[24]
Porte-Saint-Martin y Odéon eran dos teatros parisinos. En el primero, se representaban melodramas sentimentales, en tanto el segundo apuntaba a un público de mayor rigor intelectual. De ahí, los respectivos calificativos de romántico y pensativo.
[25]
El autor utiliza en este caso una expresión inventada, faits diversiers, formada a partir de faits divers ('información general'), por lo cual he optado por la traducción informadora generales.
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La expresión en bandós es un galicismo ampliamente utilizado en castellano para designar un tipo de peinado femenino característico de la época. En él, el cabello, dividido con raya al medio, se distribuye en dos ondas que cubren la sien y la oreja.
[27]
Un cabriolé es un coche de caballos ligero, de dos ruedas, que tiene una capota plegable.
[28]
In petto significa “para mis adentros”, en italiano en el original.
El castillo de Glandier es uno de los más antiguos de la región de Île-de-France, donde todavía se alzan tantos ilustres monumentos de la época feudal. Construido en el corazón de los bosques, durante el reinado de Felipe el Hermoso
[29]
, se levanta a unos cientos de metros del camino que va del pueblo de Sainte-Geneviéve-des-Bois a Montlhéry. Cúmulo de construcciones disparatadas, se halla dominado por un torreón
[30]
. Cuando el visitante sube los escalones oscilantes de ese antiguo torreón y desemboca en la pequeña plataforma donde, en el siglo XVII, Georges-Philibert de Séquigny, señor del Glandier, Maisons-Neuves y otros lugares, hizo edificar la actual linterna
[31]
-de un abominable estilo rococó
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– puede divisar, a tres leguas
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de allí, por encima del valle y de la llanura, la orgullosa torre de Montlhéry. El torreón y la torre todavía se miran, después de tantos siglos, y parece que se cuentan, por encima de las verdes florestas o de los bosques muertos, las más antiguas leyendas de la historia de Francia. Se dice que el torreón del Glandier vela por una sombra heroica y santa, la de la buena patrona de París, ante quien retrocedió Atila
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. Santa Genoveva duerme su último sueño en los antiguos fosos del castillo. En verano, los enamorados, balanceando con una mano distraída la canasta de los almuerzos campestres, vienen a soñar o a intercambiar juramentos ante el sepulcro de la santa, piadosamente florecida de nomeolvides. No lejos de este sepulcro, hay un pozo que contiene, según dicen, agua milagrosa. El agradecimiento de las madres levantó en este lugar una estatua a santa Genoveva, y colgó a sus pies las botitas o los gorros de los niños salvados por esta agua sagrada.
En un lugar de tales características, que parecía pertenecer por completo al pasado, el profesor Stangerson y su hija habían venido a instalarse para preparar la ciencia del futuro. Su aislamiento en la profundidad de los bosques les gustó desde el primer momento. Viejas piedras y grandes robles serían los únicos testigos de sus trabajos y de sus esperanzas. El Glandier, antiguamente Glandierum, se llamaba así por la gran cantidad de bellotas
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que, desde siempre, se habían recogido en aquel lugar. Esta tierra, hoy tristemente célebre, había reconquistado, debido a la negligencia o al abandono de los propietarios, el aspecto salvaje de una naturaleza primitiva; tan sólo los edificios que allí se ocultaban habían conservado la huella de extrañas metamorfosis. Cada siglo había dejado en ellos su impronta: un fragmento arquitectónico al que se unía el recuerdo de algún acontecimiento terrible, de alguna sangrienta aventura; y, por tal razón, este castillo, a donde iba a refugiarse la ciencia, parecía ser el más indicado para servir de escenario a misterios de espanto y de muerte.
Dicho esto, no puedo evitar hacer una reflexión, que es la siguiente.
Si me he detenido un poco en hacer esta triste pintura del Glandier no es porque haya encontrado la ocasión dramática para "crear la atmósfera" necesaria para los dramas que van a desarrollarse ante los ojos del lector, ya que, en realidad, mi principal preocupación, en todo este caso, consistirá en ser lo más directo posible. No tengo la pretensión de ser un escritor. Quien dice escritor dice, casi siempre, novelista y, ¡por Dios!, el misterio del "cuarto amarillo" está lo suficientemente cargado de trágico horror real como para precisar de la literatura. No soy y no quiero ser más que un fiel "cronista". Como debo relatar el acontecimiento, sitúo este acontecimiento en su marco, eso es todo. Es perfectamente natural que sepan ustedes dónde suceden las cosas.
Vuelvo al señor Stangerson. Cuando compró la propiedad, aproximadamente unos quince años antes de la tragedia que nos ocupa, hacía mucho tiempo que nadie habitaba el Glandier. Otro viejo castillo de los alrededores, construido en el siglo XIV por Jean de Belmont, también estaba abandonado, de tal modo que la región se hallaba prácticamente deshabitada. Algunas casitas al costado del camino que conduce a Corbeil, una posada, la Posada del Torreón, que ofrecía una pasajera hospitalidad a los carreteros, eran prácticamente los únicos vestigios de la civilización en aquel lugar abandonado, difícil de encontrar a unas pocas leguas de la capital. Pero ese completo abandono había sido la razón determinante de la elección del señor Stangerson y de su hija. El señor Stangerson ya era famoso; acababa de volver de América, donde sus trabajos habían tenido una resonancia considerable. El libro que había publicado en Filadelfia
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, La disociación de la materia por acciones eléctricas, había provocado la protesta de todo el mundo científico. El señor Stangerson era francés, pero de familia estadounidense. Unos asuntos de herencia muy importantes lo habían retenido durante varios años en los Estados Unidos. Allí había continuado una obra comenzada en Francia y había regresado a Francia para terminarla, después de haber amasado una enorme fortuna, una vez que los juicios sucesorios terminaran favorablemente, sea por sentencias que le dieron razón, sea mediante acuerdos. Esa fortuna fue bienvenida. Al señor Stangerson, que habría podido, si hubiera querido, ganar millones de dólares explotando o haciendo explotar dos o tres de sus descubrimientos químicos relacionados con nuevas técnicas de tintura, siempre le repugnó emplear en beneficio propio el don maravilloso de inventar que había recibido de la naturaleza; pero no pensaba que su genio le perteneciera. Se lo debía a los hombres, y todo lo que su genio traía al mundo iba a parar, por esa voluntad filantrópica
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, al dominio público. Si no intentó disimular la satisfacción que le causaba la posesión de aquella fortuna inesperada que le permitiría entregarse por entero a su pasión por la ciencia pura, el profesor debió alegrarse también, al parecer, por otro motivo. La señorita Stangerson tenía veinte años cuando su padre volvió de América y compró el Glandier. Era más bonita de lo que se podría imaginar: poseía, a la vez, toda la gracia parisina de su madre, muerta al dar a luz, y todo el esplendor y la riqueza de la joven sangre americana de su abuelo paterno, William Stangerson. Este, que había nacido en Filadelfia, debió naturalizarse francés, obedeciendo a las exigencias familiares, cuando contrajo matrimonio con una francesa, quien sería la madre del ilustre Stangerson. Así se explica la nacionalidad francesa del profesor Stangerson.
Veinte años, adorablemente rubia, ojos celestes, tez blanca como la leche, radiante y de una salud espléndida, Mathilde Stangerson era una de las más hermosas jóvenes casaderas en todo el antiguo y el nuevo continente. Era un deber para su padre, a pesar del previsible dolor de una separación inevitable, pensar en ese casamiento, y no debió disgustarse al ver llegar la dote
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. Aunque no dejó, por ese motivo, de "internarse" en el Glandier con su hija, aun cuando sus amigos esperaban que presentara a la señorita Mathilde en sociedad. Algunos fueron a verlo y le manifestaron su asombro. A las preguntas que le hicieron, el profesor respondió: "Es la voluntad de mi hija. Soy incapaz de negarle nada. Fue ella la que eligió el Glandier". Interrogada a su vez, la jovencita replicó con serenidad: "¿En dónde podríamos trabajar mejor que en esta soledad?". Porque la señorita Mathilde Stangerson ya colaboraba con la obra de su padre, pero todavía no era posible imaginar que su pasión por la ciencia llegaría a hacerle rechazar a todos los pretendientes que se le presentaron durante más de quince años. Pero por más retirados que vivieran padre e hija, tuvieron que hacerse presentes en algunas recepciones oficiales, y, en ciertas épocas del año en dos o tres salones de personas de su amistad, donde la gloria del profesor y la belleza de Mathilde causaron sensación. Al principio, la extrema frialdad de la joven no desanimó a los pretendientes; pero, al cabo de unos años, se cansaron. Uno solo persistió con una suave tenacidad y se hizo merecedor del nombre de novio eterno, que él aceptó con melancolía: era Robert Darzac. Ahora, la señorita Stangerson ya no era joven, y parecía que, si no había encontrado motivos para casarse hasta los treinta y cinco años de edad, no los descubriría jamás. Evidentemente, tal argumento carecía de valor para Robert Darzac, ya que él no dejaba de hacerle la corte, si todavía se puede llamar "cortejo" a las atenciones delicadas y tiernas que se prodigan a una mujer de treinta y cinco años, que se ha quedado soltera y ha declarado que no se casará.
Pero de pronto, unas semanas antes de los acontecimientos que nos ocupan, un rumor al que al principio no se le dio mayor importancia -tan increíble parecía- se propagó por París. ¡La señorita Stangerson consentía, por fin, en premiar la inextinguible llama de Robert Darzac! Sólo cuando se comprobó que el mismo Robert Darzac no desmentía tales comentarios nupciales, se consideró, finalmente, que podía haber algo de cierto en un rumor tan inverosímil. Por fin, el señor Stangerson tuvo a bien anunciar, un día en que salía de la Academia de Ciencias, que la boda de su hija y Robert Darzac se celebraría en la intimidad del castillo de Glandier, tan pronto como su hija y él hubieran dado el último toque al informe que resumiría todos sus trabajos sobre La disociación de la materia, es decir, el retorno de la materia al éter
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. Los recién casados se instalarían en el Glandier, y el yerno colaboraría en la obra a la que padre e hija habían consagrado su vida.
El mundo científico todavía no había tenido tiempo de recuperarse de esta noticia cuando se enteró del intento de asesinato de la señorita Stangerson, que había ocurrido en las condiciones fantásticas que hemos enumerado y que nuestra visita al castillo va a permitirnos precisar aún más.
No he dudado en darle al lector todos estos detalles retrospectivos, que conocía a raíz de mis relaciones de negocios con Robert Darzac, para que, al cruzar el umbral del "cuarto amarillo", supiera tanto como yo.
[29]
El rey Felipe IV, llamado el Hermoso, gobernó Francia entre 1285 y 1314.
[30]
El torreón (en francés, donjon) era la torre principal que dominaba el castillo fortificado y constituía el último atrincheramiento de la guarnición. Un castillo puede tener muchas torres, pero el torreón tiene una función defensiva. Esta descripción coincide con las características del torreón del Glandier, que está en el límite de la muralla.
[31]
La linterna es una torrecilla, más alta que ancha y con ventanas, que sirve de remate a varios tipos de edificio.
[32]
El rococó, estilo artístico del siglo XVIII, se caracteriza, en arquitectura, por su excesiva ornamentación.
[33]
Tres leguas equivalen, aproximadamente, a 18 km.
[34]
Según la leyenda, santa Genoveva (¿422?-¿500?), patrona de París, en el año 451 vaticinó la invasión de los hunos, encabezada por Atila, y salvó a la ciudad con sus oraciones. Se dice que fue enterrada en París, en la iglesia de San Pedro y San Pablo, no en el castillo de Glandier, como afirma Leroux más adelante.
[35]
En latín, bellota se dice glans, glandis. Glandierum significa, literalmente, “lugar de las bellotas”. Las bellotas, por su parte, son el fruto de árboles como la encina y el roble; se emplean, principalmente, para alimentar los cerdos.
[36]
Filadelfia es una importante ciudad industrial y puerto del estado de Pensilvania, en EE.UU. Allí publicó Poe "Los crímenes de la calle Morgue".
[37]
La filantropía (del griego phylos, “amor”, y anthropos, “hombre”) es el amoral género humano.
[38]
Como las mujeres, tradicionalmente, no trabajaban, debían aportar al matrimonio una dote, es decir, dinero o bienes, que ayudaría al marido a mantenerlas.
[39]
El éter es una sustancia invisible, que se supone que es el medio transmisor de todas las manifestaciones de energía. Los físicos del siglo XIX la creyeron universal y la imaginaron como principio de la materia. La teoría de la relatividad de Einstein invalidó esta teoría del éter.
Hacía unos minutos que Rouletabille y yo caminábamos a lo largo de una tapia que bordeaba la vasta propiedad del señor Stangerson, y ya divisábamos la reja de entrada cuando atrajo nuestra atención un personaje que, encorvado a medias hacia el suelo, parecía tan ocupado que no nos vio llegar. Por momentos se inclinaba, se acostaba casi, en el suelo; por momentos se levantaba y observaba atentamente la tapia; unas veces miraba el hueco de su mano, después daba grandes pasos, luego se ponía a correr y volvía a mirar el hueco de su mano derecha. Rouletabille me detuvo con un gesto:
–¡Silencio! ¡Frédéric Larsan está trabajando!... No lo molestemos.
Joseph Rouletabille sentía una gran admiración por el famoso policía. Yo nunca había visto a Frédéric Larsan, pero conocía muy bien su reputación.
El caso de los lingotes de oro de la Casa de la Moneda, que resolvió cuando todos se daban por vencidos, y el arresto de los ladrones de cajas fuertes del Crédito Universal
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lo habían vuelto casi un personaje público. En aquella época, en que Joseph Rouletabille todavía no había dado las pruebas admirables de un talento único, Larsan pasaba por la inteligencia más apta para desenredar la enmarañada madeja de los crímenes más misteriosos y más oscuros. Su reputación se había extendido en el mundo entero y, a menudo, la policía de Londres o de Berlín, o incluso de los Estados Unidos, le pedía ayuda cuando los inspectores y los detectives nativos confesaban haber llegado al límite de su imaginación y sus recursos. Así pues, no es de extrañar que, desde el comienzo del misterio del "cuarto amarillo", el jefe de la Sûreté haya pensado en enviar a su valioso subordinado a Londres, adonde Frédéric Larsan había sido enviado por un importante caso de títulos robados, un telegrama que decía: "Vuelva rápido". Creíamos que Frédéric, a quien llamaban, en la Sûreté, el gran Fred, se había dado mucha prisa: sin duda sabía por experiencia que, si lo molestaban, era porque seguramente necesitaban de sus servicios. Fue por eso que aquella mañana Rouletabille y yo lo encontrábamos en plena tarea. Pronto comprendimos en qué consistía.