El misterio de Sittaford (30 page)

Read El misterio de Sittaford Online

Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sittaford
3.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Muy cierto —contestó Mr. Rycroft volviendo la cabeza para contemplar un pájaro que pasaba volando bajo y en el cual creyó ver un ejemplar de una especie rara.

—¡Qué fastidio! —murmuró—. Lamento no tener aquí mis prismáticos.

—¿Cómo? Hablando de Trevelyan, ¿cree posible que Mrs. Willett le conociera mejor de lo que ella afirma?

—¿Por qué me pregunta eso?

—Por el cambio que en pocos días ha experimentado esa mujer. ¿Ha visto alguna vez una cosa semejante? En la última semana, ha envejecido casi veinte años. Usted sí debe de haberlo notado.

—Sí —dijo Mr. Rycroft—, ya lo he notado.

—Muy bien, ahí lo tiene. La muerte de Trevelyan debe de haber sido un espantoso choque para ella de un modo o de otro. Sería curioso que ahora resultase que se trataba de una antigua esposa del capitán a la cual éste hubiera abandonado en su juventud, sin reconocerla ahora.

—No lo creo muy probable, Mr. Gardfield.

—Se parece demasiado al argumento de una película, ¿verdad? Sin embargo, a veces ocurren cosas muy raras. Yo he leído algunas historias sorprendentes en el Daily Wire, cosas a las que usted no hubiera concedido crédito de no haberlas visto impresas en un periódico.

—¿Y cree que por eso serán más verosímiles? —preguntó Mr. Rycroft con sequedad.

—Me parece que usted le ha cogido antipatía al joven Enderby, ¿no es así? —replicó Ronnie.

—Me desagradan los individuos mal educados que meten las narices en asuntos que no les conciernen —sentenció Mrs. Rycroft.

—Muy bien, pero es que en este caso le conciernen —insistió Ronnie—. Me refiero a que el oficio de ese pobre chico consiste precisamente en meter sus narices en todo. Parece ser que ha conseguido domesticar por completo al arisco Mr. Burnaby. A mí me divierte mucho que ese viejo apenas pueda aguantar mi presencia. Yo soy para él como un trapo rojo para el toro.

Mr. Rycroft no hizo ningún comentario.

—¡Por Júpiter! —exclamó Ronnie mirando hacia el cielo—. ¿Se ha fijado en que hoy es viernes? Hace una semana exacta, tal día como hoy, a esta misma hora poco más o menos, nosotros estábamos chapoteando en la nieve camino de casa de las Willett. Igual que ahora, sólo que con un pequeño cambio de tiempo.

—¡Hace una semana! —exclamo Mr. Rycroft—. Parece que ha transcurrido mucho más tiempo.

—Algo así como un año entero, ¿verdad? ¡Hola, Abdul!

En aquel momento pasaban ante la puerta del capitán Wyatt, en la cual estaba apoyado el melancólico indio.

—Buenas tardes, Abdul —dijo Mr. Rycroft—. ¿Cómo está tu amo?

El oriental movió la cabeza.

—Amo muy mal hoy, sahib. No ver nadie. No ver nadie por largo tiempo.

—Fíjese usted —indicó Ronnie después de que hubieron avanzado unos cuantos pasos más— que ese hombre podría asesinar a Wyatt muy fácilmente, sin que nadie se enterase. Después se estaría unas cuantas semanas meneando la cabeza y diciéndole a todo el mundo «amo no ver nadie», y ni uno solo de nosotros sospecharíamos lo más mínimo.

Mr. Rycroft admitió la veracidad de aquella reflexión.

—Pero aún le quedaría el problema de qué hacer con el cadáver —señaló.

—Tiene razón, siempre hay alguna dificultad ¿no es así? Un cuerpo humano es un inconveniente bastante gordo.

Mientras decían esto, pasaron por delante de la casa del comandante Burnaby. El viejo ex soldado estaba en el jardín contemplando con torvo ceño un hierbajo que crecía donde él no había plantado nada.

—Buenas tardes, comandante —dijo Mr. Rycroft—. ¿Vendrá también a casa de las Willett?

Burnaby se restregó la nariz.

—No pensaba ir. Me han enviado una tarjeta invitándome, pero no me siento con ánimos. Espero que ustedes me comprenderán.

Mr. Rycroft inclinó la cabeza en prueba de comprensión.

—No obstante —dijo—, me gustaría que fuera. Tengo una razón para ello.

—¿Una razón? ¡Qué clase de razón?

Mr. Rycroft vacilaba. Se veía claramente que la presencia del joven Gardfield le incomodaba; pero Ronnie, por completo ajeno al caso, no se movió de su sitio y escuchaba con auténtico interés.

—Me gustaría intentar un experimento —continuó Mr. Rycroft palabra por palabra.

—¿Qué clase de experimento? —demandó Burnaby.

Mr. Rycroft vaciló.

—Preferiría no anticipar mi idea. Pero, si usted viene, le ruego que me apoye en todo lo que yo proponga.

La curiosidad del comandante iba en aumento.

—Muy bien —replicó—, iré. Puede contar conmigo. ¿Donde está mi sombrero?

Se reunió con ellos en menos de un minuto con el sombrero ya puesto y los tres se encaminaron a la verja de la mansión de Sittaford.

—He oído decir que espera compañía, Rycroft —dijo Burnaby por decir algo.

Una sombra pasó sobre el rostro del viejecito.

—¿Quién le ha contado eso?

—Esa urraca charlatana que se llama Mrs. Curtis. Es una buena mujer y muy honrada, pero su lengua no descansa nunca, sin preocuparse de si usted la escucha o no.

—Pues es muy cierto —admitió Mr. Rycroft—. Estoy esperando a mi sobrina, Mrs. Dering, y su marido, que vendrán mañana.

Entretanto, habían llegado frente a la puerta de la mansión de Sittaford y, al tocar el timbre, Brian Pearson les franqueó la entrada.

Mientras se quitaban los abrigos en el vestíbulo, Mr. Rycroft miraba a aquel alto joven de anchos hombros.

«He aquí un tipo de pura raza —pensó—, de muy pura raza. Carácter enérgico, curioso ángulo de mandíbula. Sería un adversario bastante indeseable para encontrárselo en ciertas circunstancias; lo que podríamos llamar un hombre peligroso».

Una extraña sensación inmaterial invadió al comandante Burnaby cuando entraban en el salón, mientras Mrs. Willett se levantaba para recibirlo.

—Es usted muy amable al venir por esta casa.

Las mismas palabras que la semana anterior. El mismo fuego resplandeciente de la chimenea. Hasta hubiese jurado, aunque no estaba muy seguro, que las dos mujeres llevaban los mismos vestidos.

Todo esto le producía una indescriptible sensación. Le parecía como si se reprodujera la escena de la semana pasada, como si Joe Trevelyan no hubiese muerto, como si nada hubiera ocurrido. Alto, esto último no era cierto. Mrs. Willett sí que había cambiado: era una ruina; he aquí el único modo de describirla. Ya no era aquella decidida mujer que parecía dominar al mundo, sino una nerviosa y destrozada criatura que hacía visibles y patéticos esfuerzos para parecer la misma de siempre.

«Pero que me ahorquen si descifro qué significado pudo tener para ella la muerte de Joe», pensó el comandante.

Por centésima vez, registró la idea de que alguna cosa muy extraña se escondía en la historia de las Willett.

Como de costumbre, despertó de su ensimismamiento al darse cuenta de que hacía rato que estaba callado mientras alguien hablaba.

—Mucho me temo que ésta es nuestra última fiestecita —decía Mrs. Willett.

—¿Cómo es eso? —preguntó Ronnie Gardfield volviéndose repentinamente.

—En efecto —Mrs. Willett hizo un gracioso movimiento de cabeza que quería parecer una sonrisa—, hemos renunciado a pasar el resto del invierno en Sittaford. Por mi parte, naturalmente, yo estaba encantada aquí: la nieve, los acantilados de la costa, lo agreste de estos campos. ¡Pero el problema doméstico...! El problema doméstico presenta aquí demasiadas dificultades. !Me ha derrotado!

—Tenía entendido que iban a contratar a un mayordomo chofer y a un camarero —dijo el comandante Burnaby.

Un repentino estremecimiento agitó el cuerpo de miss Willett.

—No, señor —replicó—. Ya he... he abandonado ya esa idea.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Mr. Rycroft—. He aquí una gran contrariedad para todos nosotros. Será muy triste. En cuanto ustedes se marchen, tendremos que sumergirnos otra vez en nuestra antigua vida rutinaria. ¿Y cuándo se marchan, si no es indiscreción?

—Espero que el lunes —contestó Mrs. Willett—. A menos que consigamos irnos mañana mismo. ¡Es tan incómodo sin ningún criado! Desde luego, tendré que arreglar cuentas con Mr. Kirkwood, porque yo alquilé esta casa para cuatro meses.

—¿Se van ustedes a Londres? —dijo Mr. Rycroft.

—Sí, es lo más probable, por lo menos de momento. Después, supongo que nos marcharemos a la Riviera.

—¡Qué pérdida tan grande para nosotros! —exclamó Mr. Rycroft haciendo una galante reverencia.

Mrs. Willett no pudo evitar esbozar una extraña y forzada sonrisa.

—¡Qué amable es usted, Mr. Rycroft! Bien, ¿tomamos el té?

El té estaba servido sobre la mesa. Mrs. Willett lo fue vertiendo en las tazas. Ronnie y Brian la ayudaban, preparando las demás cosas. Una extraña sensación de incomodidad flotaba sobre los allí reunidos.

—¿Qué me cuenta de usted? —dijo Burnaby bruscamente dirigiéndose a Brian Pearson—. ¿También se va?

—Sí, señor, a Londres. Como es natural, no saldré de Inglaterra hasta que este asunto quede liquidado.

—¿Este asunto?

—Quiero decir hasta que mi hermano se vea libre de esa ridícula acusación.

Y Brian pronunció estas palabras en un tono tan desafiante, que todos se quedaron sin saber qué decir. El propio comandante Burnaby se encargó de resolver la violenta discusión.

—Yo nunca he creído en su culpabilidad, ni por un solo instante —comentó.


Ninguno de nosotros
lo ha pensado —añadió Violet envolviendo al joven en una de sus más graciosas miradas.

Y el repiqueteo del timbre acabó de suavizar aquella enojosa pausa.

—¡Éste debe de ser Mr. Duke! —dijo la madre de Violet—. ¿Quiere ir a abrirle, Brian?

El joven Pearson se había acercado a la ventana.

—No es Duke —replicó—. Es ese condenado periodista.

—¡Por Dios, querido...! —exclamó la señora de la casa—. Bien, supongo que le dejaremos entrar igualmente.

Brian asintió y, al cabo de un instante, reapareció acompañado de Charles Enderby.

El periodista hizo su entrada con aquel aire ingenuo tan suyo. La idea de que su presencia en la reunión no fuese vista con agrado no parecía habérsele ocurrido.

—Hola, Mrs. Willett. ¿Cómo está usted? He pensado: voy a dejarme caer por esa casa a ver cómo van las cosas. Estaba tratando de averiguar dónde se habrían escondido todos los habitantes de Sittaford, pero ahora ya lo sé.

—¿Tomará una tacita de té, Mr. Enderby?

—¡Es usted muy amable, señora! La acepto muy agradecido. Ya veo que Emily no está aquí. Supongo que estará con su tía, Mr. Gardfield.

—No que yo sepa —replicó Ronnie mirándole con cierta extrañeza—. Yo tenía entendido que se había marchado a Exhampton.

—¡Claro que sí! Pero ya ha vuelto. ¿Que cómo lo sé? Pues porque me lo ha contado un pajarito. Se llama Curtis, para ser más exacto. Me dijo que la había visto pasar en un automóvil por delante de la oficina de Correos y que, después de subir hasta el pueblo, el coche regresó vacío. Así pues, no está en el chalé número 5 ni en la mansión de Sittaford. Problema: ¿donde está? No estando en casa de miss Percehouse, debe de estar sorbiendo té en la guarida de ese terrible dragón, enemigo de las mujeres, que se llama capitán Wyatt.

—Tal vez haya subido a ver la puesta del sol desde el faro de Sittaford —sugirió Mr. Rycroft.

—No lo creo —replicó Burnaby—, porque yo la hubiese visto pasar. Estuve en mi jardín durante la última hora.

—Bueno, no creo que sea un problema vital —indicó Charles amablemente—. Quiero decir que no creo que haya sido secuestrada o asesinada o algo por el estilo.

—Lo cual es lamentable desde el punto de vista de su periódico, ¿no le parece? —dijo Brian en tono burlón.

—Ni por vender un ejemplar, sería capaz de sacrificar a Emily —afirmó el periodista—. Emily —añadió muy serio y pensativo— es única.

—Encantadora —observó Mr. Rycroft—. Fascinadora como ninguna otra. Ella y yo... somos colaboradores.

—¿Han terminado todos su té? —preguntó Mrs. Willett—. ¿Qué les parece si jugamos al bridge?

—Esperen, pido un momento de atención —dijo Mr. Rycroft.

Y se aclaró la garganta dándose importancia. Todo el mundo miraba hacia él.

—Mrs. Willett: yo soy, como ya sabe, un apasionado admirador de los fenómenos psíquicos. Hace una semana justa, tal día como hoy y en esta misma habitación, tuvo lugar una asombrosa, más aún, una pavorosa experiencia.

Se oyó un leve suspiro procedente de los labios de Violet Willett. El orador se volvió hacia ella.

—Ya me hago cargo, mi querida joven, ya me hago cargo. Ese experimento la dejó a usted trastornada; era para trastornar a cualquiera, no voy a negarlo. Desde que se cometió el crimen, la policía ha estado buscando al asesino del capitán Trevelyan. Han detenido a una persona, pero algunos de los que estamos en esta habitación, si no todos, no creemos que el joven James Pearson sea el culpable. Pues bien, lo que yo propongo es lo siguiente: que repitamos el experimento del viernes pasado, aunque invocando esta vez a un espíritu diferente.

—¡No! —gritó Violet.

—¡Caramba! —exclamó Ronnie—. Yo diría que lo que propone Mr. Rycroft es demasiado. Por lo que a mí se refiere, renuncio a tomar parte en ningún juego de esta clase.

Mr. Rycroft no le hizo el más mínimo caso.

—¿Qué me contesta, Mrs. Willett?

La dama vacilaba.

—Francamente, amigo mío, no me gusta esa idea. No me complace nada en absoluto. Esa lamentable experiencia de la semana pasada me produjo una impresión desagradabilísima. Habrá de pasar mucho tiempo antes de que la olvide.

—¿Qué piensa sacar de ese experimento? —le demandó Enderby muy interesado—. ¿Se propone usted que los espíritus nos revelen el nombre de quien asesinó al capitán Trevelyan? Me parece un encarguito muy interesante.

—Ese encarguito, como usted lo llama, es de la misma categoría que el mensaje de la semana pasada, en el que voluntariamente nos anunciaron la muerte del capitán Trevelyan.

—Tiene razón —confirmó el joven Charles—. Pero... bueno, ¿ha pensado usted que esa idea suya puede dar lugar a consecuencias tan desgraciadas como imprevistas?

—¿Como por ejemplo?

—Supongamos que se menciona un nombre determinado. ¿Podrá asegurar que el velador no ha sido movido intencionadamente por uno de los presentes?

Enderby hizo una pausa, que fue aprovechada por el joven Gardfield.

—¡Empujones! A eso es a lo que se refiere nuestro amigo. Supone que alguien se entretiene en empujar la mesa.

Other books

Threshold by Caitlin R Kiernan
Rest in Pieces by Katie Graykowski
The Circle by David Poyer
Red Shadows by Mitchel Scanlon
Wreckless by Zara Cox
18 Things by Ayres, Jamie
Heart of a Stripper by Harris, Cyndi