Confiaba en encontrar a Rouletabille en la estación de Épinay, pero no estaba ahí. Sin embargo, un cabriolé me esperaba y pronto estuve en el Glandier. Nadie en la reja. No vi al joven reportero hasta llegar al umbral del castillo. Me saludó con gesto amistoso y me recibió con un abrazo, preguntándome efusivamente cómo estaba.
Cuando estuvimos en el saloncito del que ya hablé, Rouletabille me pidió que me sentara y me dijo enseguida:
–¡La cosa está mal!
–¿Qué es lo que está mal?
–¡Todo!
Se acercó a mí y me confió al oído:
–Frédéric Larsan se ha lanzado a fondo contra Robert Darzac.
Después de haber visto al novio de la señorita Stangerson palidecer ante la huella de sus pasos, esto no podía asombrarme demasiado.
Sin embargo, hice notar al instante:
–¿Y el bastón?
–¡El bastón! Sigue en manos de Frédéric Larsan, que no lo suelta nunca...
–Pero..., ¿no le da una coartada a Robert Darzac?
–Para nada. El señor Darzac, al que interrogué en secreto, niega haber comprado esa tarde, ni ninguna otra, un bastón en la tienda de Cassette... Sea como fuera -dijo Rouletabille-, no pondría las manos en el fuego porque el señor Darzac tiene unos silencios tan extraños, que uno no sabe exactamente qué pensar de lo que dice...
–En la mente de Frédéric Larsan, este bastón debe ser muy valioso, una prueba del delito... ¿Pero cómo? Porque, por la hora en que se efectuó la compra, no podía estar en manos del asesino...
–La hora no significa un obstáculo para Larsan... No está obligado a adoptar mi sistema, que comienza por hacer entrar al asesino en el "cuarto amarillo" entre las cinco y las seis. ¿Qué le impide a él hacerlo entrar entre las diez y las once de la noche? En ese momento, precisamente, el señor y la señorita Stangerson, ayudados por el tío Jacques, realizaban un interesante experimento de química en esa parte del laboratorio ocupada por los hornillos; Larsan dirá que el asesino se deslizó a sus espaldas, por más inverosímil que parezca... Ya se lo dio a entender al juez de instrucción... Analizándolo con detenimiento, ese razonamiento es absurdo, dado que la persona conocida si es que hay una persona conocida, debía saber que el profesor pronto iría del pabellón; y sería más seguro para él, como conocido, posponer sus operaciones para después de esa salida... ¿Por qué se arriesgaría a atravesar el laboratorio mientras el profesor estaba allí?... Hay muchos puntos para dilucidar antes de admitir las especulaciones de Larsan. ¡Yo, por mi parte, no perderé mi tiempo en ello, pues tengo una hipótesis irrefutable que me prohíbe entretenerme con esas elucubraciones! Pero, como por el momento me veo obligado a callar y Larsan algunas veces habla..., podría ser que todo terminara volviéndose en contra del señor Darzac..., ¡si yo no estuviera! – agregó el joven con orgullo. Porque hay otros signos exteriores en contra del señor Darzac, mucho más terribles que esa historia del bastón, que sigue siendo incomprensible para mí, más incomprensible aún cuando Larsan no tiene problemas en mostrarse delante del señor Darzac... ¡con el bastón que habría pertenecido al mismo Darzac! Comprendo muchas cosas en el sistema de razonamiento de Larsan, pero todavía no comprendo el bastón.
–¿Frédéric Larsan sigue en el castillo?
–Sí, ¡casi no se ha alejado de él! Duerme allí, como yo, a pedido del señor Stangerson. El señor Stangerson ha hecho por él lo mismo que Robert Darzac ha hecho por mí. Acusado por Frédéric Larsan de conocer al asesino y de haber permitido su huida, el señor Stangerson se preocupó por facilitarle a su acusador todos los medios para llegar al descubrimiento de la verdad. Del mismo modo actúa Robert Darzac conmigo.
–Pero usted está convencido de la inocencia de Robert Darzac, ¿no es así?
–Por un momento creí en la posibilidad de que fuera culpable. Fue cuando llegamos aquí por primera vez. Llegó el momento de que le cuente lo que pasó aquí entre el señor Darzac y yo.
En este punto, Rouletabille se interrumpió y me preguntó si había traído las armas. Le mostré los dos revólveres. Los examinó y dijo:
–¡Perfecto!
Y me los devolvió.
–¿Los necesitaremos? – le pregunté.
–Quizás esta noche. ¿Le molestaría pasar la noche aquí?
–¡En absoluto! – dije, con una expresión que provocó la risa de Rouletabille.
–¡Vamos, vamos! – prosiguió. No es momento para reír. Hablemos en serio. ¿Se acuerda de esa frase que fue el "¡Ábrete, sésamo!" de este castillo lleno de misterio?
–Sí -dije-, perfectamente: La rectoría no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor. Es la misma frase que encontró en un papel medio chamuscado entre los carbones del laboratorio.
–Sí, y en la parte de abajo del papel, las llamas habían respetado esta fecha: "23 de octubre". Recuerde esta fecha, que es muy importante. Ahora voy a decirle qué significa esta frase incongruente. Recordará que, un día antes del crimen, es decir, el 23 de octubre, el señor y la señorita Stangerson fueron a una recepción en el Elíseo. Incluso asistieron a la cena, si no me equivoco. Lo cierto es que se quedaron en la recepción, porque los vi. Por razones profesionales, yo también estaba allí. Tenía que entrevistar a uno de esos científicos de la Academia de Filadelfia a quienes se homenajeaba ese día. Hasta entonces, nunca había visto al señor ni a la señorita Stangerson. Estaba sentado en el salón que precede al salón de los Embajadores y, cansado de ir y venir entre tantos nobles personajes, comenzaba a perderme en mis ensoñaciones, cuando sentí pasar el perfume de la dama vestida de negro. Me preguntará: "¿Qué es el perfume de la dama vestida de negro?". Basta con que sepa que es un perfume que he amado mucho, porque era el de una dama, siempre vestida de negro, que me brindó cierta bondad maternal en mi infancia. La dama que aquel día estaba discretamente impregnada por el perfume de la dama vestida de negro se hallaba vestida de blanco. Era maravillosamente hermosa. No pude evitar levantarme y seguirla, a ella y a su perfume. Un hombre, un anciano, le daba el brazo a aquella belleza. Todos se daban vuelta a su paso, y oí que murmuraban: "¡Son el profesor Stangerson y su hija!". Así supe a quién seguía. Se encontraron con Robert Darzac, a quien yo conocía de vista. El profesor Stangerson, solicitado por uno de los científicos estadounidenses, Arthur William Rance, se sentó en un sillón de la gran galería y Robert Darzac condujo a la señorita Stangerson hacia el invernadero. Yo los seguí. Aquella noche, el tiempo era muy agradable y las puertas que daban al jardín estaban abiertas.
La señorita Stangerson se echó un chal liviano sobre los hombros y vi que fue ella quien le pidió al señor Darzac que la acompañara al jardín casi desierto. Y no dejé de seguirlos, interesado por la evidente agitación que se percibía en Robert Darzac. Ahora se deslizaban con pasos lentos a lo largo de la pared que bordea la avenida de Marigny. Tomé el paseo central. Caminaba paralelamente a mis dos personajes. Y después, "corté camino" por el césped para cruzarme con ellos. La noche estaba oscura, el pasto amortiguaba mis pasos. Se detuvieron bajo la claridad vacilante de un farol e, inclinados sobre un papel que sostenía la señorita Stangerson, parecían leer algo que les interesaba mucho. Yo también me detuve. Estaba rodeado de sombra y de silencio. No me vieron y pude oír claramente a la señorita Stangerson que repetía, doblando el papel: "¡La rectoría no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor!" Dijo esas palabras en un tono a la vez tan burlón y desesperado, y fueron seguidas por una carcajada tan nerviosa, que creo que esa frase quedará para siempre grabada en mi memoria. Pero oí otra frase, esta vez de labios de Robert Darzac:
“Entonces, ¿tendré que cometer un crimen para que usted sea mía?”. Robert Darzac estaba extraordinariamente agitado; tomó la mano de la señorita Stangerson, la mantuvo durante largo tiempo sobre sus labios y, por el movimiento de sus hombros, pensé que lloraba. Después se alejaron.
Cuando llegué a la galería central -prosiguió Rouletabille-, ya no vi a Robert Darzac, al que sólo volvería a ver en el Glandier, después del crimen, pero vi a la señorita Stangerson, al señor Stangerson y a los delegados de Filadelfia. La señorita Stangerson estaba junto a Arthur Rance. Este le hablaba animadamente y los ojos del estadounidense, durante esta conversación, brillaban con un singular resplandor. Creo que la señorita Stangerson ni siquiera oía lo que le decía Arthur Rance, y su rostro expresaba una absoluta indiferencia. Arthur William Rance es un hombre sanguíneo, con la cara rojiza; le debe gustar la ginebra. Cuando el señor y la señorita Stangerson se marcharon, se dirigió al bufé y ya no salió de allí. Me reuní con él y lo ayudé un poco en ese barullo de gente. Me agradeció y me informó que volvería a Norteamérica en tres días, es decir el 26 (al día siguiente del atentado).
Le hablé de Filadelfia; me dijo que vivía en esa ciudad desde hacía veinticinco años y que allí había conocido al ilustre profesor y a su hija. Entonces, se sirvió de nuevo champán y creí que no dejaría nunca de tomar. Cuando lo dejé, estaba casi borracho.
Así fue la velada, querido amigo. No sé por qué extraña intuición, la doble imagen de Robert Darzac y de la señorita Stangerson no me abandonó en toda la noche, y puede imaginarse el efecto que me produjo la noticia del asesinato de la señorita Stangerson. ¡Cómo no iba a recordar aquellas palabras: “¿Tendré que cometer un crimen para que usted sea mía?"! No obstante, no fue esta la frase que le dije al señor Darzac cuando lo encontramos en el Glandier. La que habla de la rectoría y del jardín esplendoroso, que la señorita Stangerson pareció leer en el papel que tenía en la mano, bastó para abrirnos las puertas del castillo de par en par. ¿Creía, en ese momento, que Robert Darzac era el asesino? ¡No! Me parece que nunca lo creí del todo. En aquel momento, no pensaba seriamente nada. Tenía tan poca información... Pero necesitaba imperiosamente que me demostrara que no estaba herido en la mano. Cuando estuvimos los dos solos, le conté lo que el azar me había permitido sorprender de su conversación en los jardines del Elíseo con la señorita Stangerson y, cuando le dije que había oído estas palabras: "¿Tendré que cometer un crimen para que usted sea mía?", se mostró muy perturbado, pero mucho menos, por cierto, que cuando escuchó la frase de "la rectoría". Lo que verdaderamente lo consternó fue enterarse, por mi boca, de que el día que iba a encontrarse en el Elíseo con la señorita Stangerson, esta había ido, por la tarde, a la oficina de correos número 40, a buscar una carta que, tal vez, era la que habían leído los dos en los jardines del Elíseo y que terminaba con estas palabras: “La rectoría no ha perdido nada de su brillo ni el jardín de su esplendor”. Por lo demás, esta hipótesis me fue confirmada, después, por el trozo de carta fechada el 23 de octubre que descubrí, usted recordará, entre los carbones del laboratorio. La carta había sido escrita y retirada de la oficina el mismo día. No hay dudas de que, de regreso del Elíseo, esa misma noche, la señorita Stangerson quiso quemar el papel comprometedor. El señor Darzac negó en vano que esta carta tuviera algo que ver con el crimen. Le dije que, en un caso tan misterioso, no tenía derecho a ocultar a la justicia el incidente de la carta; que yo estaba convencido de que esta tenía una importancia considerable; que el tono desesperado con el que la señorita Stangerson había pronunciado la frase fatídica, sus lágrimas (las de Robert Darzac) y la amenaza de cometer un crimen que había proferido luego de leer la carta no me permitían dudarlo. Robert Darzac estaba cada vez más agitado. Decidí aprovechar la ventaja con que contaba.
-Iba a casarse, señor -dije aparentando indiferencia y sin volver a mirar a mi interlocutor-, y de pronto ese casamiento se vuelve imposible a causa del autor de esta carta, ya que, al terminar su lectura, usted habla de la necesidad de un crimen para que la señorita Stangerson sea suya. POR LO TANTO, ALGUIEN SE INTERPONE ENTRE USTED Y LA SEÑORITA STANGERSON, ALGUIEN QUE LE PROHÍBE CASARSE, ¡ALGUIEN QUE LA MATA PARA QUE NO SE CASE!
Y concluí mi pequeño discurso con estas palabras:
Ahora, señor, sólo tiene que confiarme el nombre del asesino.
Sin proponérmelo, debí de decir cosas formidables. Cuando levanté mis ojos hacia Robert Darzac, vi un rostro descompuesto, una frente bañada en sudor, unos ojos espantados.
-Señor -me dijo-, le voy a pedir algo que quizás le parezca una locura, pero a cambio de lo cual daría mi vida: no debe hablar delante de los magistrados de lo que vio y oyó en los jardines del Elíseo... Ni delante de los magistrados, ni de nadie en el mundo. Le juro que soy inocente y sé, y siento, que usted me cree, pero preferiría pasar por culpable antes que ver que las sospechas de la policía se dirigen hacia esta frase: "La rectoría no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor". Es necesario que la justicia ignore esta frase. Todo el caso le pertenece, señor, se lo encomiendo, pero olvídese de la velada del Elíseo. Encontrará muchos otros caminos que lo llevarán a descubrir al criminal. Se los abriré, lo ayudaré. ¿Quiere instalarse aquí? ¿Ser amo y señor? ¿Comer y dormir aquí? ¿Vigilar mis actos y los actos de todos? Estará en el Glandier como si fuera su dueño, señor, pero olvídese de la velada del Elíseo.
En este punto, Rouletabille se detuvo para recuperar un poco el aliento. Ahora entendía la actitud inexplicable de Robert Darzac en relación con mi amigo y la facilidad con la que este había podido instalarse en el lugar del crimen. Todo lo que acababa de saber no pudo sino excitar mi curiosidad. Le pedí a Rouletabille que la satisficiera aún más. ¿Qué había pasado en el Glandier en los últimos ocho días? ¿No me había dicho mi amigo que ahora había signos exteriores en contra del señor Darzac, mucho peores que el del bastón encontrado por Larsan?
–Todo parece volverse contra él -me respondió mi amigo-, y la situación se torna extremadamente grave. Robert Darzac no parece preocuparse demasiado. Hace mal, pero nada le interesa más que la salud de la señorita Stangerson, que iba mejorando día tras día ¡hasta que sobrevino un acontecimiento más misterioso aún que el misterio del "cuarto amarillo"!
–¡Eso no es posible! – exclamé. ¿Qué acontecimiento puede ser más misterioso que el misterio del "cuarto amarillo"?
–Primero, volvamos a Darzac -dijo Rouletabille, tranquilizándome. Le decía que todo se ha vuelto en su contra. Los pasos elegantes identificados por Frédéric Larsan parecen ser los pasos del novio de la señorita Stangerson. La huella de la bicicleta puede ser la huella de su bicicleta; todo parece indicarlo. Desde que la compró, esa bicicleta la dejaba siempre en el castillo. ¿Por qué llevarla a París justo en ese momento? ¿Acaso no debía volver al castillo? ¿La ruptura de su casamiento debía acarrear también la de sus relaciones con los Stangerson? Cada uno de los interesados asegura que estas relaciones iban a continuar. ¿Entonces? Frédéric Larsan, por su parte, cree que todo se había roto. Desde el día en que Robert Darzac acompañó a la señorita Stangerson a las grandes tiendas de la Louve, hasta el día después del crimen, el otrora novio no volvió al Glandier. Hay que recordar que la señorita Stangerson perdió su bolso y la llave con cabeza de cobre cuando estaba en compañía de Robert Darzac. Desde ese día hasta la velada del Elíseo, el profesor de la Sorbona y la señorita Stangerson no volvieron a verse. Pero quizás se escribieron.