–¡Es verdad! ¡Es verdad! – asintió Rouletabille, quien seguía secándose la frente, que parecía transpirar no tanto por el reciente esfuerzo físico como por la agitación de sus pensamientos. ¡Es verdad! ¡Es el más hermoso, enorme y curioso de los misterios!...
–Ni el Animalito de Dios -gruñó el tío Jacques-, ni el mismísimo Animalito de Dios, de haber cometido el crimen, hubiera podido y escapar. ¡Escuchen!... ¿Lo oyen?... ¡Silencio!...
El tío Jacques nos hacía señas de que nos calláramos y, con el brazo extendido hacia la pared, hacia el bosque cercano, escuchaba algo que nosotros no oíamos.
–Se fue -terminó por decir. Tendré que matarlo... Es demasiado siniestro ese animal..., pero es el Animalito de Dios; va a rezar todas las noches a la tumba de Santa Genoveva, y nadie se atreve a tocarlo por miedo de que la tía Agenoux le eche un maleficio...
–¿De qué tamaño es el Animalito de Dios?
–Más o menos como un sabueso grande... Estoy hablando de un monstruo. ¡Ay! Más de una vez me pregunté si no había sido él quien prendió de la garganta a nuestra pobre señorita con sus garras. Pero el, Animalito de Dios no usa zapatones, ni dispara con un revólver, ni tiene una mano como esa -exclamó el tío Jacques, señalándonos de nuevo la mano roja en la pared. Y, además, lo hubiéramos visto tan bien como a un hombre, y se hubiera quedado encerrado en el cuarto y en el pabellón igual que un hombre...
–Claro -dije. De lejos, antes de haber visto el "cuarto amarillo", yo también me había preguntado si el gato de la tía Agenoux...
–¡Usted también! – exclamó Rouletabille.
–¿Y usted? – le pregunté.
–Yo no, ni por un instante... ¡Desde que leí el artículo de Le Matin, supe que no se trataba de un animal! Ahora puedo jurar que aquí sucedió una terrible tragedia... Pero no nos ha hablado de la boina encontrada, ni del pañuelo, ¿eh, tío Jacques?
–Se los llevó el magistrado, naturalmente -dijo el otro, dudando.
El reportero añadió muy serio:
–Yo no he visto el pañuelo ni la boina, pero puedo decirle cómo son.
–¡Ah! Es usted muy listo... -y el tío Jacques tosió, incómodo.
–El pañuelo es grande, y azul con rayas rojas, y la boina es una vieja boina vasca, como esa -agregó Rouletabille señalando la que llevaba puesta el hombre.
–¡Es cierto!... Usted es adivino...
Y el tío Jacques intentó reírse, pero no lo consiguió.
–¿Cómo sabe que el pañuelo es azul con rayas rojas?
¡Porque si no hubiera sido azul con rayas rojas no se habría encontrado ningún pañuelo!
Sin prestar más atención al tío Jacques, mi amigo sacó de su bolsillo una hoja de papel blanco, tomó una tijera, se inclinó sobre las huellas de pasos, apoyó su papel encima de una de ellas y comenzó a cortar. Así obtuvo una plantilla de papel de contorno muy preciso, que me entregó, rogándome que no la perdiera.
Después se volvió hacia la ventana y, señalando a Frédéric Larsan, que no había abandonado la orilla del estanque, le preguntó al tío Jacques si el policía también había venido a trabajar en el "cuarto amarillo".
–¡No! – respondió Robert Darzac, quien no había pronunciado palabra desde que Rouletabille le diera el pedacito de papel chamuscado. ¡Pretende que no necesita ver el "cuarto amarillo", que el asesino salió del "cuarto amarillo" de una forma muy natural, y que lo demostrará esta noche!
Al oír a Roben Darzac hablar así, Rouletabille -cosa extraordinaria -palideció.
–,Sabrá Frédéric Larsan la verdad que yo sólo presiento? – murmuró. Frédéric Larsan es muy hábil..., muy hábil..., y lo admiro... Pero hoy se trata de hacer algo más que una investigación policial... ¡Más de lo que enseña la experiencia!... ¡Se trata de ser lógico, pero lógico, compréndanme bien, como Dios fue lógico cuando dijo: dos más dos es igual a cuatro! ¡Se trata de empuñar la Razón por el extremo correcto!
Y el reportero se precipitó afuera, enloquecido por la idea de que el famoso gran Fred pudiera encontrar, antes que él, la solución del problema del "cuarto amarillo".
Logré alcanzarlo en la entrada del pabellón.
–¡Vamos! – le dije. ¡Cálmese!... ¿Acaso no está contento?
–Sí -me confesó con un gran suspiro. Estoy muy contento.
Descubrí muchas cosas...
–¿De orden moral o de orden material?
–Algunas de orden moral y una de orden material. Fíjese, esto, por ejemplo.
Y, rápidamente, sacó del bolsillo de su chaleco una hoja de papel, que debió de haber guardado durante su expedición bajo la cama, y en cuyo pliegue había colocado un cabello rubio de mujer.
[51]
La mariposa (en francés, veilleuse) es una mecha pequeña, que se coloca en un disco de corcho que flota sobre una capa de aceite, en un vaso, para que dé luz.
Cinco minutos más tarde, mientras Joseph Rouletabille se inclinaba sobre las huellas de pasos descubiertas en el parque al pie de la ventana del vestíbulo, un hombre, que debía ser un criado del castillo, llegó hasta donde estábamos, dando grandes zancadas, y le gritó a Robert Darzac, que bajaba del pabellón:
–Señor Darzac, ¿sabe que el juez de instrucción está interrogando a la señorita?
Robert Darzac nos dio una vaga excusa y salió corriendo en dirección al castillo; el hombre echó a correr detrás de él.
–Si el cadáver habla -dije-, esto va a ponerse interesante.
–Tenemos que enterarnos -dijo mi amigo. Vamos al castillo.
Y me arrastró. Pero, en el castillo, un gendarme apostado en el vestíbulo nos prohibió el acceso a la escalera del primer piso. Tuvimos que esperar.
Durante ese tiempo, esto sucedía en la habitación de la víctima. El médico de la familia, al comprobar que la señorita Stangerson se encontraba mucho mejor, pero temiendo una recaída fatal que no permitiría volver a interrogarla, creyó que era su deber avisar al juez de instrucción... Y este había decidido proceder inmediatamente a un breve interrogatorio. A este interrogatorio asistieron el señor de Marquet, el secretario, el señor Stangerson y el médico. Más tarde, durante el proceso, logré procurarme el texto de dicho interrogatorio. Helo aquí, en toda su jurídica sequedad:
Pregunta. – Señorita, ¿es capaz de darnos algunos detalles del horrible atentado del que ha sido víctima sin fatigarse demasiado?
Respuesta. – Me siento mucho mejor, señor, y voy a decirle lo que sé. No noté nada anormal cuando entré en mi habitación...
P. – Perdón, señorita. Si me lo permite, voy a hacerle unas preguntas y usted las responderá. Eso la cansará menos que un largo relato.
R. – Como diga, señor.
P.-¿Cómo empleó usted el tiempo aquel día? Quisiera que sea lo más precisa y meticulosa posible. Si no es demasiado pedir, señorita, me gustaría reconstruir cada uno de sus movimientos de aquel día.
R. – Me levanté tarde, a las diez, por que la noche anterior mi padre y yo habíamos vuelto tarde, ya que habíamos asistido a la cena y a la recepción ofrecidas por el presidente de la República, en honor de los delegados de la Academia de Ciencias de 1 Filadelfia. Cuando salí de mi habitación, a las diez y media, mi padre ya estaba trabajando en el laboratorio. Trabajamos juntos hasta el mediodía; dimos un paseo de una media hora por el parque; almorzamos en el castillo. Media hora de paseo hasta la una y media, como todos los días. Después, mi padre y yo regresamos al laboratorio. Allí nos encontramos con mi doncella, que acababa de arreglar mi cuarto. Yo entro al "cuarto amarillo" para encargarle algunas cosas sin importancia a esta empleada, que sale del pabellón enseguida, y retomo el trabajo con mi padre. A las cinco, salimos del pabellón para dar otro paseo y para tomar el té.
P.-Antes de salir, a las cinco, ¿volvió a entrar a su cuarto?
R. – No, señor. Mi padre entró en él, porque le pedí que me trajera el sombrero.
P.-¿Y no vio nada sospechoso?
Señor Stangerson. – Claro que no, señor.
P.-Además, es casi seguro que el asesino todavía no estaba debajo de la cama en ese momento. Cuando salieron, ¿la puerta de la habitación quedó cerrada con llave?
Señorita Stangerson. – No. No teníamos ninguna razón para hacerlo...
P. – A partir de ese momento, ¿cuánto tiempo estuvieron el señor Stangerson y usted fuera del pabellón?
R.-Más o menos una hora.
P.-Sin lugar a dudas, fue en el transcurso de esa hora cuando el asesino se introdujo en el pabellón. ¿Pero cómo? No lo sabemos. Se han encontrado, en el parque, huellas de pasos que se alejan de la ventana del vestíbulo, pero no se ven pasos que se acerquen. ¿La ventana del vestíbulo estaba abierta cuando salió con su padre?
R. – No me acuerdo.
Señor Stangerson. – Estaba cerrada.
P. – ¿Y cuando volvieron?
Señorita Stangerson. – No presté atención.
Señor Stangerson. – Seguía cerrada... Lo recuerdo; muy bien porque, al regresar, dije en voz alta: "¡La verdad es que el tío Jacques la podía haber abierto en nuestra ausencia!...".
P.-¡Qué extraño, qué extraño! Recuerde, señor Stangerson, que el tío Jacques, mientras estaban afuera y antes de irse, la había abierto. Entonces volvieron a las seis al laboratorio y reanudaron su trabajo.
Señorita Stangerson. – Sí, señor.
P.-¿Y no volvió a abandonar el laboratorio desde esa hora hasta el momento en que entró a su habitación?
Señor Stangerson. – Ni mi hija ni yo, señor. Teníamos un trabajo tan urgente, que no perdíamos ni un minuto. Hasta tal punto que desatendíamos todo lo demás.
P.-¿Cenaron en el laboratorio?
R.-Sí, por la misma razón.
P.-¿Acostumbran cenar en el laboratorio?
R.-Muy pocas veces.
P.-¿Podía saber el asesino que esa noche cena- E rían en el laboratorio?
Señor Stangerson. – Por Dios, señor, no lo creo... Fue al volver al pabellón, a eso de las seis, cuando tomé la decisión de que mi hija y yo cenáramos en e laboratorio. En ese momento, se nos acercó el guardabosque, quien me retuvo un instante para pedirme que lo acompañara en una inspección urgente por el lado del bosque que yo había decidido talar. No podía hacerlo y pospuse la tarea para el día siguiente, y entonces le pedí al guardabosque, que tenía que pasar por el castillo, que le avisara al mayordomo que cenaríamos en el laboratorio. El guardabosque se despidió para llevar mi recado, y yo me reuní con mi hija, a quien le había dado la llave del pabellón y que, a su vez, la había dejado en la puerta del lado de afuera. Mi hija ya estaba trabajando.
P.-Señorita, mientras su padre seguía trabajando, ¿a qué hora entró en su habitación?
Señorita Stangerson. – A las doce de la noche.
P.-¿Entró el tío Jacques en el "cuarto amarillo" en el transcurso de la noche?
R.-Para cerrar los postigos y encender la mariposa, como todas las noches...
P-¿No advirtió nada sospechoso?
R.-Nos lo habría dicho. El tío Jacques es un buen hombre que me quiere mucho.
P.-Señor Stangerson, ¿afirma usted que el tío Jacques no volvió a salir del laboratorio y que se quedó todo el tiempo con usted?
Señor Stangerson. – Estoy seguro. No tengo ninguna duda al respecto.
P.-Señorita, cuando entró en su habitación, cerró inmediatamente la puerta con llave y cerrojo.
Son muchas precauciones, sabiendo que su padre; y su criado estaban allí. ¿Acaso temía usted algo?
R.-Mi padre no tardaría en regresar al castillo ni el tío Jacques en ir a acostarse. Y además, efectivamente, algo temía.
P.-¿Y tanto temía ese algo que tomó prestado el revólver del tío Jacques sin decírselo?
R.-Es verdad, no quería asustar a nadie, principalmente porque mis temores podían resultar pueriles.
P.-¿Y qué era lo que temía?
R.-No sabría decírselo exactamente. Desde hacía varias noches, me parecía oír en el parque y fuera de él, alrededor del pabellón, ruidos insólitos y, a veces, pasos o crujidos de ramas. La noche que precedió al atentado, en que no me acosté hasta las tres de la mañana, de vuelta del Elíseo, me quedé un instante en la ventana y me pareció ver unas sombras...
P.-¿Cuántas sombras?
R.-Dos sombras que daban vueltas alrededor del estanque... Después, la luna se escondió y no vi nada más. Otros años, en esta época, ya he vuelto a mis aposentos en el castillo, donde reanudo mis costumbres de invierno; pero este año me había propuesto no abandonar el pabellón hasta que mi padre hubiera terminado el resumen de sus trabajos sobre La disociación de la materia para la Academia de Ciencias. No quería que esta importante obra, que estaría terminada en unos días, fuera demorada por cualquier cambio de nuestras costumbres cotidianas. Comprenderá que no haya hablado con mi padre de mis temores infantiles y que los ocultara al tío Jacques, quien no habría podido contener su lengua. Sea como fuera, yo sabía que el tío Jacques tenía una revólver en el cajón de su mesa de noche, así que aproveché un momento en que el buen hombre se ausentó durante el día para subir rápidamente al desván y tomar su. arma, que guardé en el cajón de mi propia mesa.
P.-¿Tiene usted algún enemigo?
R.-Ninguno.
P.-Comprenderá, señorita, que precauciones tan excepcionales sorprenden a cualquiera.
Señor Stangerson. – Es cierto, hija, son precauciones muy sorprendentes.
R.-No; les digo que hacía dos noches que no me sentía nada tranquila.
Señor Stangerson. – Tendrías que habérmelo dicho. Es imperdonable. ¡Habríamos evitado una desgracia!
P.-Una vez cerrada la puerta del "cuarto amarillo", ¿se acuesta usted, señorita?
R.-Sí, y como estoy muy cansada, me duermo en seguida.
P.-¿La mariposa seguía encendida?
R.-Sí; pero emitía una luz muy tenue...
P.-Entonces, señorita, díganos lo que ocurrió.
R.-No sé si hacía mucho tiempo que dormía, pero de pronto me despierto... Doy un fuerte grito...
Señor Stangerson. – Sí, un grito horrible... ¡Al asesino!... Todavía lo tengo en mis oídos...
P.-Da usted un fuerte grito...
R.-Había un hombre en mi cuarto. Se abalanzó sobre mí, me puso las manos en la garganta e intentó estrangularme. Ya me estaba ahogando cuando, de pronto, mi mano logra sacar, del cajón entreabierto de mi mesa de luz, el revólver que había puesto allí y que estaba listo para disparar. En ese momento, el hombre me tira de la cama y blande sobre mi cabeza una especie de maza, pero yo disparé. En seguida, sentí un rudo golpe, un golpe terrible en la cabeza. Todo esto, señor juez, fue más rápido de lo que puedo decir, y ya no sé nada más.