El médico de Nueva York (35 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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Los habitantes de Nueva York vivían pendientes de los acontecimientos políticos, que se sucedían con mucha rapidez. Parecía que Su Majestad, o por lo menos sus oficiales más antiguos, estaban de acuerdo con John Adams, el delegado del congreso continental de Massachusetts, en que Nueva York era la clave del continente. Era esencial controlar las dos orillas del North River. La ciudad estaba repleta de abejas trabajadoras que erigían barricadas y demás para evitar que los británicos se hicieran con el North River.

Sin duda las fuerzas de Su Majestad planeaban una incursión. Era harto sabido que el general William Howe había llegado de Halifax con más de cien barcos británicos y que se esperaba la arribada de más barcos para dentro de unos días. El hermano mayor del general, el almirante Richard Howe, había llegado de Inglaterra con más soldados.

Tras el almirante Howe se presentó el también almirante Peter Parker, de Charleston, con sus barcos. Todas las naves se hallaban atracadas en el puerto, a la espera. El ejército británico, que incluía nueve mil mercenarios alemanes, constaba de treinta y dos mil hombres.

Rumores de diversa índole flotaban en el aire cual pelusa de diente de león. El sábado 29 de junio, el cauto congreso provincial había decidido aplazar la reunión para el 2 de julio; la reunión se celebraría en el palacio de justicia de White Plains, situado a una distancia prudencial de la ciudad sitiada.

Tonneman había estado de guardia día tras día, noche tras noche. Ahora que la ciudad estaba llena de soldados, se le reclamaba para que atendiera piernas rotas, laceraciones, disparos —a propósito o accidentales— y enfermos de disentería. La amenaza en invierno había sido la gripe; ahora, en verano, los ciudadanos se veían amenazados por la fiebre amarilla.

A causa de la escasez de médicos, todo el mundo aceptaba a Mariana como sustituta de Tonneman. Cuando él se encontraba fuera, los pacientes accedían gustosos a que Mariana los visitara. Cada día lo hacía mejor. El día anterior, «la chica curadora», según había empezado a llamarla la gente, había entablillado divinamente el brazo de un chico y asistido a una parturienta, dado que no se había localizado a ninguna comadrona.

Cerca de la propiedad de De Lancey, una columna de polvo indicó a Tonneman que por allí habían pasado muchos hombres. Goldsmith le había mostrado una octavilla que informaba de que los lealistas estaban acampados en las colinas, a la espera de partir hacia Canadá.

Le adelantó una compañía de soldados.

—¿Adónde vais? —preguntó Tonneman al último soldado de la fila.

El soldado se encogió de hombros.

—A Kingsbridge. Hemos sabido que las tropas británicas han abandonado Boston y se dirigen hacia Nueva York.

Tonneman espoleó a
Chaucer
para llegar cuanto antes a casa. Se metió en la cama enseguida y se quedó dormido mientras el general Howe cruzaba el estrecho.

68

Martes 2 de julio. Mañana

En Filadelfia, donde el calor cubría la ciudad cual capa de humedad pesada, las trece colonias americanas empezaron a votar.

Cuarenta y nueve miembros del congreso continental escucharon la resolución escrita por el joven Thomas Jefferson, de Virginia, cuyas últimas palabras rezaban:

«... Que estas colonias unidas son, y por derecho deberían ser, estados libres e independientes; que están absueltas de cualquier vínculo con la Corona británica y que deben disolverse por completo los vínculos políticos con el estado de Gran Bretaña; que, como estados libres e independientes, tienen derecho a declarar la guerra, firmar la paz, hacer alianzas, establecer comercio y realizar cualquier acto. Y para apoyar esta Declaración, confiando plenamente en la divina providencia, hemos prometido, de común acuerdo, entregar nuestra vida, nuestras fortunas y nuestro honor sagrado.»

Nueve estados votaron a favor, y dos en contra. Delaware empató. El estado número trece, Nueva York, no se comprometió; sus delegados esperaban las instrucciones del congreso provincial, a la sazón reunido en White Plains.

En la ciudad de Nueva York pistolas, tambores y campanas de iglesias advertían de la inminente llegada de los británicos. Mientras tanto, los miembros del tercer congreso provincial de Nueva York, reunido en White Plains, no lograban ponerse de acuerdo.

Washington se preparaba para recibir al enemigo. El general envió un regimiento a Paulus Hook, en Nueva Jersey, exactamente frente al puerto de Nueva York. El general Israel Putnam, por su parte, condujo a sus hombres a Staten Island para recibir a la infantería enemiga.

Goldsmith llevó a Rutgers Hill una octavilla en que se conminaba a los habitantes de Long Island a prepararse para la lucha.

El comité de seguridad acusó al alcalde destituido, David Matthews, de «planes peligrosos, conspiración y traición contra los derechos y libertades de los americanos». Asimismo se le acusó de conocer, o estar involucrado, en el complot del gobernador Tryon para asesinar al general Washington y volar el fuerte. Tryon fue condenado a pena de muerte; fue escoltado hasta Litchfield, Connecticut, donde fue encarcelado a la espera de que se ejecutara la sentencia.

69

Jueves 4 de julio

En Filadelfia, una tormenta repentina refrescó el ambiente. La Declaración debatida durante más de tres semanas fue finalmente aceptada; doce votos a favor y una abstención.

El único estado que se abstuvo fue Nueva York.

70

Martes 9 de julio. Primera hora de la tarde

El calor había disminuido. Una suave brisa agitaba las hojas de los árboles del Common. Tonneman y Mariana paseaban tranquilamente, ajenos a que la gente que conocía a la familia Mendoza se divertía al ver a la joven vestida por primera vez con ropas femeninas.

En menos de un mes, Mariana se convertiría en la esposa de Tonneman. La deseaba con toda su alma. Aún no acababa de comprender cómo al principio la había confundido con un chico.

No sólo Mariana ocupaba sus pensamientos. El día anterior el cuarto congreso provincial de Nueva York había votado finalmente a favor. En cuanto los delegados de Nueva York en el congreso continental hubieron cambiado su abstención por el voto afirmativo, la Declaración fue aceptada por unanimidad.

Mariana le apretó el brazo; Tonneman la miró. La pasión que despedían sus ojos negros le envolvieron cual nube ardiente. Estaba excitado. Se preguntó qué ocurriría si se la llevaba a Rutgers Hill ese mismo día. Si dentro de un mes ya se habría convertido en su esposa, poco importaba lo que hicieran esa tarde.

De pronto se oyó un ruido ensordecedor de botas y cascos de caballo. Se levantó una espesa polvareda. Era como si el ejército del general Washington en pleno hubiese irrumpido en el Common.

Los soldados de infantería formaron un gran círculo. En el centro, el general Washington y sus oficiales desmontaron. A la izquierda se situaron el abanderado y el pregonero público. El primero mostró orgulloso la bandera de la revolución: en el extremo superior izquierdo aparecían las cruces rojas, blancas y azules de la Unión, y el resto estaba ocupado por trece rayas rojas y blancas que representaban las trece colonias.

El general Washington exclamó:

—Ordeno que se lea en voz alta la Declaración de Independencia a las tropas.

El pregonero dio un paso al frente.

—Escuchad todos; se trata del anuncio del congreso continental.

—Al fin ha llegado —comentó Tonneman con excitación.

Las campanas de las iglesias comenzaron a repicar, atrayendo a hombres, mujeres y niños al Common. El pregonero carraspeó y empezó a leer lo que acababa de llegar de Filadelfia:

—«Cuando, en el curso de la historia, se hace necesario que un pueblo rompa los lazos que le unen con otro y que asuma, entre los poderes de la tierra, la condición de separación e igualdad que las leyes de la Naturaleza y de Dios le han otorgado por derecho, el respeto a las opiniones de la humanidad requiere que declare las causas que le mueven a separarse.

«Consideramos que estas verdades son incuestionables, que todos los hombres nacemos iguales...»

Los congregados, que habían escuchado en silencio, prorrumpieron en vítores.

—¡Viva!

—Amén.

—¡Bravo!

Tonneman se quitó el sombrero y se mesó el cabello.

—¡Por fin!

Ben se abrió paso entre la multitud; estaba radiante de felicidad.

—Hermana, John, hoy es un día para estar vivo. ¿Lo notáis?

Abrazó a Tonneman y besó a Mariana.

Tonneman asintió.

—Espero que estemos a la altura de las circunstancias. Los ingleses jamás tolerarán esta declaración de independencia. Están preparados para atacar. Confío en que nosotros también estemos preparados.

—Jamás pisarán Nueva York —intervino un comerciante.

—Espero que tenga usted razón.

Mariana sintió escalofríos y se echó el chal sobre los hombros.

—Ahí está Joel —exclamó Ben—. Me voy.

Oso
Bikker, a lomos de su caballo, divisó a su pariente entre la multitud y le llamó a voz en grito.

Tonneman, sonriendo, dirigió la atención de Mariana hacia el gigante montado que, con un nuevo tricornio azul y chaqueta del mismo color, parecía todo un soldado. Se abrieron paso entre los congregados en dirección a Bikker.

—Mariana Mendoza, mi primo
Oso
Bikker, de Haarlem. Oso, te presento a mi futura esposa.

Oso se quitó el tricornio, sonriendo.

—Asistiré a la boda para darte la bienvenida a nuestra familia. Hoy mismo mi compañía abandona el campamento Bayard en dirección a Kingsbridge. —Dio unas palmaditas al rifle que guardaba en la alforja—. Le llamo «belleza». Lo gané en una partida de dados hace quince días. Es mucho mejor que ese viejo mosquete que tenía. —Echó a reír—. Gané a un par de tipos de ciudad que creyeron poder engañar a un campesino.

Oso
Bikker dio un abrazo a cada uno, volvió a montar y se alejó.

El pregonero seguía leyendo:

—«La Declaración fue, por orden del congreso, copiada y firmada por los siguientes miembros: John Hancock...»

Mientras el pregonero leía en voz alta la lista de nombres, Tonneman cogió a Mariana de la mano, y se alejaron del Common en silencio.

Al cabo de unos minutos Mariana exhaló un profundo suspiro.

—Sé que no debería sentirme feliz en estos momentos, cuando la guerra se avecina. Pero estoy contenta de saber quién mató a Gretel y las demás, y de que colgaran al asesino.

—Ni sabía el nombre de Gretel —señaló Tonneman, visiblemente apenado.

Mariana le apretó la mano.

—Nuestra primera hija se llamará Gretel.

Tonneman contempló a la mujer tenaz con quien iba a pasar el resto de su vida.

—Nuestro primer hijo será un varón, y le llamaremos Peter.

—Nuestra hija Gretel será médico.

—Nuestro hijo Peter será médico.

Se volvieron al oír gritos y pasos. Todo el mundo corría, tanto soldados como ciudadanos... Portaban escaleras, palancas, martillos y cuerdas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tonneman—. ¿Es que los ingleses...?

Un albañil se volvió y, sin detenerse, respondió:

—¡Vamos a derrocar al rey Jorge! Venid con nosotros a Bowling Green.

En Bowling Green, frente al fuerte, la estatua ecuestre del rey Jorge, vestido cual emperador romano, se alzaba sobre un plinto de mármol. Un grupo de personas danzaba a los pies del rey Jorge, pero no en actitud de súplica; observaban la figura real con ojos insolentes y le dedicaban gestos groseros.

Pronto Bowling Green se llenó de gente —viejos, mujeres, niños...— que no dejaban de hablar, reír, cantar, proferir maldiciones... para festejar el derrocamiento del rey.

La multitud no se diferenciaba mucho de la que había presenciado la ejecución de Hickey; un viejo escribía en el plinto de la estatua: «Muerte al rey.»

Los ciudadanos se mostraban algo indecisos. Alguien exclamó:

—¡Ahora, en lugar de que nos gobierne el loco Jorge Hanover, nos gobernará el loco George Washington!

—Acabo de salir de la cárcel.

—Todos acabamos de salir de la cárcel.

De repente las palabras se convirtieron en actos. Obedeciendo las órdenes de los milicianos blancos, esclavos negros apoyaron las escaleras contra la estatua y lanzaron cuerdas alrededor de la estatua. Luego, con un «viva» y un estirón entusiástico, el rey Jorge cayó del caballo.

Un miliciano vociferó:

—¡Haremos lo mismo con el de verdad, si conseguimos ponerle las manos encima!

A continuación desmembraron el cuerpo de bronce y distribuyeron los trozos entre los congregados para que se los llevaran de recuerdo.

La gente formó un gran círculo alrededor de la estatua; los recién llegados, al comprobar que el caballo estaba vacío, no podían reprimir la risa. Los niños y los perros hacían cabriolas. Sonaron fuertes aplausos. Otros niños danzaban en corro y cantaban
Yankee Doodle.

Como por arte de magia, el aire se llenó de olor a ostras y almejas fritas, patatas y maíz asados. Como el día de la ejecución de Hickey, los hombres se pasaban botellas de
grog.
Muchos se abrazaban y bailaban.

—Esto es una infamia —exclamó un lealista valiente—. Está desapareciendo un estilo de vida.

Un joven patriota se acercó al lealista y le mostró el puño. Otro patriota apartó a su camarada.

—Déjale. Todos sabemos que lo que dice no es verdad —terció el segundo patriota con fervor—. Cuando algo está podrido, ha de ser extirpado y destruido. Ha llegado el momento de bailar por las calles.

Una pareja de ancianos colocó una vela encendida al pie de la estatua y rezó ante ella mientras varios hombres acababan de destruir el plinto.

Mariana apretó la mano de Tonneman, que estaba absorto contemplando cuanto ocurría alrededor. Los neoyorquinos se asomaban a las ventanas profiriendo gritos de apoyo.

Los ciudadanos desfilaron por las calles de Nueva York con los trozos del cuerpo real, vociferando:

—Fundiremos este plomo y fabricaremos balas para los mosquetes americanos.

Un jinete atravesó la cabeza del rey, que había perdido la corona de laurel, con una lanza y se paseó con ella para divertimiento de los juerguistas. Fue llevada hasta el fuerte, rebautizado como fuerte Washington, y exhibida delante de la taberna Blue Bell.

—Ben tiene razón —dijo Tonneman, inclinándose hacia Mariana—. Es una época para estar vivo.

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