Read El misterio de Sittaford Online
Authors: Agatha Christie
—¡Charles! —exclamó Emily—. ¡No seas tan ordinario! Además, en todo caso —continuó diciendo ella—, sería el herrero quien lo asesinaría, no ella. Eso ya es algo más probable. ¡Figúrate cómo blandiría el saco de arena un brazo tan poderoso como el de ese horrible hombre! Y su esposa no se daría cuenta nunca de su ausencia. Con siete críos que cuidar, no le quedará tiempo para acordarse de ningún hombre.
—Esto está degenerando en puras idioteces —comentó el periodista.
—Opino lo mismo —convino la muchacha—. Nuestro repaso de los «perdedores» no ha obtenido un gran éxito.
—¿Y qué podemos decir de ti?
—¿Yo?
—¿Dónde estabas cuando se cometió el crimen?
—¡Qué extraordinario! Nunca se me había ocurrido pensar en eso. Estaba en Londres, naturalmente; pero no sé cómo podría probarlo porque estaba sola en mi piso.
—Pues ahí lo tienes —dijo el periodista—. No te falta el motivo ni ningún detalle. Tu novio iba a heredar veinte mil libras esterlinas. ¿Qué más quieres?
—Eres muy listo, Charles —replicó Emily—. Ya veo que en realidad soy más sospechosa de lo que parecía. Nunca había pensado en ello antes de ahora.
Dos días después, por la mañana, Emily estaba sentada en el despacho del inspector Narracott. Acababa de llegar de Sittaford pocos minutos antes.
El inspector la contemplaba apreciativamente. Admiraba la resolución de Emily, el valeroso y decidido carácter que la sostenía en la lucha y su resuelta jovialidad. Era una buena luchadora y Narracott había sentido siempre gran veneración por toda clase de luchadores. En su opinión, la muchacha valía mucho más de lo que se merecía Jim Pearson, aun en el caso de que este joven resultase inocente del asesinato.
—Habrá leído muchas veces en los libros —decía el inspector— que la policía busca siempre una víctima, sin importarle un comino que sea culpable o no mientras ellos tengan pruebas suficientes para acusarla. Y eso no es cierto, miss Trefusis, pues sólo nos interesa el verdadero criminal.
—Entonces ¿cree sinceramente que Jim es culpable, Mr. Narracott?
—No puedo dar una respuesta oficial a su pregunta, señorita, pero sí voy a decirle una cosa: que estamos examinando con todo cuidado no sólo las pruebas en contra de él, sino las que recaen sobre otras personas.
—¿Se refiere a su hermano, a Brian?
—He aquí un caballero muy poco satisfactorio: Mr. Brian Pearson. Siempre se ha negado a contestar a las preguntas que se le han formulado o a proporcionar cualquier información acerca de sí mismo, pero yo pienso... —y la suave sonrisa del inspector, característica del Devonshire, se amplió—. Creo que me será posible hacer algunas averiguaciones con respecto a alguna de sus actividades. Si no me equivoco, antes de media hora sabremos más cosas de él. Además, ahí tenemos también el marido de la sobrina, es decir, el doctor Dering.
—¿Lo ha visto usted? —preguntó Emily llena de curiosidad.
El inspector Narracott contempló aquel lívido rostro y se sintió tentado a prescindir de la prudencia que su cargo imponía. Recostándose en su sillón, relató su entrevista con Mr. Dering: después, abrió un archivo que estaba al alcance de su mano y sacó de él una copia del telegrama que había enviado a Mr. Rosenkraun.
—Éste es el texto del despacho que se expidió —dijo—. Y aquí está la respuesta.
Emily leyó ambos papeles. El primero ya lo conoce el lector; he aquí el contenido del segundo:
Narracott. Camino Drysdale, 2. Exeter. Ciertamente, confirmo declaración Mr. Dering. Estuvo conmigo tarde entera viernes. Rosenkraun.
—¡Oh, qué... lástima! —exclamó Emily, escogiendo una palabra más suave que la que hubiese preferido usar, pues le constaba que los oficiales de la policía eran anticuados y se molestaban con facilidad.
—¿Sí? —replicó el inspector Narracott dando a entender que imaginaba los pensamientos de la joven—. Es un fastidio, ¿verdad?
Y la suave sonrisa del Devonshire brotó de nuevo en sus labios.
—Pero yo soy muy desconfiado, miss Trefusis. Las razones de Mr. Dering podrían parecer muy plausibles, pero yo pensé que era lamentable ponerse en sus manos de un modo tan absoluto. Así pues, no me di por vencido y envié otro telegrama.
Y de nuevo le entregó a la joven dos hojas de papel. La primera de ellas decía:
Información que necesitamos referente asesinato capitán Trevelyan. Rogamos aclare si garantiza coartada Martin Dering durante tarde viernes. Inspector Narracott, división de Exeter.
El mensaje que llegó de respuesta demostraba cierto sobresalto y poca preocupación por su coste.
No tenía ni la menor idea de que se tratase de un caso criminal. No vi a Martin Dering en todo el viernes. Acepté confirmar su declaración como favor de amigo, creyendo que su esposa le había hecho vigilar para entablar un proceso de divorcio. Rosenkraun.
—¡Oh! —exclamó la joven—. ¡Qué listo es usted, inspector!
El aludido pensó, de un modo evidente, que efectivamente no había sido nada torpe en aquella ocasión. Su sonrisa era benévola y satisfecha.
—¡Cómo se ayudan unos hombres a otros! —continuó diciendo Emily mientras releía los telegramas—. ¡Pobre Sylvia! En cierto modo, a veces llegó a creer que los hombres son bestias salvajes. Por eso mismo —añadió— resulta tan agradable encontrar a uno en quien poder realmente confiar.
Y sonrió contemplando con admiración al policía.
—Tenga en cuenta que todo esto es muy confidencial, miss Trefusis —le advirtió el inspector—. Tal vez he ido más lejos de lo que debiera al darle a conocer estos informes.
—Algo encantador por su parte —respondió la joven—. Nunca,
nunca
lo olvidaré.
—Bueno, ya sabe —le recomendó Narracott—, ni una palabra
a nadie
.
—Quiere decir que no se lo puedo contar a Charles... a Mr. Enderby.
—Los periodistas son siempre periodistas —afirmó el detective— y, aunque a éste lo tenga dominado, miss Trefusis, no por eso las noticias dejan de ser noticias, ¿no es así?
—Entonces, no se lo diré —contestó Emily—. Yo creo que lo tengo perfectamente amordazado, pero como dice muy bien, un periodista es siempre un periodista.
—Nunca se deben explicar detalles innecesarios; éste es mi lema —sentenció el inspector Narracott.
Un ligero guiño asomó a los ojos de la muchacha, revelando que, aunque no lo decía, pensaba que su interlocutor había estado infringiendo de mala manera su rígido lema durante la última media hora.
Un recuerdo repentino cruzó por la mente de la joven, y probablemente no porque tuviese mucha relación con lo que se estaba tratando. Todo parecía apuntar a una dirección completamente opuesta, pero aun así era interesante saberlo.
—Inspector Narracott —le dijo de un modo imprevisto—, ¿quién es Mr. Duke?
—¿Mr. Duke?
Ella pensó que sus preguntas tenían la particularidad de asustar casi siempre al bueno de Narracott.
—Recuerde —continuó diciendo Emily— que le encontramos en Sittaford cuando salía del chalé de ese caballero.
—¡Ah, sí, sí, ya recuerdo! A decir verdad, señorita, yo quería tener alguna versión independiente de aquel asunto del velador. El comandante Burnaby no es muy brillante en eso de describir escenas.
—Sin embargo —comentó la muchacha pensativamente—, si yo fuera usted, me hubiera dirigido antes a una persona más experta en esa clase de fenómenos como Mr. Rycroft. ¿Por qué ir a ver a Mr. Duke?
Tras un silencio algo prolongado, el inspector contestó:
—Eso es una cuestión opinable.
—No me convence. Me gustaría saber si la policía sabe algo referente a Mr. Duke.
Narracott no contestó. Había levantado su mirada, con extraña fijeza, sobre el papel secante de la carpeta que tenía delante.
—¡El hombre que lleva una vida intachable! —exclamó Emily—. Esta frase parece describir a Mr. Duke de un modo exactísimo; no obstante, acaso no haya llevado siempre una vida tan intachable, y tal vez la policía lo sabe...
La joven pudo apreciar un débil estremecimiento en el rostro del inspector Narracott al intentar éste disimular una inevitable sonrisa.
—A usted le gusta adivinar cosas, ¿no es así, miss Trefusis? —contesto con amabilidad.
—Cuando la gente no quiere contar lo que a una le interesa, no hay más remedio que hacer conjeturas —replicó la muchacha.
—Cuando un hombre, como usted dice, lleva una vida intachable —indicó el inspector Narracott—, y además le sería enojoso e inconveniente que se divulgase su pasado, lo mejor que puede hacer y que es capaz de hacer la policía es amoldarse a sus deseos. Nosotros no tenemos ningún interés en divulgar secretos personales.
—Lo comprendo —dijo Emily—. Pero, de todos modos, el caso es que usted fue a visitarle, ¿no es cierto? Y esto parece demostrar que usted pensaba, por decirlo así, que ese caballero podía echarle una mano. Me gustaría... me gustaría saber quién es en realidad Mr. Duke, y también en que forma concreta de delincuencia se ha visto implicado en el pasado.
La muchacha miraba con aire de súplica al inspector, pero éste mantenía un rostro impasible. Y como ella se dio cuenta de que en aquel caso particular no debía esperar ninguna revelación más por parte del policía, se conformó con lanzar un significativo suspiro y se preparó para marcharse.
Cuando hubo salido del despacho, Narracott continuó sentado y silencioso durante largo rato, jugando distraídamente con el secante, mientras los últimos restos de su característica sonrisa resbalaban aún por sus labios. Finalmente, tocó el timbre y entró uno de sus subordinados.
—¿Qué tal? —preguntó el inspector.
—Todo ha ido bien, pero no era en el Hotel Duchy, de Princetown, sino en la fonda en Two Bridges.
—¡Ah, caramba! —exclamó Narracott cogiendo los papeles que el otro le entregaba—. Bien —añadió—, con esto queda todo aclarado. ¿Se ha enterado de lo que hizo durante el viernes el otro joven?
—Desde luego, es cierto que llegó a Exhampton en el ultimo tren, pero no he podido precisar todavía a qué hora salió de Londres. Seguimos investigándolo.
El inspector sonrió en silencio.
—Aquí tiene la copia del registro de Somerset House.
Narracott la desdobló. Era el acta de un matrimonio celebrado en 1894 entre William Martin Dering y Martha Elizabeth Rycroft.
—Está bien —dijo el inspector—. ¿Hay algo más?
—Sí, señor, Brian Pearson salió de Australia a bordo de un barco de la Blue Funnel Boad, el
Phidias
. Este barco hizo escala en Ciudad de El Cabo, pero ningún pasajero de nombre Willett figura en las listas de a bordo. Tampoco se encuentra en estas listas ninguna madre y ninguna hija que procediesen de Sudáfrica. En cambio, encontré inscritas a Miss y Mrs. Evans y a Mrs. y Miss Johnson, todas ellas de Melbourne; las dos últimas corresponden muy bien a las señas personales de las Willett.
—¡Hum! —murmuró el inspector—. Johnson. Lo más probable es que ni Johnson ni Willett sea el nombre verdadero. Creo que a éstas las tenemos bien clasificadas. ¿Algo más?
Esta vez no había nada más, a juzgar por el silencio que siguió a la pregunta de Narracott.
—Bien —dijo el inspector—, me parece que ya tenemos bastantes datos para proceder.
—Pero, mi querida jovencita —decía Mr. Kirkwood—, ¿qué espera encontrar en Hazelmoor? Todos los efectos del capitán Trevelyan han sido ya retirados. La policía revolvió la casa de arriba a abajo. Comprendo muy bien su situación y su ansiedad por que Mr. Pearson sea... bueno, exculpado cuanto antes. Pero ¿qué puede usted hacer?
—No espero encontrar nada —replicó Emily—, ni descubrir algo que a la policía le haya pasado inadvertido. No sé cómo explicárselo, Mr. Kirkwood, lo que yo quiero es... captar el
ambiente
de aquel lugar. Por eso le ruego que me deje la llave. No hay nada malo en ello.
—Ciertamente, no hay nada malo en ello —dijo Mr. Kirkwood con dignidad.
—Entonces, por favor, sea tan amable —concluyó la joven.
Mr. Kirkwood fue amable y le tendió la llave con una indulgente sonrisa. Hizo lo que pudo por acompañarla, catástrofe que pudo tan sólo ser evitada con gran tacto y firmeza por parte de Emily.
Aquella mañana, la muchacha había recibido una carta redactada en los siguientes términos:
«Mi querida miss Trefusis —escribía Mrs. Belling—: Usted me dijo cuánto le gustaría enterarse de cualquier cosa que pudiera ocurrir y que, de algún modo, se apartase de lo normal aunque no tuviera importancia. Y como esto es un poco raro, aunque no tenga importancia, pensé que mi deber, señorita, era ponerlo inmediatamente en su conocimiento. Espero que ésta carta le llegará en el último reparto de esta noche o en el primero de la mañana. Mi sobrina vino por aquí y dijo que no tenía importancia, pero era algo extraño, en lo cual estuve de acuerdo con ella. La policía dijo, y así lo creyó todo el mundo, que no había encontrado a faltar ningún objeto de la casa del capitán Trevelyan. Claro que era una forma de hablar para referirse a cosas que tuvieran algún valor. Sin embargo, algo se ha extraviado, aunque entonces no se advirtió por no tener importancia.
Al parecer, señorita, han desaparecido un par de botas del capitán. Esto lo notó Evans cuando fue allí a recoger las cosas con el comandante Burnaby. Aunque no creo que sea un detalle de importancia, señorita, pensé que le gustaría a usted conocerlo. Se trata de un par de botas de cuero grueso de las que se engrasan bien y que el capitán hubiera usado si hubiese tenido que salir a caminar por la nieve; pero como no salió durante la nevada, no tiene sentido que falten esas botas. Pero el caso es que no aparecen y nadie sabe quién se las ha podido llevar; y a pesar de que yo sé muy bien que no tiene importancia, creí que era mi deber escribirle a usted.
«Espero que al recibir esta carta se encuentre usted tan bien de salud como una servidora, y deseando que no se preocupe demasiado por ese joven caballero, se despide de usted, señorita, su muy afectísima servidora:
J. Belling»
Emily había leído y releído varias veces esta carta y la había discutido también con Charles.
—¡Unas botas! —decía el periodista pensativamente—. No parece que tenga sentido.
—Pues alguno debe de tener —apuntaba la joven—. Quiero decir que ¿por qué se han de perder un par de botas?