, con la primera luz, continuaremos. Queda ya poco trayecto montañoso.

La noche transcurrió fría y húmeda, con lejanos aullidos de lobos y sin la posibilidad de encender hogueras, puesto que la leña estaba muy mojada.

Cuando Asbag pudo dormirse por fin, sobre el duro suelo, acudieron a su mente los sueños, causados por la fatiga y la incomodidad. Soñó que se encontraba en una isla, rodeada por un mar hostil, embravecido, obscuro y tenebroso. Buscaba la manera de salir de allí, junto con otras personas cuyos rostros le resultaban desconocidos, pero por más que iba de un lado para otro, siempre se encontraba finalmente detenido por miedo a perecer en el temible oleaje.

Después el mar empezó a enviar cadáveres, cientos de ellos, que quedaban tendidos en la orilla.

Entonces despertó. Un gran silencio dominaba la noche obscura, en cuyo cielo brillaban una infinidad de estrellas. Los montes parecían gigantescas figuras inmóviles y expectantes. Sintió miedo; un profundo temor de vivir, de la soledad del hombre en medio de la vida, del azar amenazador, del riesgo del camino. Se acordó de rezar. Y lo hizo con palabras del Salmo 26:

El Señor es mi luz y mi salvación,

¿a quién temeré?

El Señor es la defensa de mi vida,

¿quién me hará temblar?

Se serenó al musitar aquellos versos. Procuró sentir esa luz, la única luz. «Eres Tú, Señor —oró—. Tú eres mi luz. La firmeza de Tu palabra, la garantía de Tu verdad, la permanencia de Tu eternidad. Sólo con saber que estás allí, siento tranquilidad en mi alma.» Invadido por la tranquilidad y la calma, el mozárabe logró conciliar de nuevo el sueño.

Al día siguiente, reanudaron el viaje muy temprano. Finalmente dejaban el desfiladero que tan incómodo resultaba por ser un camino en pendiente y pedregoso. El sol apareció en un luminoso valle, por el que discurría el río Draco, más sereno ahora, después de serpentear y dar vueltas en círculo entre los Alpes, como un impetuoso arroyo de montaña.

Aunque no habían abandonado aún el tortuoso sendero, divisaban ya la planicie con sus árboles frutales, las tierras de labor y la villa de Pons Ursari. Al final del desfiladero, pasando el boquete que le da acceso a la izquierda, oculto por varias filas de árboles, había un cerro ingente formado por peñascos. Visto por entre los árboles parecía un castillo en ruinas. La columna pasaba lentamente junto a esta especie de fortaleza natural cuando alguien gritó:

—¡Atención! ¡Hay gente ahí arriba!

Asbag alzó la vista, como el resto de los viajeros. Efectivamente, se veían unas siluetas de personas que se movían, pero que se ocultaron rápidamente.

—Deben de ser pastores —dijo uno de los soldados.

Siguieron adelante un poco más y atravesaron el río, de manera que sólo les quedaban ya los difíciles recodos que había que remontar antes de llegar a la planicie, cuando, súbitamente, sonaron unos fieros y aterradores gritos que se convirtieron pronto en una feroz algarada que descendía desde los montes. Entonces se vieron turbados por una amenazante masa de gente armada que venía hacia ellos desde atrás y desde los cerros de los laterales. El capitán de los caballeros se hacía oír entre el tumulto:

—¡Una emboscada! ¡Una emboscada! ¡Agrupaos!

—¡Madre de Dios! —exclamó Mayólo—. ¿Quiénes son esa gente?

—¡Sarracenos! —respondió el capitán—. ¡Dios nos asista!

Los caballeros volvieron sobre sus pasos y se enzarzaron en un violento combate con los atacantes, que ya habían abatido a muchos de los viajeros que iban en la cola a pie o a lomos de asnos.

—¡Hay que huir! —gritó Mayólo—. ¡Galopemos hacia la aldea!

Lograron salir del desfiladero, pero en los primeros llanos apareció una horda mayor aún que la anterior cerrándoles el paso. Los sarracenos consiguieron detener a los caballos y echaron mano a los hábitos de los clérigos, derribándoles de sus monturas.

Asbag vio caer a Mayólo y al momento cayó también, entre los pies de un montón de atacantes que se abalanzaban ferozmente sobre él.

Cuando le tenían sujeto, vio cómo el palafrenero del abad defendía a su amo, asestando golpes con su espada a diestro y siniestro, para evitar que se acercaran los atacantes, hasta que Mayólo le sujetó gritándole:

—¡Es inútil! ¡Rindámonos!

En ese momento un arquero disparó una flecha al criado y, en vez de alcanzar a éste, se clavó en la mano con la que el abad le sujetaba por el hombro.

El fragor del combate cesó. Los sarracenos rodeaban a los viajeros que quedaban vivos. Lo que Asbag vio a continuación fue terrible: sin más lucha, empezaron a asesinar cruelmente a los caballeros, a los criados y a todos los que consideraban que no eran de interés como cautivos. El mozárabe suplicó con gritos desgarradores.

—¡No! ¡Por favor! ¡Por Alá! ¡No hagáis eso…!

Pero de nada sirvió su intercesión. Limpiamente, con un corte en la garganta, cada uno de los desdichados caía al suelo y se desangraba como una res sacrificada.

Capítulo 80

Fréjus. Francia, año 973

En Frexinetum, en la costa de Provenza, los sarracenos habían adaptado la antigua ciudad portuaria, destruyendo muchas de las edificaciones precedentes y construyendo otras, como la pequeña mezquita que ocupaba el centro de la plaza; pero el conjunto de fortificaciones, ruinas y almacenes no dejaba de ser un lugar desolado, al que no podría aplicarse otro nombre que el de «nido de piratas». Allí confluían embarcaciones alejandrinas, sicilianas, norteafricanas y levantinas, además de las autóctonas, dedicadas todas ellas a traer y llevar los frutos del botín que conseguían en sus correrías por todo el Mediterráneo. Como suele suceder en tales sitios, Fréjus era un lugar sin ley, por mucho que se empeñaran en querer demostrar que dependían del emir de Balarmuh de Sicilia, que a su vez estaba bajo la autoridad del califa fatimí de al-Qahira.

Nada más llegar, encerraron al abad Mayólo y a Asbag en una lúgubre cueva que servía de mazmorra, en la cual había ya una docena de personas capturadas también por los bandidos. El viaje hasta allí desde Pons Ursari, donde fueron hechos cautivos, fue penoso, a marchas forzadas y por irregulares terrenos, por lo que llegaron extenuados y con la ropa hecha jirones.

Entre los otros prisioneros que estaban en la cueva, figuraba un noble de un territorio cercano a Cluny que reconoció inmediatamente al abad. Enseguida se abalanzó hacia él, se arrodilló y le besó la mano. Los demás eran viajeros, comerciantes o recaudadores de tributos de diversos lugares del sur de Francia. Algunos llevaban allí meses de cautiverio y se encontraban muy desmejorados.

Mayólo parecía un hombre impasible, ajeno casi a lo que les estaba sucediendo, pero lo que de verdad le ocurría era que su mente discurría sólo por los cauces de la fe. Asbag se dio cuenta de ello a medida que pasaban los días en aquella cueva. El único interés del abad era mantenerse en oración y hacer rezar a todo el mundo. Al principio, los cautivos obedecieron fervorosamente, de rodillas y recitando de continuo las jaculatorias que él repetía en una especie de trance místico; pero al tercer día algunos comenzaron a desertar de aquel «combate espiritual» que, según Mayólo, había que mantener con el demonio sin darle tregua.

Al cuarto día se le metió en la cabeza que todos ayunasen. Cuando el carcelero introdujo en la cueva, como cada mañana, un mugriento cesto con unos cuantos chuscos negros y duros, un puñado de castañas y el cántaro de agua, el abad dijo:

—¡Nada de comida! Sólo agua. ¡Que nadie caiga en tentación! Hay que orar y ayunar. Sólo de esa manera venceremos al demonio. Nuestras armas son el ayuno y la oración.

Los cautivos se miraron unos a otros y nadie se atrevió a acercarse al cesto. Si la situación no hubiera sido tan penosa, a Asbag aquello le habría resultado algo cómico: se hallaban en un estado lamentable, muertos de frío, miedo y hambre, y al abad no le parecía aquello suficiente penitencia, impuesta ya por las circunstancias. Sin embargo, el mozárabe no consideró oportuno enfrentarse a la autoridad moral de Mayólo, puesto que su fama de santidad parecía confortar a sus desdichados compañeros de celda.

Al quinto día, al ver que no probaban alimento alguno, el carcelero fue a avisar al jefe de los sarracenos. Éste se presentó en la puerta, a contraluz, y momentáneamente no lo reconocieron, pero cuando entró en la cueva se llevaron una sorpresa. Era al-Kutí, el embajador que se presentó en Merseburg para solicitar el tributo al emperador.

Al reconocerlo, Mayólo se puso en pie enardecido.

—¡Apártate, Satanás! —le gritó—. ¿A qué vienes a perturbar nuestra paz?

—¿No queréis esos panes? —preguntó el sarraceno—. ¿Queréis acaso desconcertarme? ¡Allá vosotros! No se os traerán más alimentos mientras no hagáis caso de ésos.

—¡No sólo de pan vive el hombre! —sentenció el abad.

—¡Vaya! ¡Qué delicados! —dijo con ironía al-Kutí—. Claro, como estáis acostumbrados a las viandas de la mesa de vuestro emperador… ¿Y qué es lo que queréis, pues? ¿Capones? ¿Uvas de Corinto? ¿Pastel de manzanas…?

—¡Ja, ja, ja…! —rió el carcelero—. ¡Aquí sólo tenemos pan y castañas!

—¡… Sino de toda palabra que sale de la boca de Dios! —les increpó Mayólo—. ¡No tentarás al Señor tu Dios! ¡Sólo a Dios hay que adorar! ¡Infieles! ¡Hijos de Satanás!

Al-Kutí se fue hacia él, le zarandeó y le abofeteó. El abad rodó por el suelo y Asbag corrió a socorrerlo.

—¡No, déjalo, por Dios! —suplicó el mozárabe—. ¿No ves que ha perdido la cabeza?

—¡Más vale que comáis! —dijo al-Kutí—. No quiero perder las sustanciosas ganancias que pienso obtener con vuestro rescate.

Cuando los sarracenos cerraron la puerta y los cautivos se quedaron solos en la cueva, Mayólo alzó un dedo con autoridad y, a modo de sermón, dijo:

—Hemos ganado la primera batalla al demonio. Nuestras armas están resultando eficaces. No olvidéis que a Dios le agrada la mortificación, y que nuestros sufrimientos suben como incienso a su presencia… Y ahora, ya que hemos vencido en tan singular batalla, podemos tomar algo de alimento; pero con moderación.

«¡Menos mal!», pensó Asbag, y casi se le escapó en voz alta. Los cautivos abrieron unos ojos de entusiasmo y se abalanzaron sobre el cesto de los panes y las castañas, con un gran alivio por verse liberados del ayuno.

Esa noche, cuando dormían rendidos por el agotamiento a causa de su desgracia, el abad despertó súbitamente a Asbag.

—¡Obispo Asbag! ¡Obispo Asbag, despertad! —le decía—. He tenido una visión.

—¿Eh…? ¿Qué…? ¿Una visión…? —murmuró él, sumido en la somnolencia.

—Sí, escuchad, se trataba de una visión divina. El gobernador de los romanos, vestido con ropajes apostólicos, aparecía ante mí sosteniendo un incensario de oro que humeaba.

—¿Y qué significa eso? —le preguntó Asbag, perplejo.

—Es un anuncio de que seremos liberados pronto.

Cuando de madrugada entró la primera luz a través de la reja que cerraba la cueva, Mayólo estaba descosiendo su ampuloso manto, dando fuertes tirones para romper los hilos. Asbag pensó que el abad había perdido definitivamente la cabeza.

—¿Qué haces? —le increpó—. ¡No te rompas el manto!

—Sí, sí —contestó Mayólo—. He de hacerlo… Mirad lo que llevo cosido en el forro.

Cuando terminó de descoserlo, sacó un librito que llevaba entre los pliegues y dijo:

—Es el libro de san Jerónimo sobre la Asunción de la Virgen; lo llevo cosido en el manto desde hace años. Anoche, después de la visión divina, lo recordé.

Dicho esto, ante el asombro de Asbag, Mayólo empezó a hojear el librito y a hacer cuentas con los dedos.

—¡El veinticuatro! —exclamó—. ¡El veinticuatro es la Asunción! ¡Ese día seremos liberados!

Asbag concluyó que, en efecto, el abad había perdido por completo la razón.

El cautiverio se prolongó durante meses, en los que el número de los desdichados habitantes de la cueva fue variando; unos se iban porque sus parientes entregaban el rescate y eran devueltos a sus pueblos; pero llegaban otros, de manera que el negocio de al-Kutí nunca dejaba de funcionar. Y con los recién llegados entraban noticias en la prisión. Gracias a un capitán francés capturado, supieron que las sumas pedidas a cambio del abad Mayólo eran exorbitantes.

—¡Ojalá no paguen nada! —dijo el abad—. De todas formas, la Virgen María ha resuelto ya que se rompan nuestras cadenas.

Una mañana, cuando amanecía, les despertó un gran revuelo que provenía del exterior: voces y pisadas de un tropel de gente que se aproximaba a la cueva.

—¡Todo el mundo fuera! —gritó el carcelero—. ¡Vamos! ¿No estáis oyendo? ¡Salid!

Se echaron las capas por encima y salieron. En el exterior estaban al-Kutí y todos sus hombres, con sus armas, los caballos y varias mulas cargadas con fardos.

—¡Vamos, a toda prisa! —les ordenó el sarraceno—. ¡Nos marchamos al puerto!

El puerto no era otra cosa que un dique de contención y un sencillo embarcadero, abajo, al pie del acantilado rocoso. El pueblo quedaba un poco alejado y se extendía por la costa en conjuntos de casas y restos de fortificación separados entre sí por intervalos irregulares. De manera que comenzaron a descender apresuradamente entre los peñascos, por una peligrosa vereda estrecha y sumamente empinada.

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