El mejor lugar del mundo es aquí mismo

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Authors: Francesc Miralles y Care Santos

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: El mejor lugar del mundo es aquí mismo
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Iris está destrozada desde la muerte de sus padres en un accidente. Una tarde fría y gris en que el mundo parece no tener sentido, empieza a caminar sin rumbo por el barrio para evitar volver, sola, a su casa. Justo cuando empieza a pensar en cometer una locura, descubre un pequeño café en el que nunca antes se había fijado. Su extraño nombre, «EL MEJOR LUGAR DEL MUNDO ES AQUÍ MISMO», le intriga tanto que decide entrar a curiosear. Allí conoce a Luca, con quien charlará durante seis tardes consecutivas en diferentes mesas donde sucederán cosas maravillosas.

Iris tiene la impresión de que Luca sabe mucho más de la vida de lo que le correspondería por su formación modesta. Mientras se enamora lenta pero irremisiblemente de él, hablan entre aromas de chocolate de todo aquello que necesita saber para su existencia. Hasta que la séptima tarde, Luca desaparece.

Pronto comprende que no acudirá más al café y, desesperada, se entrega a buscarlo sin pausa. En el local abandonado donde había estado el café encontrará pistas que le desvelan un enigmático pasado. Pero la revelación más grande, que dará un giro de 180° a su vida y su visión del mundo, está aún por llegar…

Francesc Miralles & Care Santos

El mejor lugar del mundo es aquí mismo

ePUB v1.3

Mística
22.08.12

Título original:
El mejor lugar del mundo es aquí mismo

Francesc Miralles & Care Santos, 2008.

Editor original: Mística (v1.0 a v1.3)

Corrección de erratas: goyo

ePub base v2.0

Para Sandra Bruna, siempre mágica.

«No hay que negar nunca la hospitalidad a los forasteros,

pues hay quien ha estado en compañía de ángeles sin saberlo.»

EPÍSTOLA A LOS HEBREOS 13:2

No llores porque las cosas han terminado;

sonríe porque han existido.

L. E. BOURDAKIAN

PRIMERA PARTE

Las seis mesas del mago

Bajo un cielo sin sueños

L
os domingos por la tarde son un mal momento para tomar decisiones, sobre todo cuando enero cubre la ciudad con un manto gris que ahoga los sueños.

Iris había salido de casa después de comer sola frente al televisor. Hasta la muerte de sus padres en accidente de tráfico, no había dado tanta importancia al hecho de no tener pareja. Tal vez por su timidez incurable, veía casi normal que a sus treinta y seis años su experiencia sentimental se hubiera limitado a un amor platónico no correspondido y a unas cuantas citas sin continuidad.

Desde aquel terrible suceso, sin embargo, todo había cambiado. Las aburridas jornadas como telefonista de una compañía de seguros ya no tenían como compensación el fin de semana familiar. Ahora estaba sola. Y lo peor de todo era que había perdido incluso la capacidad de soñar.

Hubo un tiempo en el que Iris era capaz de imaginar toda clase de aventuras que daban sentido a su vida. Se veía a sí misma trabajando en una ONG, por ejemplo, donde un cooperante tan retraído como ella se enamoraba de sus huesos y le juraba en silencio amor eterno. Se comunicaban a través de poemas en una clave que sólo ellos podían descifrar, retrasando el momento sublime en el que se fundirían en un abrazo interminable.

Aquel domingo, por primera vez, tuvo la conciencia de que también aquello había terminado. Tras recoger la mesa y apagar el televisor, un silencio opresivo se había apoderado de su pequeño apartamento. Sintiendo que le faltaba el aire, abrió la ventana y vio aquel cielo plomizo sin aves.

Al pisar la calle tuvo un sentimiento de fatalidad. No se dirigía a ningún sitio, pero a pesar de todo tenía el presentimiento de que algo terrible la acechaba y la atraía como un abismo.

Tal como ocurría todos los domingos, el barrio residencial en el que Iris vivía se hallaba tan desierto como su alma. Sin saber por qué, se encaminó como una autómata hacia el puente bajo el que circulaban los trenes de cercanías.

Un viento helado y silbante azotaba sus cabellos, mientras ella contemplaba el foso surcado de raíles a modo de brillantes cicatrices. Iris consultó su reloj: las
cinco
de la tarde. Pronto pasaría el tren en dirección al norte. El domingo había uno cada hora.

Sabía que, tres segundos antes de aparecer, el puente temblaría como si se desatara un pequeño terremoto. El tiempo justo para inclinarse hacia el vacío y dejarse vencer por la fuerza de la gravedad. Un breve vuelo hasta que el convoy la embistiera antes incluso de tocar tierra.

Todo sucedería muy aprisa. ¿Qué es un instante de dolor comparado con una vida llena de amargura y desilusión?

Sólo la entristecía pensar en todo lo que dejaba para siempre por hacer. Y, por alguna razón, también la perturbaba saber que causaría molestias a los usuarios del tren. Los servicios se interrumpirían un buen rato mientras su cuerpo sin vida esperaba la llegada del juez y el forense. Menos mal que los domingos hay pocos pasajeros y los que viajan no suelen tener mucha prisa. Aquel contratiempo no les haría perder ninguna cita importante, y esto la consolaba.

Mientras pensaba estas cosas, el puente empezó a temblar y sintió cómo su cuerpo se plegaba espontáneamente hacia delante. Estaba a punto de cerrar los ojos para aceptar la caída, cuando un estallido a sus espaldas la detuvo de repente.

Iris se dio la vuelta, con el corazón encogido por el sobresalto, y vio a un niño de poco más de seis años. En la mano llevaba los restos del globo que acababa de pinchar para asustarla. La despidió con una breve risotada antes de salir corriendo calle abajo.

Lo siguió con la mirada a la vez que sentía cómo un sudor frío le empapaba la nuca y las manos. Le hubiera gustado correr tras él hasta atraparlo. Pero no para reprenderle, como pensaba el pequeño, sino para darle un abrazo porque acababa de salvarle la vida.

Antes de que pudiera darle alcance, una mujer gruesa salió de la esquina con las mejillas encendidas y lo llamó:

—¡Ángel!

El niño se apresuró a aferrarse a su madre y miró hacia Iris receloso, como si temiera que pudiera denunciar su travesura.

Pero Iris no pensaba en nada de esto. Sólo lloraba sin cesar porque empezaba a darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer.

Cuando las lágrimas dejaron de nublar sus ojos, de repente se fijó en un café que nunca antes había visto en aquella esquina por la que tan a menudo pasaba.

«Debe de ser nuevo», se dijo, aunque el aspecto de aquel local no apoyaba esa suposición.

Hubiera podido pasar por una de esas tabernas irlandesas, todas tan parecidas, de no ser porque tenía un aire de autenticidad que lo hacía único. En el interior, dos lámparas amarillentas pendían sobre las mesas rústicas, sorprendentemente concurridas a aquella hora del domingo.

Pero lo que más le llamó la atención fue el rótulo luminoso que parpadeaba entrecortadamente sobre la puerta de entrada, como si se empeñara en llamar su atención. Iris se detuvo un instante y leyó en voz baja:

EL MEJOR LUGAR DEL MUNDO

ES AQUÍ MISMO

Nubes que pasan

R
esultaba un nombre muy largo y extraño para un café. Quizás fue eso —era curiosa por naturaleza— lo que la decidió a entrar. Al traspasar el umbral ninguno de los clientes levantó la cabeza para mirarla ni pareció advertir su presencia.

Sólo el hombre que se veía tras la barra, un casi anciano de abundante melena blanca, saludó su entrada con una sonrisa, un signo de hospitalidad universal.

De las seis mesas, cinco estaban ocupadas por parejas o grupos de amigos que charlaban en voz tan baja que apenas podía oírse nada de lo que decían.

Dado que por aquella parte del barrio siempre pasaban las mismas personas, Iris se sorprendió de no conocer a ninguno de los clientes del café, donde en aquel momento sonaba una vieja canción de los Beatles que le había gustado mucho de adolescente:

«
And in the end, the love you take is equal to the love you make
…»
[1]

Se quedó un rato de pie escuchando esta canción, que le traía recuerdos tan dulces como lejanos. Luego se dispuso a salir del local, pero el hombre del pelo blanco le indicó desde detrás de la barra con un gesto que podía ocupar la mesa libre.

Iris no se atrevió a contradecirle.

Como si por haber escuchado la música ahora estuviera obligada a consumir, se sentó obedientemente a la mesa y pidió una taza de chocolate caliente.

Al enérgico tema de los Beatles siguió una cansina balada de Leonard Cohen:
I'm your man
.

Mientras acercaba el chocolate caliente a los labios, Iris se encontró repentinamente bien. De algún modo, se sentía acogida por aquellos extraños del café que se comunicaban a través de susurros.

Entrecerró los ojos mientras traducía mentalmente la canción de ese cantautor de Quebec que había sido cocinero en un templo zen —lo había leído en una revista— antes de regresar a los escenarios. La balada decía más o menos:
Sí quieres un médico, examinaré cada pulgada de ti. Si quieres un conductor, ya puedes subir. 0 si eres tú quien quiere llevarme de paseo, sabes que puedes porque

—… soy tu hombre.

Iris abrió los ojos asustada.

Creía haber oído aquella voz masculina y grave en sus pensamientos, pero lo cierto era que había un hombre sentado a su mesa, justo enfrente de ella. La contemplaba con curiosidad, mientras apoyaba la barbilla sobre el reverso de su mano. Debía de tener más o menos su edad, aunque los cabellos ligeramente grises le conferían un aire más maduro de lo que revelaba su piel, libre de arrugas.

Lo apropiado hubiera sido pedirle que se marchara inmediatamente —se dijo ella—. Las normas básicas de educación dictan que, aunque un local esté lleno, hay que pedir permiso para compartir mesa. Sin embargo, antes de hacerlo no pudo dejar de preguntar con estupor:

—¿Cómo has adivinado…?

—¿… que traducías la canción? —dijo con la misma voz que ella había oído con los ojos cerrados—. Es lo normal en este café y en esta mesa.

Iris se quedó sin habla unos segundos antes de preguntar:

—¿Qué quieres decir?

Enseguida se arrepintió de haberle tuteado, pero de algún modo aquel hombre le transmitía confianza. Era como si no le resultara del todo desconocido.

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