Read El mejor lugar del mundo es aquí mismo Online
Authors: Francesc Miralles y Care Santos
Tags: #Drama, Fantástico, Romántico
Animada por estos pensamientos, y también porque se sentía un poco culpable por mentirle a Olivier, preguntó:
—¿Por qué crees que tu vida es insoportable?
—Es aburrido incluso contarlo —hizo una pausa—. ¿A ti no te pasa a veces que te aburre tu propia vida?
—Supongo que sí. Pero debe de ser porque tengo un trabajo muy rutinario.
—No tiene nada que ver. Creo que todos nos aburrimos de nosotros mismos y de nuestras rutinas, por fabulosas que sean. Una vez me dijo alguien que el aburrimiento se cura imaginando que tu propia muerte está muy cerca. Tal vez podríamos intentarlo. Imaginar que nos queda poco tiempo de vida. Pensar en qué lo aprovecharíamos.
Iris también comenzaba a encontrar aburrida aquella conversación. Pero como no se atrevía a decir nada, Olivier continuaba hablando, y su voz sonaba débil, como si se avergonzara de lo que estaba proponiendo:
—Imagina que sólo nos quedan tres meses de vida y que los vas a emplear en hacer diez cosas a las que no quieres renunciar. Podríamos pensar en esas diez cosas. ¿Te apetece?
Un silencio profundo fue más elocuente que cualquier palabra que Iris pudiera haber dicho.
—Perdona, me estoy poniendo pesado con estas cuestiones tan metafísicas. No quería marearte.
Iris se dio cuenta de que le había ofendido y se apresuró a decir algo:
—No me mareas. Es sólo que estoy muy cansada.
—Claro. Lo siento. Buenas noches. Llámame cuando quieras.
Y colgó.
Iris se quedó un momento pensativa: a veces la timidez hacía parecer a Olivier un ser frágil. En el fondo, continuaba siendo el mismo que conoció en el refugio, veinte años después. Bajo su caparazón de hombre maduro asomaba constantemente el jovencito inseguro. Eso le gustaba de él, aunque no quisiera reconocerlo.
Cuando colgó el teléfono no tenía la menor intención de hacer la lista de las diez cosas que le había propuesto. Sin embargo, a medida que avanzaban los minutos comprobó que no lograba apartar la idea de su cabeza. ¿Qué haría si le quedaran sólo tres meses de vida? ¿A qué sería capaz de renunciar y a qué no? Una vez había leído en un viejo libro de aforismos religiosos: «Vive cada día de tu vida como si fuera el último».
Tomó un papel y un bolígrafo y comenzó la lista. Escribió:
DIEZ COSAS QUE HACER ANTES DE MORIR
• Encontrar a Luca (aunque sólo sea para despedirme de él).
• Besar a alguien a quien ame (y que me ame) con locura.
• Ver una nevada descomunal.
• Probar la comida japonesa.
• Reír a carcajadas como una loca.
• Ir al concierto de un grupo de música que me guste.
• Vender el piso de papá y mamá.
• Dejar el trabajo.
• Tener una amiga de verdad.
• Teñirme el pelo de rojo.
Observó la lista con extrañeza. Al leer y releer sus mayores deseos, tuvo la impresión de que ninguno de ellos era muy difícil de cumplir, y sintió el enorme deseo de comenzar inmediatamente.
El sueño la venció antes de que pudiera plantearse cómo.
T
al como le había prometido, el lunes por la mañana Ángela se presentó acompañada de un señor alemán altísimo que deseaba ver el piso. El y su esposa, un matrimonio jubilado y sin hijos, buscaban algo por el barrio. El cliente exigió ver hasta la última tubería y el último interruptor.
—Intentaré convencerle de que en esta zona no van a encontrar otro como éste —le susurró Ángela mientras el visitante echaba un vistazo a la terraza—. ¿Qué te juegas a que lo consigo? No sería la primera vez. ¿Te he contado que antes de trabajar aquí era peluquera?
Iris negó con la cabeza.
—Tenía una fama… Cuando una clienta llegaba pidiendo sólo un corte de pelo y terminaba poniéndose extensiones de colores, todos sabían que había pasado por mis manos.
Iris la creyó. Ángela exhibía una simpatía explosiva que no dejaba a nadie indiferente.
Aprovechando que el alemán se entretuvo midiendo una de las habitaciones, Iris le formuló la pregunta que llevaba horas rondando por su cabeza:
—¿Conoces un café en el barrio que se llama
El mejor lugar del mundo es aquí mismo
?
—No me suena —respondió Ángela—, ¿dónde está?
Iris le detalló la ubicación que tan bien conocía. Ángela ni siquiera la dejó terminar.
—Ese local no es ningún café, sino un antiguo almacén. Está vacío desde hace no sé cuánto. ¿Te interesaría verlo? Tengo las llaves.
Asombrada, Iris ni lo dudó.
—¿Podrías enseñármelo?
—Por supuesto. Le diré a mi jefe que eres una posible compradora. No hay problema. Lo ha visto mucha gente, pero nadie se lo queda.
—¿Por qué? ¿Cuál es el problema?
—Espera a verlo y lo sabrás.
Nada más despedir a los clientes, Iris dejó a
Pirata
un cuenco lleno de comida. Luego se marchó al trabajo, donde supuso que la esperaba una jornada dura y llena de reproches.
No se equivocó. Después de que no acudiera a trabajar para ir a adoptar a un perro, su jefe estaba resentido con ella. Se notaba en la tensión que se generaba cada vez que le dirigía la palabra. Por suerte, no le hablaba muy a menudo.
Por lo demás, la jornada fue tan aburrida como de costumbre. Hubo oleadas de llamadas y los habituales oasis sin ellas. En uno de los momentos de máximo aburrimiento, sintonizó una emisora de radio por Internet y se entretuvo un poco escuchando la letra de una canción que le gustó:
Dreams are ready
to be true.
Just make them happen:
This life is a blank page
Write here what you want.
[6]
Como si fuera la banda sonora de su vida allí y entonces, una llamada entró mientras terminaba de escuchar aquella envolvente melodía.
Al principio no reconoció la voz masculina que entró por los auriculares desplazando la música:
—Quisiera informarme acerca de un seguro.
—Muy bien —contestó Iris con su tono más profesional—. ¿Qué clase de seguro?
—¿Cuál me recomienda? Soy hombre, estoy sano y soltero. Conduzco un coche pequeño y tengo enormes ganas de vivir por primera vez en mucho tiempo. Y todo gracias a una chica.
Iris reconoció la voz.
—¿Olivier?
—¿Necesitas también los apellidos?
—¿Qué estás haciendo?
—Ya que no consigo verte de otro modo, he decidido hacerme un seguro. Me gustaría hablarlo personalmente contigo.
—¡Estás loco!
—Completamente de acuerdo. Por ti. ¿Cuál me aconsejas? He pensado que uno de vida estaría bien. Por cierto, ¿hiciste los deberes?
—No puedo hablar ahora. Estoy bloqueando la centralita.
—¡Pero es una cuestión de trabajo!
—Tendría que pasarte con uno de nuestros agentes.
—Yo no tengo nada que decirle a uno de vuestros agentes.
—Es lo que se hace normalmente. Necesitas información.
—Pensaba que tú podrías informarme de todo.
—Deberías pasarte por aquí.
—¡Eso está hecho! ¿A qué hora sales?
—A las nueve y media.
—Entonces vengo a las nueve, me informas de todo y luego te invito al bar hawaiano. No valen excusas.
Iris estaba sonriendo, aunque él no pudiera verlo. Recordó de nuevo la letra de la canción y pensó que había llegado el momento de escribir algo que valiera la pena en la página en blanco de su vida. O, por lo menos, de intentarlo.
—Muy bien —contestó—, pero en lugar de combinados hawaianos preferiría comida japonesa.
—Perfecto. Soy experto en sushi y sashimi. Te veo a las nueve, princesa.
Durante lo que quedaba de jornada laboral, Iris no pudo borrar la sonrisa de sus labios. Ni siquiera cuando su jefe le recriminó que hubiera bloqueado la centralita. Y no precisamente de buenos modos.
O
livier había reservado mesa en el Ojiro, un restaurante japonés recién inaugurado en el centro de la ciudad.
—He pensado que en una ocasión así bien merecía la pena salir de tu barrio —le dijo con su voz suave, nada más arrancar el motor del coche.
Había poco tráfico a esas horas y en lunes. En menos de un cuarto de hora traspasaron la puerta de diseño del local y se adentraron en un mundo que para Iris era totalmente nuevo.
Les asignaron una mesa en un rincón. La carta estaba escrita en japonés y en español, pero Iris no entendía nada en ninguno de los dos idiomas.
—Elige tú—le dijo, claudicando.
A Olivier pareció encantarle la idea. Cuando se acercó la camarera, vestida con un elegante kimono, se encargó de pedir algunos de los platos de la carta y un par de cervezas japonesas. Lo dijo con una seguridad que Iris no le había descubierto todavía.
—Tomaremos sopa de miso seguida de tres platos, como en una comida japonesa tradicional —le explicó.
—¿Tres platos?
—Sí, lo aprendí durante el año que viví en Osaka, en un intercambio universitario de la facultad de veterinaria. Los japoneses dan mucha importancia tanto a la elección de las materias primas como a la presentación. Los tres platos de nuestra cena están elaborados con tres técnicas diferentes —hizo una pausa para mirarla fijamente, como si calibrara la conveniencia de continuar, o temiera meter la pata; luego, prosiguió—: el primero se sirve crudo, el segundo está poco cocinado y el tercero requiere una elaboración lenta. Para ellos, es un modo de recordar que en la vida todo tiene valor: lo simple pero valioso, lo que podemos conseguir a corto plazo y lo que tardamos mucho tiempo en lograr. Al final, todo termina con una taza de té verde y amargo, como la muerte.
—¿Y qué sería nuestra cena si fuera un solo plato? —se atrevió a preguntar Iris—. ¿Algo crudo, poco cocinado o preparado a fuego lento?
—Está claro. Nuestro reencuentro es un plato de
nabemono
. Es decir, un suculento guiso hecho en una cazuela durante largas horas de cocción. Mucho más que eso: esta cena ha necesitado casi veinte años para gestarse.
—¿Y qué vendrá después del té verde? —preguntó ella con falsa ingenuidad.
—Eso nadie puede saberlo. Lo importante es llegar al té estando saciado, porque después ya no hay vuelta atrás.
—¿Qué quieres decir?
Iris observó que hablar de aquello infundía a Olivier una curiosa seguridad. Incluso su voz sonaba más firme:
—Que nadie consigue una muerte feliz si siente vacío el estómago de la vida. ¿Sabes que hay gente que incluso ha regresado de la muerte para terminar algo que dejó a medias? Antes de marcharte, debes hacer las paces con el mundo y con la gente a la que quieres. Empezando por ti mismo.
—¿Opinas entonces que morir nos importará menos?
—Claro. Si la vida ha sido plena, morir se vive como algo natural. El té caliente tras un buen almuerzo.
Tras unos segundos de silencio, llegó la camarera cargada con una bandeja.
—¡Me gusta la idea de ver la vida como un almuerzo! —exclamó Iris—. ¿Y yo? ¿Qué tipo de plato soy?
Le pareció que le temblaba un poco la voz, como a un adolescente que se declara por primera vez, al decir:
—Tú eres un bol repleto de arroz blanco. Algo que nunca puede faltar. Sencillo pero nutritivo. Ni muy cargante ni muy ligero. Valioso en su propia naturaleza, ya que tiene la capacidad de absorber todos los sabores de la vida.
Iris sintió que sus mejillas se sonrojaban. Hacía años que no le ocurría.
Junto a dos toallas calientes y húmedas, la camarera depositó sobre la mesa dos cervezas Ebisu. Se frotaron las manos con las toallas y las dejaron de nuevo sobre la bandeja diminuta.
A continuación, Iris sirvió la bebida y levantó la copa.
—Brindo porque hoy se han cumplido dos deseos de mi lista. Tenía muchas ganas de probar la comida japonesa, y aquí estoy, a punto de hacerlo.
—¿Y cuál era el otro?
—Me he despedido del trabajo.
Olivier esbozó una expresión de consuelo, pensando que sería necesaria.
—Oh, ¡no te preocupes! No me importa lo más mínimo. Es más, ya era hora de que me atreviera a hacerlo. Nunca hubiera pensado que sería capaz. Ya sólo quedan ocho puntos en mi lista de cosas que hacer antes de morir.
—Entonces es una magnífica noticia. ¡Brindemos por ella!
Después del tintineo de las copas y del sorbo correspondiente, Olivier preguntó:
—¿Has pensado en qué vas a ocupar ahora tu tiempo?
—Dormiré, pasearé a
Pirata
, buscaré a un amigo perdido… También espero vender el piso de mis padres. Así podré mudarme a un apartamento donde el pasado no esté por todas partes. Y, si puede ser, desde donde se vea el mar. Es uno de mis sueños.
—Vaya… Veo que se acercan grandes cambios en tu vida. Espero formar parte de ellos.
Iris bajó la vista con timidez.
Olivier le mostró entonces la etiqueta de la cerveza con la que acababan de brindar.
—Esta cerveza te dará suerte, ya lo verás. ¿No has visto cómo se llama?
Iris se encogió de hombros, dando a entender que el nombre de «Ebisu» no le sugería absolutamente nada.
—Ebisu —explicó Olivier— es uno de los siete dioses de la fortuna japoneses. Seguro que se encargará de que se cumplan los ocho deseos que aún tienes pendientes.
«Ojalá», pensó Iris mientras bebía un largo trago de la cerveza de la fortuna.
E
l primer día sin obligaciones ni prisas comenzó con
Pirata
observándola con cara de extrañeza. Parecía preguntarse a qué venía tanta holgazanería. ¿No se daba cuenta de que hacía horas que debían haber salido de paseo, como todas las mañanas?
Invadida por una inesperada sensación de serenidad, Iris se preparó un té verde y se sentó a la mesa de la cocina para tomárselo sin prisa. Luego se dio una ducha, se puso ropa cómoda —nada que ver con el tipo de prendas que llevaba para ir a la oficina— y buscó la correa de
Pirata
.
Al llevarse la mano al bolsillo, tropezó con el reloj estropeado. Lo acercó a su oreja para comprobar que aquel tictac lejano y extraño continuaba latiendo. Por incomprensible que fuera, algo en el corazón del reloj continuaba vivo.
«Creo que lo llevaré a reparar», se dijo mientras abría la puerta.
Fue un paseo más largo de lo habitual. Como a esa hora apenas había nadie en el parque, dejó libre a
Pirata
para que olisqueara a su antojo los matorrales. Se sentó un rato a disfrutar de la mañana despejada y fría mientras se envolvía en el abrigo.