Mientras tanto, Rouletabille se había metido en la chimenea: es decir que, parado sobre los ladrillos de un hornillo, observaba atentamente la chimenea que se iba estrechando y, a cincuenta centímetros por encima de su cabeza, se cerraba completamente con unas placas de hierro sujetas a los ladrillos, y dejaba pasar tres tubos de unos quince centímetros de diámetro cada uno.
–Es imposible pasar por ahí -afirmó el joven, regresando de un salto al laboratorio. Además, si él lo hubiera intentado, todos estos fierros estarían tirados en el suelo. ¡No! ¡No! La respuesta no la encontraremos aquí...
A continuación, Rouletabille examinó los muebles y abrió las puertas de los armarios. Después, les tocó el turno a las ventanas, que declaró inviolables e invioladas. Ante la segunda ventana, encontró al tío Jacques mirando con gesto absorto.
–Y bien, tío Jacques, ¿qué está mirando por ahí?
–Miro al hombre de la policía, que no deja de dar vueltas alrededor del estanque... ¡Se cree listo, pero no llegará mucho más lejos que los otros!
–¡Usted no conoce a Frédéric Larsan, tío Jacques! – dijo Rouletabille, sacudiendo la cabeza con melancolía. O no hablaría de ese modo... ¡Créame, si hay alguien capaz de encontrar al asesino, es él! – Y Rouletabille suspiró.
¡Para encontrarlo, habría que saber cómo lo perdimos...!-replicó el tío Jacques obstinadamente.
Por fin, llegamos a la puerta del "cuarto amarillo".
¡Detrás de esta puerta, algo importante sucedió! – dijo Rouletabille con una solemnidad que, en cualquier otra circunstancia, habría resultado cómica.
[44]
Bajo el reinado de Luis XIV el rey Sol (1638-1715), florecieron en Francia todas las artes, en especial la arquitectura. Fue quien mando construir el Palacio de Versalles.
[45]
Eugène Viollet-le-Duc (1814-1879) fue un importante arquitecto francés, especialista en la restauración de edificios medievales.
[46]
Una marquesina es una cobertura de cristal y hierro, que se coloca sobre una puerta o escalinata para resguardo de la lluvia.
[47]
Alusión a la famosa escultura del artista italiano Lorenzo Bernini (1598-1680), que representa el busto de Medusa, diosa de la Antigüedad cuyos cabellos eran serpientes.
[48]
Un pabellón es, en arquitectura, un edificio que constituye una dependencia de otro mayor, ubicado en su proximidad.
[49]
Un crisol es un instrumento que se usa para fundir materiales a temperatura muy elevada.
[50]
Las retortas son recipientes con cuello largo y curvo, que se emplean para sustancias químicas.
Rouletabille, después de empujar la puerta del "cuarto amarillo", se detuvo en el umbral, diciendo con una emoción que yo sólo comprendería más tarde:
–¡Oh!¡El perfume de la dama vestida de negro!
El cuarto estaba a oscuras; el tío Jacques quiso abrir los postigos, pero Rouletabille lo detuvo:
–¿El drama ocurrió en plena oscuridad? – preguntó.
–No, joven, no lo creo. La señorita siempre procuraba tener una mariposa
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en su mesa, y yo se la encendía todas las noches antes de que se acostara... ¡Yo era casi como su doncella, cuando llegaba la noche! La verdadera doncella venía recién a la mañana. ¡La señorita trabaja hasta tan tarde..., por la noche!–¿Adónde estaba esa mesa con la mariposa? ¿Lejos de la cama?
–Lejos de la cama.
–¿Podría encender la mariposa ahora?
–La mariposa está rota, y el aceite se derramó cuando cayó la mesa. Todo lo demás está igual. Sólo tengo que abrir los postigos y verá...
–¡Espere!...
Rouletabille volvió al laboratorio para cerrar los postigos de las dos ventanas y la puerta del vestíbulo. Cuando estuvimos completamente a oscuras, encendió un fósforo, se lo dio al tío Jacques y le dijo que se dirigiera con él al centro del "cuarto amarillo", al mismo lugar en el que ardía, aquella noche, la mariposa.
El tío Jacques, que iba calzado con zapatillas (solía dejar sus zuecos en el vestíbulo), entró al "cuarto amarillo" con su fósforo y distinguimos vagamente, apenas iluminados por la pequeña llama moribunda, los objetos tirados sobre las baldosas, la cama en un rincón y, frente a nosotros, a la izquierda, el reflejo de un espejo que colgaba en la pared, cerca de la cama. Todo fue rápido.
Rouletabille dijo:
–¡Suficiente! Puede abrir los postigos.
–Por favor, no entren -rogó el tío Jacques. Podrían dejar marcas con sus zapatos..., y no hay que tocar nada... Lo decidió el juez, así, de buenas a primeras, aunque ya terminó con su asunto...
Y empujó los postigos. La pálida claridad del exterior entró iluminando un desorden siniestro entre paredes de color azafrán. El parqué -pues aunque el piso del vestíbulo y el del laboratorio era de baldosas, el del "cuarto amarillo" era de parqué, estaba cubierto por una estera amarilla, de una sola pieza, que ocupaba casi toda la habitación y se prolongaba hasta debajo de la cama y del tocador, únicos muebles que seguían aún en pie. La mesa redonda del medio, la mesita de luz y las dos sillas estaban tiradas en el suelo. No impedían ver, sobre la estera, una gran mancha de sangre que provenía, según nos dijo el tío Jacques, de la herida en la frente de la señorita Stangerson. Además, había gotitas de sangre salpicadas por doquier, que seguían, por así decirlo, la huella muy visible de unos pasos, los anchos pasos negros del asesino. Todo parecía indicar que esas gotas de sangre provenían de la herida del hombre, quien, en algún momento, dejó impresa su mano roja en la pared. Había otras marcas de esa mano en la pared, pero mucho menos definidas. Era, efectivamente, la huella de una ruda mano de hombre ensangrentada.
No pude dejar de exclamar:
–¡Fíjense!... ¡Fíjense en la sangre de la pared!... El hombre que puso tan firmemente su mano aquí estaba, en ese momento, a oscuras y, sin duda, creyó que tocaba una puerta. ¡Creyó que la empujaba! Por eso la apoyó con tanta fuerza y dejó sobre el papel amarillo un dibujo terriblemente acusador; porque, que yo sepa, no existen muchas manos como esta. Es grande y fuerte, ¡y todos los dedos son del mismo largo! ¡No está el pulgar! Sólo tenemos la marca de la palma. Y si seguimos la huella de esta mano -proseguí-, vemos que, después de apoyarse en la pared, la tantea, busca la puerta, la encuentra, busca la cerradura...
–Desde luego -interrumpió, burlón, Rouletabille. ¡Pero no hay sangre en la cerradura, ni en el cerrojo!...
–¿Y eso qué prueba? – repliqué con un sentido común del que me sentía orgulloso. Él habrá abierto la cerradura y el cerrojo con la mano izquierda, lo que me parece natural, porque la mano derecha la tenía herida...
–¡No abrió nada! – exclamó de nuevo el tío Jacques. ¡No estamos locos, sabe! ¡Y éramos cuatro cuando derribamos la puerta! Yo proseguí:
–¡Qué mano tan extraña! ¡Fíjense! ¿No les parece extraña?
–Es una mano muy normal -replicó Rouletabille-, cuyo contorno se ha deformado al deslizarse por la pared. ¡El hombre limpió su mano herida en la pared! Ese hombre debe medir un metro ochenta.
–¿Qué le hace pensar eso?
–La altura de la mano sobre la pared...
Luego, mi amigo se ocupó de la marca que había dejado la bala en la pared. La marca era un agujero redondo.
–La bala -dijo Rouletabille – vino de frente; ni de arriba, ni de abajo.
También nos hizo observar que el agujero en la pared estaba unos centímetros por debajo de la huella dejada por la mano.
Rouletabille, volviendo a la puerta, ahora tenía la nariz pegada a la cerradura y al cerrojo. Comprobó que, efectivamente, se había hecho saltar la puerta desde afuera, pues la cerradura y el cerrojo seguían en la puerta derribada, una cerrada y el otro echado, y en la pared, los dos soportes estaban casi arrancados: colgaban, sostenidos todavía por un tornillo.
El joven redactor de L´Époque los examinó con atención, luego observó la puerta por los dos lados, se cercioró de que no se podía abrir ni cerrar el cerrojo desde el exterior, y corroboró que habían encontrado la llave en la cerradura en el interior. También se aseguró de que, una vez puesta la llave en la cerradura, en el interior, esta no se podía abrir con otra llave. Por fin, tras haber comprobado que no había en esa puerta ningún dispositivo de cierre automático, en una palabra, que se trataba de una puerta común y corriente, provista de una cerradura y un cerrojo muy sólidos que habían permanecido cerrados, profirió estas palabras:
–¡Esto va mejor!
Luego se sentó en el piso y se descalzó rápidamente. Ya en medias, entró en la habitación. Lo primero que hizo fue inclinarse sobre los muebles caídos y examinarlos con extremo cuidado. Nosotros lo mirábamos en silencio. El tío Jacques, cada vez más irónico, le decía:
–¡Ay, jovencito, jovencito! ¡Se lo está tomando muy en serio!...
Pero Rouletabille levantó la cabeza:
–Ha dicho la pura verdad, tío Jacques, su ama no llevaba, aquella noche, el pelo en bandós. ¡He sido un idiota al pensarlo!...
Y, ágil como una serpiente, se deslizó bajo la cama.
El tío Jacques prosiguió:
–¡Y pensar que el asesino se había escondido ahí abajo! Ya estaba ahí cuando entré, a las diez, para cerrar los postigos y encender la mariposa..., porque ni el señor Stangerson, ni la señorita Mathilde, ni yo salimos del laboratorio hasta el momento del crimen.
Oímos la voz de Rouletabille desde debajo de la cama:
–Tío Jacques, ¿a qué hora llegaron el señor y la señorita Stangerson al laboratorio, de donde no saldrían?
–¡A las seis!
La voz de Rouletabille seguía diciendo:
–Sí, estuvo aquí abajo... Es cierto. Además, es el único lugar donde se podía esconder... Se ve todavía la marca de sus zapatones. Ustedes cuatro, cuando entraron, ¿miraron debajo de la cama?
–Enseguida... Hasta dimos vuelta la cama antes de volverla a su sitio.
–,Y entre los colchones?
–En la cama sólo había un colchón, sobre el que colocamos a la señorita Mathilde. Y el portero y el señor Stangerson transportaron ese colchón inmediatamente al laboratorio. Debajo del colchón sólo había un elástico metálico que no podía ocultar nada ni a nadie. En fin, señor, piense que éramos cuatro y que no se nos podía escapar nada, con lo pequeña que es la habitación y lo poco amoblada que está..., y con todo cerrado a nuestras espaldas en el pabellón.
Me atreví a sugerir una hipótesis:
¡Tal vez salió con el colchón! Adentro del colchón, quizás... ¡Todo es posible en este misterio! En la confusión, el señor Stangerson y el portero no se habrán dado cuenta de que transportaban el doble de peso... ¡Y si el portero resulta cómplice...! Sólo es una hipótesis, pero explicaría muchas cosas... Y, en particular, el hecho de que en el laboratorio y el vestíbulo no se hallaran las huellas de pasos que sí se encuentran en el cuarto. Cuando transportaron a la señorita del laboratorio al castillo, si el colchón quedó un instante cerca de la ventana, habría podido permitir que el hombre escapara...
–¿Y qué más? ¿Y qué más? ¿Y qué más? – me soltó Rouletabille desde debajo de la cama, burlándose ostensiblemente.
Me sentí un poco ofendido:
–Realmente no lo sé... Todo parece posible...
–El juez de instrucción tuvo la misma idea, señor -dijo el tío Jacques-, y ordenó que examinaran cuidadosamente el colchón. Tuvo que reírse de su idea, señor, como se ríe su amigo ahora, ¡porque no se trataba de un colchón con doble fondo!... Y además, sabe, si hubiera habido un hombre en el colchón lo habríamos visto...
Yo mismo tuve que reírme y después comprobé, en efecto, que había dicho algo absurdo. Pero, ¡cuáles eran los límites de lo absurdo en un caso semejante!
Sólo mi amigo era capaz de decirlo, ¡y hasta cierto punto!...
–Dígame -exclamó el reportero, siempre debajo de la cama-, ¿alguien movió la estera?
–Nosotros mismos, señor -explicó el tío Jacques. Como no encontramos al asesino, nos preguntamos si no habría un agujero en el parqué...
–No lo hay -respondió Rouletabille. ¿Tienen un sótano?
–No, no hay sótano... Pero eso no detuvo nuestra búsqueda y tampoco evitó que el señor juez y, sobre todo, su secretario estudiaran el parqué, tabla por tabla, como si efectivamente hubiera un sótano debajo...
Entonces reapareció el reportero. Sus ojos brillaban, su nariz palpitaba; parecía un animal joven de regreso de un acecho exitoso... Se quedó en cuatro patas. A decir verdad, no pude evitar compararlo interiormente con un admirable animal de caza sobre la pista de alguna sorprendente presa... Y olfateó los pasos del hombre, del hombre que había jurado llevar ante su amo, el director de L´Époque, ¡porque no debemos olvidar que nuestro Joseph Rouletabille era periodista!
Así, a gatas, recorrió los cuatro rincones de la habitación, escudriñándolo todo, inspeccionado todo lo que veíamos, que era poco, y ' todo lo que no veíamos, que era, al parecer, inmenso.
El tocador era una simple mesita con cuatro patas, que era imposible transformar en un escondite pasajero... No había armario (la señorita Stangerson tenía su guardarropas en el castillo).
La nariz y las manos de Rouletabille subían por las paredes, que eran de ladrillo macizo. Cuando hubo terminado con las paredes y pasado sus dedos ágiles por toda la superficie del papel amarillo, hasta llegar al cielo raso -que pudo alcanzar subido a una silla que había colocado sobre el tocador, ingeniosa escalerilla que arrastró por toda la habitación-, y una vez que hubo terminado con el cielo raso, donde examinó cuidadosamente la marca de la otra bala, se acercó a la ventana, para seguir con los barrotes y los postigos, todos muy sólidos e intactos. Finalmente, lanzó un ¡uf! de satisfacción y declaró que ¡ahora estaba tranquilo!
–¿Y bien? ¿Todavía duda de que la pobre señorita estaba encerrada cuando nos la asesinaron? ¡Cuando nos pedía auxilio!... -gimió el tío Jacques.
–No -dijo el joven reportero secándose la frente. Doy fe de que el "cuarto amarillo" estaba cerrado como una caja fuerte...
–De hecho -acoté-, por eso mismo este misterio es el más sorprendente que conozco, incluso en el campo de la imaginación. En "Los crímenes de la calle Morgue", Edgar Poe no inventó nada parecido. El lugar del atentado estaba lo suficientemente cerrado para que no pudiera escapar un hombre, pero contaba al menos con esa ventana por la que podía deslizarse el autor de los asesinatos, que era un mono... Pero aquí no hay ningún tipo de abertura. Cerrados como estaban la puerta, los postigos y las ventanas, ¡ni una mosca podía entrar o salir!