El gran Fred estaba serio. Sin embargo, no pude contener una exclamación.
El reportero miraba a Fred, quien miraba seriamente al reportero. Y Fred sacó enseguida una conclusión:
–El hombre que sangraba sobre su mano y su pañuelo, se limpió la mano en la pared. El detalle es muy importante -añadió-, ¡porque no es necesario que el asesino esté herido en la mano para ser el asesino!
Rouletabille pareció reflexionar profundamente y dijo:
–Hay algo, señor Frédéric Larsan, que es mucho más grave que maltratar a la lógica, y es esa tendencia propia de ciertos policías que les hace, con total buena fe, plegar suavemente esta lógica a las necesidades de sus concepciones. Usted ya tiene su propia teoría sobre el asesino, señor Fred, no puede negarlo..., y es necesario que su asesino no esté herido en la mano, porque si no, su teoría caería por tierra... Entonces usted buscó y encontró otra respuesta. Es un sistema muy peligroso, señor Fred, muy peligroso, el que consiste en partir de la idea que uno se hace del asesino para llegar a las pruebas que necesita... Eso podría llevarlo demasiado lejos... ¡Señor Fred, tenga cuidado del error judicial que lo acecha!
Y, riéndose un poco, con las manos en los bolsillos, ligeramente socarrón, Rouletabille clavó sus ojitos maliciosos en el gran Fred.
Frédéric Larsan miró en silencio a ese chiquilín que pretendía ser más listo que él; se encogió de hombros, nos saludó y se fue, dando grandes zancadas y golpeando las piedras del camino con su gran bastón.
Rouletabille lo miraba alejarse; después, el joven reportero se volvió hacia nosotros, con la cara alegre y ya triunfante:
–¡Lo venceré! – exclamó. Venceré al gran Fred, por más astuto que sea; los venceré a todos... ¡Rouletabille es más listo que todos ellos!... Y el gran Fred, el ilustre, el famoso, el extraordinario Fred..., el único Fred, ¡razona con los pies!... ¡Con los pies!... ¡Con los pies!
Y esbozó una pirueta; pero se detuvo súbitamente en medio de su coreografía... Mis ojos siguieron a los suyos; estaban clavados en Robert Darzac, quien, con el rostro desencajado, miraba en el sendero la huella de sus pasos, al lado de la de los pasos elegantes. ¡Eran idénticas!
Creímos que se iba a desmayar; sus ojos, agrandados por el espanto, esquivaron nuestra mirada un instante, mientras su mano derecha tironeaba, con un movimiento espasmódico, la barba que enmarcaba su honrado, dulce y desesperado rostro. Por fin, se controló, nos saludó, nos dijo con voz alterada que necesitaba regresar al castillo y se fue.
–¡Diablos! – dijo Rouletabille.
El reportero también parecía consternado. Sacó de su portafolios un trozo de papel blanco, como lo vi hacer anteriormente, y recortó con su tijera el contorno de los pies elegantes del asesino, cuyo modelo estaba allí, en la tierra. Y después colocó esta nueva plantilla de papel sobre las huellas de los botines del señor Darzac. Se adaptaba perfectamente, y Rouletabille se incorporó, repitiendo:
–¡Diablos!
No me atrevía a pronunciar palabra, imaginando la gravedad de los pensamientos de Rouletabille en aquel momento.
–Sin embargo, creo que Robert Darzac es un hombre honesto... -dijo. Y me arrastró hacia la Posada del Torreón, que divisábamos a un kilómetro de allí, sobre la carretera, al lado de un grupo de árboles.
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La grava es piedra machacada que sirve para allanar el piso de los caminos.
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El bonetero es un arbusto de flores pequeñas y blanquecinas, que se cultiva en los jardines de Europa y sirve para setos.
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Los nenúfares son plantas acuáticas con grandes flores blancas, que flotan en la superficie del agua.
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Según la hipótesis de Gall (o frenología) enunciada a principios del siglo XIX y hoy en desuso, las facultades psíquicas están localizadas en zonas precisas del cerebro y en correspondencia con relieves del cráneo.
La Posada del Torreón no tenía muy buen aspecto, pero me encantan esas casuchas con vigas ennegrecidas por el tiempo y el humo del hogar, esas posadas de la época de las diligencias, construcciones poco sólidas que pronto serán sólo un recuerdo. Ellas se apegan al pasado, están unidas a la historia, la continúan y hacen pensar en los viejos cuentos de caminantes, cuando se vivían aventuras viajando de un lugar a otro. En seguida noté que la Posada del Torreón tenía dos siglos cumplidos y quizás un poco más. Piedras y cascotes se habían desprendido aquí y allá de la fuerte armazón de madera, cuyas x y v seguían soportando gallardamente el vetusto tejado. Este se había deslizado ligeramente sobre sus soportes, como se desliza la gorra por la frente de un borracho. Sobre la puerta de entrada, un cartel de hierro chirriaba, movido por el viento otoñal. Un artista del lugar había pintado en él una especie de torre coronada por un techo puntiagudo y una linterna, tal como se veía en el castillo de Glandier. Debajo de este cartel, en el umbral, un hombre, de cara bastante desagradable, parecía sumido en pensamientos algo sombríos, a juzgar por los pliegues de su frente y el fruncido ceño de sus tupidas cejas.
Cuando estuvimos cerca de él, se dignó mirarnos y nos preguntó de manera poco agradable si necesitábamos algo. No había duda de que era el poco amable dueño de aquella encantadora residencia. Cuando le manifestamos nuestro deseo de que nos sirviera el almuerzo, nos confesó que no tenía provisiones y que le resultaría difícil satisfacernos; y, luego de decir esto, se quedó mirándonos con una desconfianza que yo no lograba comprender.
–Puede recibirnos -dijo Rouletabille-; no somos policías.
–No le tengo miedo a la policía -respondió el hombre-; no le tengo miedo a nadie.
Yo le hacía señas a mi amigo para hacerle entender que sería mejor no insistir; pero mi amigo, que evidentemente tenía interés en entrar a la posada, se deslizó por debajo del hombro del posadero y apareció en la sala.
–Venga -dijo-, se está muy bien aquí.
Efectivamente, un gran fuego de leña ardía en la chimenea. Nos acercamos y tendimos nuestras manos al calor del hogar, pues aquella mañana ya se dejaba sentir el invierno. La pieza era bastante grande; dos gruesas mesas de madera, algunos taburetes y un mostrador, donde se alineaban botellas de jarabe y de alcohol, constituían su único mobiliario. Tres ventanas daban a la carretera. Un anuncio en la pared, con una joven parisina que alzaba descaradamente su vaso, alababa las virtudes aperitivas
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de un nuevo vermú. En la repisa de la alta chimenea, el posadero había dispuesto una gran cantidad de jarros, y vasijas de barro y de cerámica.–Hermosa chimenea para asar un pollo -dijo Rouletabille.
–No tenemos pollo -dijo el anfitrión-; ni siquiera un maldito conejo.
–Ya sé -replicó mi amigo con tono socarrón-; ya sé que ahora habrá que comer carne roja.
Debo confesar que yo no entendía nada de la frase de Rouletabille. ¿Por qué le decía a aquel hombre: "Ahora habrá que comer carne roja"? ¿Y por qué el posadero, no bien oyó esta frase, dejó escapar una maldición que reprimió en seguida y se puso a nuestra disposición tan dócilmente como Robert Darzac cuando oyó las fatídicas palabras: "La rectoría no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor"? Decididamente, mi amigo tenía el don de hacerse entender por la gente mediante frases absolutamente incomprensibles. Le hice esta observación y se sonrió. Hubiera preferido que se dignara darme alguna explicación, pero se puso un dedo en los labios, lo que significaba, evidentemente, no sólo que no podía hablar, sino que me recomendaba hacer silencio. Mientras tanto, el hombre, después de empujar una pequeña puerta, había gritado que le trajeran media docena de huevos y "el trozo de solomillo"
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. El encargo fue ejecutado de inmediato por una mujer joven, muy complaciente, de admirable cabellera rubia, cuyos hermosos y grandes ojos dulces nos miraron con curiosidad. El posadero le dijo con voz ruda:
–¡Vete! ¡Y no quiero verte por aquí si viene el Hombre Verde!
Y ella desapareció. Rouletabille se apoderó de los huevos que le traían en un bol y de la carne que le sirvieron en una bandeja; colocó todo con precaución a su lado, en la chimenea, desenganchó una sartén y una parrilla que estaban colgadas en el hogar y comenzó a batir nuestra omelette mientras esperaba que la parrilla se calentara. Después, le pidió al hombre dos buenas botellas de sidra y parecía prestar tan poca atención al posadero como el posadero a él. El hombre de a ratos se lo comía con los ojos y de a ratos me miraba a mí, con una ansiedad que intentaba en vano disimular. Dejó que nos preparáramos la comida y puso nuestros cubiertos cerca de una ventana.
De pronto lo oí murmurar:
–¡Ah! ¡Ahí está!
Y, con los rasgos alterados, que expresaban un odio atroz, se apostó en la ventana mirando hacia la carretera. No fue necesario prevenir a Rouletabille. El joven ya había soltado su omelette y se unía al posadero en la ventana. Yo también fui.
Un hombre, completamente vestido de terciopelo verde y con la cabeza cubierta por una gorra redonda del mismo color, avanzaba con pasos tranquilos por la carretera, fumando su pipa. Llevaba una escopeta en bandolera y sus movimientos demostraban una soltura casi aristocrática. El hombre frisaba los cuarenta y cinco años. Tenía el pelo y el bigote de color gris. Era notablemente buen mozo. Llevaba quevedos
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. Cuando pasó cerca de la posada, pareció dudar y preguntarse si entraría o no, miró hacia donde estábamos, dejó escapar unas bocanadas con su pipa y continuó su paseo con el mismo andar insolente. Rouletabille y yo miramos al posadero. Sus ojos fulgurantes, sus puños cerrados y el temblor de sus labios nos informaron de los sentimientos tumultuosos que lo agitaban.
–¡Hizo bien en no entrar hoy! – susurró.
–¿Quién es ese hombre? – preguntó Rouletabille, regresando a su omelette.
¡El Hombre Verde! – gruñó el posadero. ¿No lo conocen? Mejor para ustedes. No es buena compañía... Pues bien, es el guardabosque del señor Stangerson.
–Usted no parece quererlo demasiado... -dijo Rouletabille, mientras echaba en la sartén los huevos para la omelette.
–Nadie lo quiere por aquí, señor. Es un soberbio; debió poseer fortuna hace tiempo y no le perdona al mundo tener que trabajar como criado para vivir. ¡Porque un guardabosque es un sirviente como cualquier otro! ¿No es cierto? ¡Les juro que parece que él fuera el amo del Glandier, como si todas las tierras y los bosques le pertenecieran! ¡Es capaz de no permitir que un pobre caminante meriende un poco de pan sobre el pasto, sobre su pasto!
–¿Viene alguna vez por aquí?
–Viene demasiado. Pero le haré entender que no soporto su cara. ¡Hace tan sólo un mes, no me molestaba! ¡La Posada del Torreón nunca antes había existido para él!... ¡No tenía tiempo! Debía hacerle la corte a la posadera de los Tres Lirios, de Saint-Michel. Ahora que se peleó con ella, busca matar el tiempo en otro lado... Es un mujeriego, un depravado, un mal tipo... No hay un solo hombre honrado que pueda soportarlo a ese... Fíjese, los caseros del castillo no podían ver ni pintado al Hombre Verde.
–Entonces, ¿los caseros del castillo son gente honrada, señor posadero?
–Llámeme tío Mathieu; ese es mi nombre... Y bien, sí, señor, los considero honestos, como que me llamo Mathieu. – Sin embargo, los han detenido.
–¿Eso qué prueba? Pero yo no me quiero meter en asuntos ajenos...
–¿Y qué piensa usted del asesinato?
–¿Del asesinato de esa pobre señorita? Vamos, que es una buena muchacha, y que todos la querían mucho en el lugar. ¿Lo que yo pienso?
–Sí, lo que usted piensa.
–Nada..., y muchas cosas... Pero es asunto mío, a nadie le importa...
–¿Ni siquiera a mí? – insistió Rouletabille.
–Ni siquiera a usted...
La omelette estaba lista; nos sentamos a la mesa y estábamos comiendo en silencio cuando se abrió la puerta y apareció en el umbral una anciana, vestida con harapos, apoyada sobre un bastón, con la cabeza vacilante y mechones de cabello blanco que le caían en desorden sobre la frente mugrienta.
–¡Ah! ¡Aquí está, tía Agenoux! Hacía tiempo que no la veíamos –dijo nuestro anfitrión.
–Estuve muy enferma, a punto de morir -dijo la anciana. ¿Tendría algunas sobras para el Animalito de Dios?
Y entró en la posada, seguida por un gato enorme, de un tamaño tal como nunca imaginé que pudiera existir. El animal nos miró y lanzó un maullido tan desesperado que me dio un escalofrío. Nunca había oído un grito tan lúgubre.
Como atraído por el grito, un hombre entró detrás de la anciana. Era el Hombre Verde. Nos saludó llevándose la mano a la gorra y se sentó a la mesa vecina a la nuestra.
–Deme un vaso de sidra, tío Mathieu.
Cuando el Hombre Verde entró, el tío Mathieu estuvo a punto de abalanzarse sobre el recién llegado; pero, con un esfuerzo visible, se contuvo y le respondió:
–Ya no hay sidra, les di las últimas botellas a estos señores.
–Entonces deme un vaso de vino blanco -dijo el Hombre Verde, sin molestarse.
–No hay vino blanco, ¡no hay nada!
El tío Mathieu repitió con voz sorda:
–¡No hay nada!
–¿Cómo está la señora Mathieu?
Ante esta pregunta del Hombre Verde, el posadero apretó los puños, se volvió hacia él con tanto odio pintado en el rostro que pensé que iba a pegarle, y después dijo:
–Está bien, gracias.
De modo que la joven mujer de grandes ojos dulces que habíamos visto poco antes era la esposa de ese patán repugnante y brutal, cuyos defectos físicos parecían estar dominados por ese defecto moral que son los celos.
El posadero salió de la sala dando un portazo. La tía Agenoux seguía ahí, de pie, apoyada en su bastón y con el gato entre sus faldas.
El Hombre Verde le preguntó:
–¿Estuvo enferma, tía Agenoux, que no la hemos visto desde hace casi ocho días?
–Sí, señor guardabosque. Sólo me levanté tres veces para ir a rezarle a santa Genoveva, nuestra buena patrona, y el resto del tiempo me quedé acostada en mi camastro. ¡No he tenido más que al Animalito de Dios para que me cuidara!
–¿No la dejó sola?
–Ni de día ni de noche.
–¿Está segura?
–Como de que existe el paraíso.
–Entonces, ¿cómo es posible, tía Agenoux, que el grito del Animalito de Dios se oyera durante toda la noche del crimen?