Read El misterio de Sittaford Online
Authors: Agatha Christie
—Se trata de un experimento serio, señor —dijo Mr. Rycroft con exaltación—. Nadie se atreverá a intentar algo semejante.
—Yo no lo aseguraría —replicó Ronnie mostrándose dubitativo—. Usted se fía muy fácilmente de todo el mundo. Eso no reza conmigo. Yo les juro que no lo moveré, pero también puede ocurrir que alguien se vuelva hacia mí y me acuse de dar empujoncitos. ¡Eso sí que sería bueno!
—Mrs. Willett, siento verdadera ansiedad por llevar a cabo esa experiencia —dijo el viejecito volviendo a despreciar las palabras de Ronnie—. Le ruego encarecidamente que me dé su permiso.
Ella seguía dudando.
—Ya le he dicho que no me gusta. No me gusta nada —Y mientras hablaba, miraba a su alrededor intranquila y como buscando una vía de escape—. Comandante Burnaby, usted, que era un buen amigo del capitán Trevelyan, ¿qué opina?
La mirada del comandante se cruzó con la de Mr. Rycroft. Aquella debía de ser, pensó Burnaby, la ocasión a que el viejecito se había referido cuando solicitó su adhesión.
—¿Por qué no? —contestó con aspereza.
Y sus palabras tuvieron todo el decisivo valor de un voto de calidad.
Ronnie fue a la habitación contigua y regresó con la mesita que se había usado en la otra sesión. La instaló en el centro del salón y en seguida se colocaron a su alrededor las sillas necesarias. Nadie decía una palabra. Era evidente que el experimento no era muy popular.
—Creo que así estará bien —decía Mr. Rycroft—. Vamos a repetir nuestra experiencia del viernes pasado bajo unas condiciones precisamente similares.
—No exactamente iguales —objetó Mrs. Willett—, porque falta Mr. Duke.
—Cierto —replicó el viejecito—. Es una lástima que no esté aquí, una verdadera lástima. Bueno, pues podemos considerarlo reemplazado por Mr. Pearson.
—¡No participes en este experimento, Brian! ¡Te lo ruego, hazme ese favor! —gritó Violet.
—¿Pero qué importancia tiene? —replicó el interpelado—. De todos modos, eso son tonterías.
—Ya tenemos aquí al espíritu rebelde —observó Mr. Rycroft con severidad.
Brian Pearson no dijo una palabra más, pero ocupó su asiento junto a Violet.
—Mr. Enderby... —empezó a decir Rycroft, pero Charles no le dejó acabar.
—Yo no estaba en la otra sesión. Recuerde que soy periodista y usted desconfía de mí. Tomaré notas de cualquier fenómeno, se dice así, ¿verdad? Bueno, de lo que ocurra.
Y así se dispusieron las cosas. Los seis participantes ocuparon sus sitios alrededor de la mesita. Charles apagó las luces y se sentó en el guardafuegos de la chimenea para poder ver.
—Un momento —advirtió—. ¿Qué hora es? —y atisbo su reloj de pulsera al resplandor de los llameantes troncos—. ¡Qué curioso! —exclamó.
—¿Qué es lo curioso? —preguntó una voz.
—Que sean exactamente las cinco y veinticinco.
Violet ahogó un grito.
Mr. Rycroft ordenó con toda severidad:
—¡Silencio!
Los minutos pasaban. Se respiraba una atmósfera muy diferente a la de hacía una semana. No había risas ahogadas ni comentarios en voz baja, sólo un tétrico silencio que finalmente fue cortado por un ligero chasquido procedente de la mesita.
La voz de Rycroft se elevó sonora.
—¿Hay alguien aquí?
Otro leve crujido sonó con una imponente majestuosidad en la oscura sala.
—¿Hay alguien aquí?
Esta vez no respondió ningún chasquido, sino un tremendo y ensordecedor golpe en la puerta. Violet chilló y Mrs. Willett no pudo tampoco evitar un grito.
Se oyó la voz de Brian Pearson, que decía tranquilamente:
—No pasa nada. Sólo han llamado a la puerta de la casa. Voy a abrir.
Y salió del salón. Ninguno de los que allí quedaban pronunció palabra.
De repente, la puerta de la habitación se abrió con cierta violencia y las luces se encendieron.
En el umbral se destacaba la severa figura del inspector Narracott. Tras él estaban Emily Trefusis y Mr. Duke.
Narracott avanzó un paso dentro de la sala y dijo:
—John Burnaby, le acuso del asesinato de Joseph Trevelyan cometido el viernes, día catorce de este mes, y le prevengo de que todo lo que haga o diga será tenido en cuenta y podrá ser utilizado en su contra.
Los presentes, tan sorprendidos que casi no podían hablar, se agruparon alrededor de Emily Trefusis.
El inspector Narracott, entretanto, había sacado de la habitación a su detenido.
Charles Enderby fue el primero que recobró el uso de la palabra.
—¡Por todos los cielos, Emily, cuéntalo ya! —gritó—. ¡Quiero ir a la oficina de telégrafos! Cada segundo es vital.
—Fue el comandante Burnaby quien mató al capitán Trevelyan.
—Bien, ya vi que lo detenía Narracott. Y supongo que el inspector está en su sano juicio, no se ha vuelto loco de repente. ¿Pero
cómo pudo
Burnaby matar a Trevelyan? ¿Cómo es eso humanamente posible? Si Trevelyan fue asesinado a las cinco y veinticinco...
—No fue así. Fue asesinado a las seis menos cuarto, poco más o menos.
—Bueno, aun así...
—Comprendo esas dudas. Nunca lo adivinarías a menos que diera la casualidad de que pensases precisamente en ello.
Esquís
, he aquí la explicación:
Esquís
.
—¿Esquís...? —repitió todo el mundo.
Emily asintió.
—Sí. Él se las arregló para mover el velador. No se trataba, pues, de un hecho accidental o inconsciente como pensamos, Charles, sino de la segunda solución que rechazamos: algo producido intencionadamente. El comandante veía que estaba a punto de caer una gran nevada. Aquello borraría todas las huellas y le proporcionaría una seguridad perfecta. Creó la impresión de que el capitán Trevelyan estaba ya muerto y consiguió dejar a todos sumergidos en un mar de confusión. Después, simuló que él también estaba muy inquieto e insistió en marcharse inmediatamente a Exhampton.
«Regreso a su casa, se calzó sus esquís (que estaban arrinconados en un cobertizo del jardín, junto con otros muchos trastos y avíos deportivos), y partió. Ya saben ustedes que él era un experto esquiador y el camino hasta Exhampton es siempre cuesta abajo, es decir, un descenso precioso. Sólo le llevó unos diez minutos.
»Se acercó a la ventana y tabaleó sobre el cristal. El capitán Trevelyan le dejó entrar por allí, sin sospechar nada. Entonces, en un momento en que Trevelyan le daba la espalda, aprovechó la oportunidad que estaba esperando, agarró aquel grueso y pesado burlete relleno de arena y lo mató. ¡Uf! ¡Me siento mal sólo de pensarlo!
Y se estremeció de pies a cabeza.
—El resto era muy sencillo. Tuvo todo el tiempo que quiso. Debió limpiar y secar con gran esmero los esquís que había llevado puestos y ponerlos en el armario del comedor, bien colocados entre los restantes enseres deportivos del capitán. Después, supongo que se dedicó a forzar el pestillo de la ventana y a sacar los cajones y demás objetos, para fingir que había entrado allí algún ladrón.
»Luego, poco antes de las ocho, todo lo que tuvo que hacer fue salir y dar un rodeo hasta alcanzar la carretera de Sittaford un poco más arriba, y presentarse en Exhampton resoplando y tiritando como si acabase de llegar a pie desde Sittaford. Como a nadie se le ocurrió pensar en esquís, se sintió perfectamente seguro. El doctor no podía por menos que declarar que el capitán Trevelyan había sido asesinado por lo menos dos horas antes. Y como acabo de decir, desde el momento en que a ninguno se le ocurrió pensar en los esquís, el comandante Burnaby tenía una perfecta coartada.
—¡Pero ellos eran amigos, Burnaby y Trevelyan! —exclamó Mr. Rycroft—. ¡Antiguos amigos, siempre lo habían sido! ¡Es increíble!
—Así parece, ¿verdad? —replicó Emily—. Es lo mismo que pensé yo, no alcanzaba a imaginar el porqué. Me embrollaba y me confundía, hasta que decidí ir a ver al inspector Narracott y a Mr. Duke.
Se detuvo para mirar al impasible rostro de este último.
—¿Puedo... contárselo? —le preguntó.
Mr. Duke sonreía.
—Si lo prefiere, miss Trefusis.
—Bien mirado, vale más que no. Quizá prefiera usted que no lo haga. Bien, pues fui a ver a esos dos señores y conseguimos aclarar el caso. ¿Recuerdas, Charles, que me dijiste que Evans te había hablado de que el difunto capitán Trevelyan tenía la costumbre de enviar soluciones a los concursos con el nombre de otras personas? Él opinaba que las señas de su mansión en Sittaford resultaban demasiado ostentosas. Bueno, pues eso es lo que hizo con motivo del concurso de fútbol por el que entregaste las cinco mil libras al comandante Burnaby. En realidad, era el capitán Trevelyan quien lo había ganado, aunque envió la solución a nombre de su amigo y con la dirección de éste: chalé número 1, Sittaford, a su juicio, sonaba mucho mejor.
»Ya pueden figurarse ahora el resto de lo ocurrido, ¿verdad? El viernes por la mañana le llegó al comandante Burnaby la carta en que se le comunicaba que había ganado cinco mil libras esterlinas. Por cierto, que no me explico cómo no se nos ocurrió sospechar de este raro acontecimiento. Él te dijo, Charles, que no había recibido esa carta, que no había llegado nada en el correo del viernes por culpa del mal tiempo. Eso era mentira, pues durante la mañana del viernes todavía funcionó. Bien, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí! El comandante Burnaby recibió la carta del
Daily Wire
. Y él necesitaba aquellas cinco mil libras, le hacían mucha falta. Había invertido en unas acciones fracasadas o algo por el estilo, y había sufrido terribles pérdidas de dinero.
«Entonces, creo yo, se le debió ocurrir de repente la idea. Tal vez fue al darse cuenta de que se preparaba una gran nevada para aquella misma tarde. Si su amigo Trevelyan muriese, él se podría quedar con el premio y nadie se enteraría.
—Asombroso —murmuró Mr. Rycroft—, tan asombroso que jamás lo hubiera imaginado. Pero, mi querida jovencita, ¿cómo pudo descubrir todo eso? ¿Qué le puso a usted en la verdadera pista?
Como respuesta, Emily explicó lo de la carta de Mrs. Belling y relató cómo había descubierto las botas escondidas en la chimenea.
—Al contemplarlas, caí en la cuenta de lo ocurrido. Eran botas para esquís, fíjense bien, y eso me hizo pensar en ellos. Y de repente se me ocurrió que quizá... Bajé corriendo la escalera y me dirigí al armario en el que el capitán guardaba sus útiles deportivos: en efecto, allí había
dos
pares de esquís, y uno de ellos era más largo que el otro. Las botas encajaban perfectamente en el par más largo, pero
no en el otro
. Las fijaciones del último par estaban ajustadas para unas botas mucho más pequeñas. Es decir, el par de esquís cortos pertenecían a otra persona.
—Ese hombre debía haber ocultado sus esquís en cualquier otro sitio —comentó Mr. Rycroft, censurando con aspecto profesional la poca imaginación del asesino.
—No, señor, no —replicó Emily—. ¿Dónde quería que los escondiera? Verdaderamente, aquel era el lugar mas indicado. Un día o dos después del crimen, toda la colección de utensilios deportivos del asesinado se almacenaría y, mientras tanto, no era probable que a la policía ni a nadie se le ocurriese averiguar si el capitán Trevelyan poseía uno o dos pares de esquís.
—¿Y por qué escondió las botas?
—Supongo —conjeturó miss Trefusis— que tuvo miedo de que la policía se le ocurriera hacer lo mismo que a mí. Al ver un par de botas para esquís, es muy fácil pensar en esquís. Por eso las escondió en la chimenea. Y en eso sí que cometió un grave error, porque el meticuloso Evans notó que habían desaparecido y de ese modo llegué a enterarme.
—¿Y cree que el comandante quería que culpasen del crimen a mi hermano Jim? —preguntó Brian Pearson con cierta ansiedad.
—¡Oh, no! Eso no ha sido más que una consecuencia de la mala suerte, que es tan corriente en Jim. ¡Siempre ha de hacer el tonto el pobre chico!
—Ahora está a salvo —afirmó Charles—. No necesita que te preocupes más por él. ¿Has terminado tu relato, Emily? Porque en ese caso tengo que salir volando hacia la oficina de telégrafos. Espero que me dispensen.
Y salió disparado de la habitación.
—Un auténtico rayo —comentó Emily.
Mr. Duke dejó oír su tranquila y profunda voz de bajo:
—Usted sí que ha sido un rayo en este asunto, miss Trefusis.
—Lo mismo digo yo —afirmó Ronnie con admiración.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Emily de repente, y se dejó caer en una silla sintiéndose desfallecer.
—Usted necesita un tentempié —dijo Ronnie—. ¿Le preparo un cóctel?
Ella meneó la cabeza.
—¿Una copita de coñac? —sugirió Mr. Rycroft muy solícito.
—¿Una taza de té? —le ofreció Violet.
—Preferiría una polvera —dijo al fin Emily ávidamente—. La mía se ha quedado en el coche y, con todas estas emociones, debo estar más brillante que un tintero de plata.
Violet la acompañó al piso superior, en busca de este eficaz sedante nervioso.
—No hay nada mejor —afirmó miss Trefusis, empolvándose la nariz con incansable solicitud—. ¡Qué agradables! Ahora me siento mucho mejor. ¿Me puede dejar también alguna barrita de carmín? Ya soy otra persona.
—¡Ha estado maravillosa! —exclamó Violet—. ¡Ha sido muy valiente!
—No lo crea —replicó Emily—. Debajo de toda esta máscara, estaba temblando como un flan y sentía una especie de angustia en el corazón.
—Conozco eso —observó la otra muchacha—, yo también la he sentido muchas veces. Estos últimos días he estado tan aterrorizada... Pensaba en Brian, como comprenderá. No temía que le ahorcasen por el asesinato del capitán Trevelyan, desde luego, pero si se le ocurría confesar dónde estuvo mientras se cometió el crimen, no hubiesen tardado mucho en averiguar que fue él quien imaginó y dirigió la fuga de mi padre.
—¿Cómo? ¿Qué dice, criatura? —exclamó Emily, haciendo una pausa en su sesión de maquillaje.
—El presidiario que se escapó es mi padre —explicó Violet—. Por eso vinimos mamá y yo a vivir a esta casa. ¡Pobre papá! Siempre ha sido un poco raro algunas veces. En esos momentos hace cosas terribles. Conocimos a Brian en el barco que nos traía desde Australia, y él y yo... bueno, él y yo...
—Comprendo —murmuró miss Trefusis para animarla—, es muy natural.
—Yo le conté nuestra historia y entre todos organizamos un plan. Brian es maravilloso. Afortunadamente, nosotras somos bastante ricas y Brian hizo todos los planes. Es dificilísimo escaparse de la prisión de Princetown, como debe saber, pero Brian se las ingenió. Realmente, ha sido una especie de milagro. Nuestro proyecto consistía en que, en cuanto mi padre consiguiera verse fuera, cruzase el páramo y se ocultara en la cueva del Duende. Después, él y Brian se presentarían en Sittaford simulando ser criados nuestros. Como comprenderá, habiéndonos instalado aquí tanto tiempo antes de la huida del preso, imaginábamos que estaríamos libres de toda sospecha. Fue Brian quien nos habló de este pueblo y él nos propuso que ofreciésemos una buena suma al capitán Trevelyan por el alquiler de su casa.