La tía Agenoux fue a plantarse delante del guardabosque y golpeó el suelo con su bastón:
–No sé nada de nada. Pero, ¿quiere que le diga una cosa? No hay dos animales en este mundo que tengan ese grito... Pues bien, yo también, la noche del crimen, oí afuera el grito del Animalito de Dios; y, sin embargo, estaba en mi falda, señor guardabosque, y no maulló ni una sola vez, se lo juro. Cuando oí eso, ¡me persigné como si estuviera oyendo al diablo!
Yo estaba mirando al guardabosque cuando hizo esta última pregunta y, o me equivoco mucho, o sorprendí en sus labios una malvada sonrisa socarrona.
En ese momento, llegó hasta nosotros el ruido de una agitada discusión. Incluso creímos percibir golpes sordos, como si le estuvieran pegando a alguien. El Hombre Verde se levantó y corrió, decidido, hacia la puerta que estaba al lado del hogar, pero esta se abrió y apareció el posadero, que le dijo al guardabosque:
–¡No se asuste, señor guardabosque, es que a mi mujer le duelen los dientes! – Y se rio.
–Tome, tía Agenoux, aquí tiene bofe para su gato.
–¿No piensa servirme nada? – le preguntó el Hombre Verde. El tío Mathieu ya no pudo contener su odio:
–¡No hay nada para usted! ¡Nada para usted! ¡Váyase!...
El Hombre Verde llenó su pipa con calma, la encendió, nos saludó y se fue. Apenas llegó al umbral, Mathieu le cerró la puerta en la espalda y, volviéndose hacia nosotros, con los ojos inyectados de sangre, lleno de rabia y con el puño tendido hacia la puerta que acababa de cerrar detrás del hombre que detestaba, nos susurró:
–No sé quién es usted, el que me dijo hace un rato: "Ahora habrá que comer carne roja". Pero, si le interesa, ¡ahí va el asesino!
Luego de decir esto, el tío Mathieu se retiró. Rouletabille se volvió hacia el hogar y dijo:
–Ahora, vamos a asar nuestro bife. ¿Qué le parece la sidra? ¿Un poco, áspera, no? Como a mí me gusta.
Aquel día no volvimos a ver al tío Mathieu, y un gran silencio reinaba en la posada cuando nos fuimos, después de haber dejado cinco francos sobre la mesa para pagar nuestro festín.
Acto seguido, Rouletabille me hizo caminar cerca de una legua alrededor de la propiedad del profesor Stangerson. Se detuvo diez minutos, en el recodo de un caminito negro de hollín, cerca de las, cabañas de los carboneros, que están en la parte del bosque de Santa Genoveva que linda con la carretera que lleva de Épinay a Corbeil, y me confió que el asesino, seguramente, había pasado por ahí, en vista del estado de los zapatos toscos, antes de ingresar a la propiedad e ir a esconderse en el bosquecillo.
–¿No creerá que el guardabosque tuvo algo que ver en el asunto? – lo interrumpí.
–Eso lo veremos más tarde -me respondió. Por el momento, lo que el posadero dijo de ese hombre no me interesa. Habló lleno de odio. No lo he llevado a comer al Torreón por el Hombre Verde.
Dicho esto, Rouletabille, con mucha precaución, se deslizó -y lo hice detrás de él- hasta el edificio próximo a la reja que servía d, vivienda a los caseros, detenidos esa misma mañana. Con un movimiento acrobático que me admiró, se metió en la casita por un tragaluz que había quedado abierto en la parte de atrás, y volvió a salir diez minutos después, diciendo esta palabra que, en sus labios, significaba tantas cosas distintas:
–"¡Caramba!".
Cuando nos disponíamos a retomar el camino hacia el castillo, hubo un gran movimiento en la reja. Llegaba un coche y del castillo salían a su encuentro. Rouletabille me mostró a un hombre que bajaba del coche:
–Ese es el jefe de la Sûreté; vamos a ver qué es lo que tiene Frédéric Larsan entre manos y si es más listo que los demás...
Detrás del coche del jefe de la Sûreté, venían otros tres coches repletos de reporteros que también querían entrar al parque; pero fueron apostados dos gendarmes en la reja, con órdenes de no dejar pasar a nadie. El jefe de la Sûreté calmó la impaciencia de los periodistas, comprometiéndose a ofrecerles, esa misma noche, todas las informaciones que pudiera, sin entorpecer el curso de la instrucción.
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Aperitivas significa "que sirven para abrir el apetito".
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El solomillo es un corte de carne muy común en Europa, de la capa cercana al lomo.
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Los quevedos son lentes de forma circular, con armadura que se sujeta a la nariz, sin patillas. Se los llama así porque con este tipo de anteojos está retratado el poeta español Quevedo, del siglo XVII.
Entre la pila de papeles, documentos, informes, recortes de diarios y pruebas judiciales de los que dispongo sobre el misterio del "cuarto amarillo", hay un fragmento de lo más interesante. Es la narración del famoso careo de las personas involucradas, que tuvo lugar aquella tarde, en el laboratorio del profesor Stangerson, ante el jefe de la Sûreté. Esta narración se la debemos a la pluma del señor Maleine, el secretario, quien, al igual que el juez de instrucción, se dedicaba a la literatura en sus ratos libres.
Este fragmento iba a formar parte de un libro que nunca se publicó y que debía titularse Mis interrogatorios. Me fue entregado por el mismo secretario, poco tiempo después del desenlace inaudito de este proceso, único en los anales jurídicos.
Aquí está. Es más que una fría transcripción de preguntas y respuestas. Con frecuencia, el secretario relata en él sus impresiones personales.
LA NARRACIÓN DEL SECRETARIO
Hacía una hora -cuenta el secretario- que el juez de instrucción y yo nos encontrábamos en el "cuarto amarillo", con el maestro de obras que había construido el pabellón, según los planos del profesor Stangerson. El maestro de obras había venido con un obrero. El señor de Marquet ordenó que se limpiaran completamente las paredes, es decir, mandó que el obrero quitara todo el papel que las decoraba. Picos y piquetas aquí y allá nos demostraron que no había ningún tipo de abertura. El cielo raso y el parqué fueron examinados minuciosamente. No descubrimos nada, porque no había nada que descubrir. El señor de Marquet parecía encantado y no dejaba de repetir:–¡Qué caso, señor contratista, qué caso! ¡Ya verá usted que nunca sabremos cómo hizo el asesino para salir de ese cuarto!
De pronto, el señor de Marquet, con la cara radiante porque no comprendía, debió de recordar que su deber era tratar de entender, y llamó al cabo de la gendarmería.
–Cabo -dijo-, vaya al castillo y pídale al señor Stangerson y a Robert Darzac que vengan a reunirse conmigo en el laboratorio, y al tío Jacques, y que sus hombres me traigan también a los caseros.
Cinco minutos después, toda esa gente estaba reunida en el laboratorio. El jefe de la Sûreté, que acababa de llegar al Glandier, también se nos unió en ese momento. Yo estaba sentado en el escritorio del señor Stangerson, listo para empezar a trabajar, cuando el señor de Marquet nos dirigió este pequeño discurso, tan original como inesperado:
–Si quieren, señores -dijo-, ya que los interrogatorios no llevan a ninguna parte, vamos a abandonar, por esta vez, el tradicional sistema de interrogatorios. No los llamaré por turnos ante mí, no. Nos quedaremos todos aquí: el señor Stangerson, el señor Darzac, el tío Jacques, los dos caseros, el señor jefe de la Sûreté, el señor secretario y yo. Y estaremos todos aquí, de igual a igual; los caseros olvidarán, por un instante, que están detenidos. ¡Vamos a charlar! Los hice venir para charlar. Estamos en el lugar del crimen; pues bien, ¿de qué podemos conversar si no es del crimen? ¡Entonces, hablemos de él! ¡Hablemos de él! Con elocuencia, con inteligencia o con estupidez. Digamos todo lo que se nos ocurra. Hablemos sin método, puesto que el método no nos da resultado. ¡Dirijo una ferviente plegaria al dios Azar, al azar de nuestras ideas! ¡Empecemos!...
Después de esto, al pasar frente a mí, me dijo en voz baja:
–¡Qué escena, eh! ¿Qué le parece? ¿Se la hubiera imaginado usted?
Haré con ella un pequeño acto para el vodevil
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. Y se frotaba las manos con júbilo. Dirigí mis ojos al señor Stangerson. La esperanza que debió de suscitar en él el último parte de los médicos, que habían declarado que la señorita Stangerson podría sobrevivir a sus heridas, no había borrado en aquel noble rostro las marcas del más profundo dolor.
Aquel hombre había imaginado a su hija muerta, y todavía no se había recuperado. Sus ojos azules, tan dulces y tan claros, reflejaban ahora una infinita tristeza. Varias veces había tenido ocasión de ver al señor Stangerson en ceremonias públicas. Desde el principio, me había impresionado su mirada, tan pura como la de un niño: la mirada soñadora, la mirada sublime y espiritual del inventor o del loco.
En esas ceremonias, detrás de él o a su lado, siempre se podía ver a su hija, porque se decía que nunca se separaban, ya que compartían los mismos trabajos desde hacía largos años. Aquella virgen, que tendría entonces treinta y cinco años, aunque apenas parecía de treinta, consagrada enteramente a la ciencia, seguía provocando admiración por su belleza imperial, que se había mantenido intacta, sin una arruga, victoriosa del tiempo y del amor... ¿Quién hubiera dicho entonces que, un día no muy lejano, me encontraría en la cabecera de su cama con mis papeles y que la vería, casi moribunda, contarnos con esfuerzo el más monstruoso y misterioso atentado que jamás haya oído en mi carrera? ¿Quién hubiera dicho que me encontraría, como aquella tarde, delante de un padre desesperado que intenta en vano explicarse cómo había podido escapar el asesino de su hija? ¿De qué sirve, entonces, el trabajo silencioso, en el oscuro retiro de los bosques, si no lo preserva a uno de las grandes catástrofes de la vida y la muerte, comúnmente reservadas a aquellos hombres que frecuentan las pasiones de la ciudad
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?–Veamos, señor Stangerson -dijo el señor de Marquet dándose un poco de importancia-, colóquese exactamente en donde estaba cuando la señorita Stangerson se despidió para entrar a su cuarto.
El señor Stangerson se levantó y, ubicándose a cincuenta centímetros de la puerta del "cuarto amarillo", dijo con una voz apagada, sin color, con una voz que yo calificaría como muerta:
–Estaba aquí. A eso de las once, después de haber procedido a un breve experimento de química en los hornos del laboratorio, corrí mi escritorio hasta aquí, porque el tío Jacques, que pasó toda la noche limpiando algunos de mis aparatos, necesitaba todo el lugar que había detrás de mí. Mi hija trabajaba en el mismo escritorio que yo. Cuando se levantó, después de besarme y desearle buenas noches al tío Jacques, tuvo que deslizarse con bastante dificultad entre el escritorio y la puerta para entrar a su cuarto. Quiero decir que estaba muy cerca del lugar en el que se cometería el crimen.
–¿Y el escritorio? – lo interrumpí, obedeciendo, al meterme en la conversación, a los deseos expresados por mi jefe. ¿Qué pasó con el escritorio cuando oyó gritar: "¡Al asesino!" y cuando resonaron los disparos, señor Stangerson?
El tío Jacques respondió:
–Lo corrimos contra esta pared, más o menos donde está ahora, para poder precipitarnos contra la puerta sin dificultad, señor secretario...
Seguí con mi razonamiento, al que, por otra parte, sólo le daba la importancia de una débil hipótesis:
–¿El escritorio estaba tan cerca del cuarto que un hombre, si salía agachado y se deslizaba por debajo de él, podía haber pasado inadvertido?
–Siempre se olvida -interrumpió el señor Stangerson con evidentes muestras de cansancio- que mi hija había cerrado su puerta con llave y cerrojo, que la puerta permaneció cerrada, que luchamos contra esa puerta desde el instante en que comenzó el asesinato, que ya estábamos en la puerta mientras la pelea entre mi pobre hija y el asesino continuaba, que los ruidos de la pelea nos llegaban aún y que oíamos agonizar a mi desdichada hija bajo la presión de los dedos cuyas sangrientas marcas conservó su cuello. Por más rápido que haya sido el ataque, nosotros fuimos tan rápidos como él y nos encontramos inmediatamente detrás de esa puerta que nos separaba del drama.
Me levanté y fui hacia la puerta, que examiné nuevamente con muchísimo cuidado. Después me incorporé con un gesto de desaliento.
–Imaginen -dije- que el panel inferior de esta puerta hubiera podido ser abierto sin que fuera necesario abrir la puerta, ¡y el problema estaría resuelto! Pero, por desgracia, esta última hipótesis es inadmisible después del examen de la puerta. Es una sólida y gruesa puerta de roble que forma un bloque inseparable... Se ve muy bien, a pesar de los daños causados por los que la derribaron...
–¡Oh! – exclamó el tío Jacques. Es una vieja y sólida puerta del castillo que hemos transportado hasta aquí..., una puerta como ya no se construyen. Necesitamos esa barra de hierro para forzarla, entre cuatro..., porque la casera también nos ayudó, como la valiente mujer que es, señor juez. ¡Es lamentable verlos en la cárcel en este momento!
No bien el tío Jacques pronunció esta frase de piedad y de protesta, los lamentos y lloriqueos de los dos caseros se reanudaron. Nunca había visto acusados tan llorones. Estaba completamente asqueado. Incluso admitiendo su inocencia, no comprendía cómo dos personas podían carecer a tal punto de agallas ante la adversidad. En tales circunstancias, vale más una actitud clara que las lágrimas y la desesperación, las cuales, en general, son fingidas e hipócritas.
–¡Eh! – exclamó el señor de Marquet. ¡Dejen de chillar de ese modo y dígannos, por su bien, lo que estaban haciendo debajo de las ventanas del pabellón en el momento en que asesinaban a su ama!
Porque estaban muy cerca del pabellón cuando el tío Jacques los encontró...
–¡Acudíamos en su ayuda! – gimieron.
Y la mujer bramó entre hipos:
–¡Ah! ¡Si tuviéramos al asesino entre las manos, le haríamos saber lo que es bueno!
Y no logramos, tampoco esta vez, sacarles dos frases coherentes seguidas. Continuaron negando obstinadamente, jurando por Dios y por todos los santos que estaban en la cama cuando oyeron el disparo de un revólver.
–No fue uno, fueron dos los disparos. ¿Ven que están mintiendo? ¡Si oyeron uno, tienen que haber oído el otro!
–¡Por Dios, señor juez, sólo oímos el segundo! Seguramente dormíamos cuando dispararon el primer tiro...
–¡Eso sí, dispararon dos! – dijo el tío Jacques. Estoy seguro de que todos los cartuchos de mi revólver estaban intactos; pero encontramos dos cartuchos quemados, dos balas, y oímos dos disparos de revólver detrás de la puerta. ¿No es cierto señor Stangerson?