Fray Benoît vestía su eterno sayal, con un rosario de cuentas grandes por cinturón. Este auténtico coloso, de barba ligeramente pelirroja, nunca tenía frío. Le encantaban esas glaciales alboradas en que el bosque estaba aún silente, en que la soledad era casi absoluta. Sentía la presencia de Dios. ¡Qué alegría avanzar sobre el manto de hojas muertas, contemplar la apertura de los brotes colmados de savia, notar la primavera a punto de florecer! ¡Vaya! Todavía quedaban esperanzas; Francia conseguiría librarse, el mundo saldría al fin del peor de los horrores impuestos desde los albores de la humanidad. Y decir que algunos se atrevían a hablar de progreso…
Benoît caminaba rápido. A mediodía, recibiría tres nuevos miembros de la resistencia perseguidos por los alemanes. Pero antes necesitaba procurarles ropa, un pasador y dinero. Dios lo ayudaría.
El monje habitaba una vieja casa de piedra situada detrás de la abadía. Al entrar, pensó en el humeante café que iba a servirse. Su único lujo.
El religioso subió los tres peldaños de la escalera de piedra, abrió la puerta, cruzó el pasillo con sólo tres pasos y se adentró en la cocina.
Allí lo esperaban tres hombres, ataviados con un impermeable verde. El religioso reaccionó enseguida. Se apoderó de una silla y la descargó sobre la cabeza del alemán que tenía más cerca. Otros dos policías de la Gestapo se le acercaron por detrás y le cortaron el paso. El coloso estuvo a punto de liberarse, pero las armas con que le apuntaban lo obligaron a rendirse. Y un hombre de Dios no tiene derecho a suicidarse.
—Cálmese —dijo uno de los policías, de rostro plano y muy blanco, en el que relampagueaban dos ojillos móviles.
—¿Por qué me detienen? —se exasperó Benoît—. No tienen nada que reprocharme.
—¿Y esto?
Sobre la mesa de la cocina, el alemán había dejado una varita de zahorí, un péndulo de radiestesista y varios libros mágicos sobre las propiedades curativas de las plantas.
Fray Benoît se quedó atónito. ¿Por eso lo detenían? Ni siquiera habían mencionado su apoyo a la Resistencia… Una pesadilla sin pies ni cabeza.
—Posee usted extraños poderes para ser un religioso libre de culpa… Nos han dicho que es el mejor curandero de Francia, que se comunica con las fuerzas ocultas. Hemos venido a comprobarlo.
La alucinación no tenía fin. Benoît no daba crédito a sus oídos. ¿Cómo podía interesarles algo así a estos esbirros de la siniestra Gestapo?
—¡Y ustedes se creen todo lo que les dicen! —se indignó el monje.
—Yo sólo creo en lo que veo —replicó el alemán—. Y entiendo que no quiera responder a mis preguntas. Ahora va a acompañarnos. Lo llevaremos ante especialistas que sabrán sonsacarlo.
Fray Benoît no articuló palabra. Las alimañas que tenía enfrente no estaban dispuestas a escuchar, y él sólo pensaba en huir. Pero antes quería saber. Saber por qué lo detenían alegando semejantes motivos.
Cuando los habitantes de Morienval vieron que fray Benoît se subía al coche de la Gestapo escoltado por un grupo de agentes, se convencieron de que al religioso lo habían denunciado por sus actividades como miembro de la resistencia. Ninguno de ellos intuyó la verdad.
François Branier adoraba Compiègne. De niño había ido allí muchas veces a pasar las vacaciones con su tío. Juntos habían explorado el bosque, pescado en arroyos, recorrido decenas de kilómetros en bicicleta por el placer de descubrir valles perdidos, paisajes de la vieja Francia olvidada por los urbanitas. Pero el Compiègne de hoy era el del terror. De allí salían los convoyes de presos, a quienes se trataba como ganado, rumbo a los campos nazis de exterminio. El venerable estaba seguro de que conocería la abominable suerte de quienes osaban desafiar a la Alemania de Hitler.
Se extrañó sobremanera cuando el Mercedes de la Gestapo se detuvo ante un bonito hotel privado del centro. Lo obligaron a bajarse del coche y lo acompañaron a la primera planta. Ahora los salones burgueses y las habitaciones eran despachos. Se habían derribado tabiques y roto molduras para introducir el mobiliario de oficina. Pese a lo intempestivo de aquellas horas, unos soldados escribían a máquina.
El venerable fue introducido en un lujoso despacho, sin duda el del antiguo dueño del lugar. En las paredes había colgados litografías y aguafuertes que retrataban monumentos de Compiègne. Parqué ilustre, mobiliario imperial. Un suboficial de unos cuarenta años de edad, que vestía el uniforme de las SS, estaba repantigado en un sillón rojo de respaldo alto. Tenía los cabellos muy negros y un rostro anguloso.
—Siéntese, señor Branier. Me han dicho que se ha mostrado muy razonable. Excelente iniciativa.
El venerable clavó su mirada en la del alemán.
—¿Dónde están mis amigos?
—Ya están de camino a su futura residencia, señor Branier. En un tren especial, que ya ha salido hará un cuarto de hora. Con mediocres condiciones de comodidad, lo reconozco. Pero, como usted bien dice, cual el tiempo tal el tiento.
El jefe de las SS se levantó y se paseó por el despacho, con la firme seguridad de un domador. Su colega, el hombre de la Gestapo, se tenía en pie en un rincón del despacho.
—¿Es usted médico, señor Branier?
François Branier no se movió de su asiento. Con la espalda recta y los antebrazos apoyados, se sentía como un condenado a muerte sentado en una silla eléctrica. El suboficial jugaba con él al gato y al ratón. Estas palabras dichas a media tinta albergaban cien veces más crueldad que la tortura más atroz. El alemán tenía todo el tiempo del mundo. Buscaba los puntos débiles para golpear con la máxima precisión y dejar a su adversario fuera de combate. Branier no tenía derecho a bajar la guardia ni un solo segundo.
—Debería responder, señor Branier. Refugiarse en el silencio es una mala táctica. Podría amenazarlo con represalias contra sus hermanos. ¿Es médico?
—Sí.
—¿Especialista?
—No. De medicina general.
—¿Casado?
—Viudo.
—¿Hijos?
—No.
—Cuando se declaró la guerra, abandonó usted su consultorio médico y su domicilio parisinos. Ingresó en la masonería a la edad de veinticinco años; concretamente, en la Gran Logia de Francia, donde enseguida fue considerado miembro de excepción. Pese a haber rechazado todos los honores, se ha ganado el respeto de las logias de toda Europa. Como también se negaba a figurar en la jerarquía aparente y oficial, acabó convirtiéndose en jefe de la masonería secreta. Ha fundado una logia denominada «Conocimiento» que ostenta los verdaderos secretos de la Orden. Llevamos mucho tiempo siguiendo la pista de esta logia… Jamás el mismo lugar de reunión, periodicidad nula, transmisión puramente oral. No acostumbra usted a pasar dos noches seguidas en la misma cama, señor Branier. El contingente de su logia nunca ha sobrepasado los veinte hermanos. Muchos de ellos están muertos o desaparecidos. Habíamos detenido a uno, pero se suicidó durante el interrogatorio. Sin la denuncia del eminente masón que le había ofrecido el local en el que debían reunirse anoche, nunca habríamos tenido la posibilidad de llevar a cabo semejante redada. Un golpe de suerte que las altas esferas han sabido apreciar. ¿Es así, señor Branier? ¿Alguna objeción?
—Ninguna.
El suboficial de las SS volvió a sentarse, con aire satisfecho.
—Agradezco su sinceridad. Negarlo habría sido pueril. Todo lo que le he avanzado ha sido meticulosamente comprobado. Pero todavía quedan muchos puntos oscuros. Y no me refiero a sus actividades como miembro de la Resistencia… banales. Servirán como cargos de acusación oficiales.
El venerable tenía los nervios crispados. Necesitaba liberar aquella tensión. Gritar, golpear… La soga se iba apretando a cada segundo; no solamente sobre la persona de François Branier, sino también sobre su función de venerable maestro, sobre el secreto que custodiaba. Y no tenía más derecho a suicidarse que un sacerdote. Debía hacer todo lo posible por transmitirlo, por que la tradición de la Orden continuara, por que la luz no se apagara.
—Le hemos perdido el rastro en varias ocasiones, pese a la división en zonas de la que era objeto. No sabemos nada sobre la frecuencia y la duración de las reuniones de su logia «Conocimiento». Las precauciones que toma son tan extraordinarias como eficaces. En realidad, tiene mucho que ocultar al gobierno del Reich.
Diez tácticas se arremolinaban en la cabeza del venerable. Tenía que soltar lastre sin revelar nada importante, salir vivo de aquel despacho sin faltar a su juramento.
—¿Por qué «extraordinarias»?
El suboficial sonrió.
—No intente hacerme creer que «Conocimiento» es una logia masónica normal y corriente, una simple asamblea de humanistas con vagos ideales de tolerancia y libertad. Señor Branier, es usted un revolucionario que quiere cambiar el mundo, cambiar al hombre. Locura, utopía, tal vez… o tal vez no. Y menos cuando uno conoce su seriedad y la de sus hermanos, cuidadosamente escogidos. No hay nada más difícil que entrar en su logia. Para llegar a maestro, se requieren al menos cinco años de preparación antes de la iniciación, siete años de aprendizaje como mínimo y una cantidad indeterminada de años en el gremio de obreros… En cuanto al venerable elegido, se tratará por fuerza de un ser con poderes totalmente excepcionales…
—Falso. Es un hermano como cualquier otro elegido por unanimidad. Ni más ni menos.
El suboficial de las SS cogió un cortapapeles e hizo resplandecer la cuchilla bajo la lámpara de su mesa.
—Su modestia lo honra, señor Branier. Aunque no me parece creíble. Su logia ha despertado la envidia entre los propios masones. En tanto que venerable, rehúye por sistema a los visitantes procedentes de otras logias. Es un derecho que existe, pero que nunca se aplica. Para asistir a sus «tenidas», había que ser obligatoriamente miembro de «Conocimiento» y haber pasado unas pruebas de las que no estamos al corriente. Ni un solo masón de los detenidos ha podido revelarnos nada interesante sobre la vida interior de su logia. Era usted el jefe de un Estado dentro del Estado. ¿A qué viene tanto misterio si no tiene nada que esconder? Y lo que quiera que esconda concierne al Reich, señor Branier.
El venerable se enderezó, estiró sus anchos hombros y adoptó el tono de la más firme convicción.
—Somos espiritualistas. Simplemente queríamos trabajar en paz, lejos de enredos e intrigas.
—No me lo creo —replicó secamente el suboficial—. Espiritualistas… ellos no tienen nada que ocultar. Son místicos inofensivos. Y ése no es su caso ni el de sus hermanos. Busque un argumento más convincente.
El venerable oyó a su espalda el característico ruido de un impermeable. El hombre de la Gestapo se había movido. Branier se obligó a conservar la calma, a mantenerse casi indiferente. El suboficial de las SS estaba muy bien informado. Su ingente labor había dado frutos. Gracias a su acumulación de expedientes, e incluso a partir de información fragmentaria, había logrado obtener indicaciones precisas que la mayoría de los masones desconocía y que, sin duda, él ya tenía en su poder.
—Ya que tan bien conoce mi logia —dijo el venerable—, sabrá que en ella los hermanos compartimos todo secreto. Solo, no soy nadie.
El suboficial pasó el índice por la cuchilla del cortapapeles. Parecía preocupado.
—¡Por fin se le presenta un verdadero dilema! Hace tiempo que me lo planteo. Si miente, podremos ejecutar a todos sus hermanos, porque será usted el único que importe. Y si dice la verdad, será indispensable que se reúnan todos en un lugar seguro para que por fin conozcamos su secreto. Como no quiero correr ningún riesgo, he optado por lo segundo. Heinrich Himmler me ha confiado esta misión y no quiero decepcionarlo. Así que va usted a reunirse con sus hermanos, señor Branier. Sale dentro de un cuarto de hora.
El venerable se encogió, aterrado. El suboficial de las SS lo observó con desprecio. Puede que aquel hombre no fuera tan extraordinario como se pretendía. A menos que se tratara de un perfecto comediante.
Descolgó el teléfono para confirmar la salida del convoy especial en el que saldría François Branier. Fue el primer instante en que apartó los ojos de su detenido.
Branier brincó como una gacela. Retorció el brazo al suboficial, le arrebató el cortapapeles y le puso la frente sobre la mesa. A continuación, le hundió ligeramente el cañón del arma en el cuello, a la altura del bulbo raquídeo. Con una energía sorprendente, Branier rodeó la mesa para colocarse detrás de él. Ahora estaba en posición de fuerza. El hombre de la Gestapo no había tenido tiempo de intervenir.
—Déjeme salir de aquí, o lo mato.
—Mátelo, Branier. Eso no cambiará nada. Otro ocupará su lugar. Usted sólo saldrá de aquí para subirse a un tren.
—Se está echando un farol. Ponga un coche a mi disposición.
El suboficial de las SS respiraba con dificultad, ya que tenía la cara comprimida bajo la mano de Branier. Se había equivocado por completo respecto al venerable, al creerlo vencido, sin recursos.
El hombre de la Gestapo, muy tranquilamente, llamó a los soldados de la guardia. Tres de ellos entraron en el despacho, metralleta en mano.
—Deje ese cortapapeles, señor Branier. Si no, daré orden de disparar. Morirán los dos.
—Vamos.
Branier levantó la cabeza del suboficial de las SS por los pelos. Luego lo obligó a ponerse en pie retorciéndole el brazo izquierdo. Le colocó el filo de la cuchilla en la carótida. El suboficial se estremeció. Branier actuaba con una brutal determinación. Este hombre sabía matar.
—El coche. Rápido.
—¿Abandonará a sus hermanos? —preguntó el hombre de la Gestapo.
Al venerable se le heló la sangre. Huir era confesar que sólo él conocía el secreto, condenar a muerte a sus hermanos. Aceptar reunirse con ellos, donde los nazis lo quisieran, era demostrar que la comunidad se tenía que congregar para desvelar los misterios.
El cortapapeles hizo un ruido seco al caer sobre el parqué. Branier soltó al suboficial de las SS y se apartó de él. Invocó en silencio al Gran Arquitecto del Universo y esperó los golpes.
La noche era gélida. En la estación de Compiègne, esperaba el convoy de deportados con sus cinco vagones. El hombre de la Gestapo acompañó a François Branier, flanqueado por dos agentes de las SS. No le habían puesto las esposas.
En la silenciosa estación, el tren aparecía como un monstruo, amenazante. Cuando el venerable pasaba por delante del primer vagón, la puerta corredera se abrió bruscamente. Asomó un joven desnudo que gritó «¡Yo no quiero ir!» y saltó al andén. El hombre de la Gestapo apartó al venerable, y los dos agentes de las SS dispararon al fugitivo, que se retorció durante largos segundos hasta quedar inmóvil. Uno de los dos agentes lanzó una ráfaga de metralleta al interior del vagón. Gritos de dolor, cuerpos que caían los unos sobre los otros. El agente hizo correr la puerta con violencia y volvió a poner las cadenas.