El médico de Nueva York (28 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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No lo tendrían fácil. Los judíos sólo se casaban con gente de su misma religión.

Consultó el reloj. Eran casi las siete. Dejó el reloj en el escritorio, bebió la copa de oporto y tapó con corcho la botella. Había estado de suerte; un paciente
tory
le había regalado la botella en agradecimiento por haberle aliviado los dolores reumáticos. Cogió la vela y entró en la consulta.

Un hombre rechoncho con peluca blanca se quitó el tricornio y entró en la consulta.

—¿Señor?

Llevaba un abrigo azul del mejor macué; la chaqueta de terciopelo verde y los calzones a juego también parecían valer mucho dinero. La cara del hombre le resultó familiar. Ben se parecería a ese hombre de mayor, y posiblemente los hijos de Mariana también.

—Soy David Mendoza —anunció el hombre cerrando la puerta.

—¿Está usted enfermo, señor? —preguntó Tonneman alarmado. Se preguntó si los problemas que había vaticinado empezaban a plantearse ya.

—No, señor, no estoy enfermo —respondió mientras curioseaba alrededor.

—¿Se trata de su esposa? Ahora mismo cojo la bolsa.

—Mi esposa está mejor que nunca, señor.

—¿Entonces? —Tonneman guardó silencio. Mendoza lo miraba fijamente, pero no parecía furioso—. ¿Le apetece un poco de oporto?

—Sí —contestó, desprendiéndose de la bufanda de lana verde.

—¿Le importa acompañarme a la cocina?

Mendoza lo siguió hasta el estudio. Una vez allí, dijo:

—Prefiero quedarme aquí.

Comenzó a mirar los libros de medicina de las estanterías.

Tonneman abrió el armario para coger un par de copas y comprobó, con gran satisfacción, que todas relucían. Molly desempeñaba su nuevo trabajo con gran empeño. Ella y Quintin se ocupaban de la casa casi tan bien como Gretel.

No pasaba día sin que se acordara de la mujer que le había criado, y sin que llorara su muerte violenta.

Tomó las copas y regresó al estudio. Mendoza leía el libro
Sentido común.
El mercader dejó el tratado en el escritorio de Tonneman.

—Por favor, señor —dijo Tonneman, señalando la silla delante del escritorio—, siéntese. —Mendoza tomó asiento y observó, quizá divertido, cómo su anfitrión llenaba las copas. Tonneman se sentó detrás del escritorio y levantó la copa—. Por la libertad, señor Mendoza.

—Por la libertad, señor Tonneman, y por la vida. —Mendoza apuró el vino de un trago y dejó la copa sobre la mesa—. ¿Se ha enterado de la noticia?

Tonneman se rascó la cabeza.

—¿Se refiere al barco de guerra inglés que hay en el estrecho?

—Sí. El rey de Inglaterra parece dispuesto a entrar en nuestros hogares.

—Eso parece.

—«El más pobre de los hombres tiene que desafiar, desde su hogar, a la Corona. Por frágil que sea (aunque el tejado esté a punto de venirse abajo, entre el viento y la lluvia), el rey de Inglaterra no podrá entrar; por poderoso que sea, no osará traspasar el umbral de ese hogar que se derrumba.» Cito las palabras de William Pitt en el parlamento hace doce años. ¿No le asustan los barcos de guerra que hay en el estrecho?

Tonneman esbozó una sonrisa.

—No soy tan valiente como para no temerles. Estoy agotado; he estado trabajando desde primera hora de la mañana.

—Mi hija afirma que es usted muy valiente.

Tonneman tenía la cabeza completamente despejada.

—¿Le ha hablado Mariana de mí?

—Todo a su debido tiempo, joven. El barco inglés de que hablábamos se llama
Mercurio.
Ha traído a sir Henry Clinton desde Boston con trescientos soldados a su mando.

—¿Cómo sabe todo esto?

—Mis amigos
tories
disfrutan asustándome con esa clase de información. La única esperanza que nos quedaba era que el hielo detuviera a Clinton, pero no ha sido así. Está a punto de llegar. Más de los nuestros abandonan la ciudad. El hielo no ha detenido a sir Henry, pero el frío y la nieve que cubre los caminos nos traerán más de una desgracia.

Tonneman no estaba seguro de si con «los nuestros» Mendoza se refería a los judíos o los patriotas.

—También tengo buenas noticias. El general Charles Lee ha llegado a Nueva York para salvarnos. Le envía el general Washington para que supervise la construcción de nuestras defensas.

—Gracias por haberse guardado las buenas noticias para el final.

—Por desgracia, el general Lee no llegó al frente de los voluntarios de Connecticut, sino en litera. Aun así, entiendo que es un buen general y que nos ayudará.

—Creo que son demasiadas noticias para un solo día. Debería publicarlas en un periódico, señor. Estoy en deuda con usted.

—No, doctor Tonneman, yo sí estoy en deuda con usted.

—¿Señor?

—Mi agradecimiento llega con dos meses de retraso. Mi hijo, Benjamín, me ha comentado que usted le salvó la vida.

—Tuve un ayudante muy capaz —explicó Tonneman con prudencia.

Mendoza miró al doctor directamente a los ojos.

—He venido para hablar sobre mi hija, señor.

Tonneman enmudeció. De repente tuvo la sensación de que hacía mucho calor en el estudio.

—¿De su hija, señor?

—Aún es mi hija, señor, a pesar de su peculiar comportamiento, de su afición a vestir ropas masculinas y de su estrecha relación primero con su padre y ahora con usted. Además, es la única que tengo. Su madre y yo estamos preocupados por su futuro. —Se llevó la copa a los labios y, al percatarse de que estaba vacía, volvió a dejarla en la mesa, algo incómodo.

Tonneman le sirvió más oporto. Él también se sentía incómodo.

Mendoza sorbió un poco de vino y luego se enjugó los labios con el dedo.

—Soy un hombre con recursos, señor, y cuando esta guerra haya terminado y los ingleses se hayan marchado, podré entregar a mi hija una provechosa dote.

Tonneman se levantó de la silla y se inclinó hacia Mendoza, apoyando las palmas sobre el escritorio.

—Me casaría con ella aunque no tuviese dote, señor. —Se sentó bruscamente, atónito por lo que acababa de declarar—. ¿Desea ella casarse conmigo?

Mendoza sonrió.

—Es una buena chica, pero muy independiente. Me temo que no sería una buena esposa...

—Pero ¿quiere ella casarse conmigo?

—Sí, señor. —Mendoza se puso en pie y tendió la mano—. El próximo mes cumplirá quince años, la misma edad que tenía su madre cuando se casó.

Tonneman quedó sin habla. Se levantó y estrechó la mano de su visitante.

—Ya sabrá, supongo, que no soy judío.

Mendoza se envolvió con la bufanda y se caló el tricornio.

—Vivimos en una época especial y todos nosotros debemos confiar en los hombres buenos.

Tonneman acompañó a Mendoza hasta la puerta de la consulta. Éste abrió la puerta y se volvió hacia el doctor; los ojos le brillaban.

—Para ti y para los tuyos, no eres judío, pero para mí sí lo eres.

—¿Señor?

Mendoza salió. Examinó atentamente el color del cabello y la tez de su futuro yerno.

—Ve a buscar los huesos de tu antepasado holandés Pieter Tonneman y su esposa; no los encontrarás en el cementerio cristiano —sentenció con infinito placer.

50

Miércoles 14 de febrero. Justo antes de medianoche

Hacía un frío terrible. Hickey salió de la cervecería Benson y partió en dirección al Collect, silbando
Yankee Doodle
y pensando que no tardaría mucho en calentarse.

Había sido un día completo. El alcalde de Nueva York había anunciado que estaba cansado de su cargo y que deseaba marcharse de la ciudad. ¿Quién era el nuevo alcalde? Hickey reprimió las ganas de reír. El nuevo alcalde era su patrón, el Gordo; el concejal David Matthews, por la gracia de Su Majestad el rey, y con la bendición del gobernador Tryon. «Que os den por el saco, patriotas.»

De hecho, habían sido quince días completos. Primero, sir Henry Clinton había atracado su barco, el
Mercurio,
en el estrecho; después el general Charles Lee había llegado a la ciudad y un millar de rebeldes habían atacado el fuerte para llevarse el cañón y las municiones. Hickey los había observado desde Bowling Green. Durante todo el día, hombres y niños de todas las edades habían cargado carros y transportado armas hasta el Common.

En la bahía, el capitán del
Fénix,
el barco de Su Majestad, tuvo noticias del ataque, pero no bombardeó las fuerzas rebeldes. Hickey esbozó una sonrisa burlona. ¿Es que el capitán había temido herir tanto al amigo como al enemigo? Ay, si lo supieran los rebeldes.

Mientras tanto, Tryon, el cobarde, continuaba sentado en el
Duquesa de Gordon,
dictando órdenes que eran obedecidas por todos los hombres de Su Majestad. Estaban todos chiflados. El general Lee les exigió que no obedecieran más al gobernador, pero Olivier de Lancey y otros miembros del Consejo protestaron. Seguían aferrados a la Corona. Hickey escupió en el suelo helado. No se diferenciaban mucho de él; cualquiera se vendía al mejor postor.

Inmediatamente después de ser nombrado nuevo alcalde, el Gordo le había enviado un mensaje: había que cambiar de planes. Hickey tendría que estar preparado para partir en cualquier momento, incluso si ese bastardo de Washington no se dignaba a regresar a Nueva York.

Por esa razón, pensó Hickey entre maldiciones, se hallaba él ahí, helándose en medio de la noche. Había pensado en asaltar el polvorín, pero había demasiada vigilancia. Poco le importó. El Señor —o el diablo— ya le había abastecido.

Siguió su camino hacia el norte; llevaba una bolsa muy pesada colgada en la espalda. De vez en cuando se detenía para mirar alrededor y escuchar. Oyó unas voces roncas que cantaban procedentes del campamento Bayard. Se paró y silbó. Si había algún guardia, probablemente estaba borracho o dormido. Hickey esbozó una sonrisa; conocía de sobra las debilidades masculinas. Aun así, procedió con cautela, por temor a encontrarse con el sereno.

Echó a andar por el pantanal helado. Excepto el negro con quien se había cruzado por el camino, la zona estaba desierta. Anduvo con mucha precaución puesto que no llevaba linterna, aunque por fortuna le alumbraba la luna. Además, había estado allí tantas veces últimamente que se conocía el camino de memoria.

La hoguera junto al yacimiento de brea estaba encendida, tal y como había supuesto. Proporcionaba suficiente luz para el trabajo que debía realizar y era perfecta para lo que tenía en mente. Abrió la bolsa.

La nueva pólvora que había fabricado estaba aún por probar. Aunque se hallaba cerca del campamento, ésos eran el mejor lugar y el momento idóneo para hacerlo. Si bien sabía que su bomba funcionaría, le faltaba práctica. Se dijo que esa clase de cosas no se olvidaban tan fácilmente, como echar un polvo. Sonrió y empezó a silbar
Yankee Doodle.

De repente oyó un ruido y se quedó inmóvil.

51

Jueves 15 de febrero. Inmediatamente después de la medianoche

Un ruido sordo despertó a Goldsmith. Se había acostumbrado a dormir abajo, junto a la chimenea, para mantenerse alejado de su esposa y sus continuos reproches. La chimenea no le servía de mucho, puesto que estaba apagada. En realidad, esa noche había decidido dormir en la cama, pero Deborah le había echado alegando que se movía demasiado. No le importó, pues necesitaba estar solo para reflexionar. Además, Gretel no le permitía conciliar el sueño.

Quería cortar algunos árboles al día siguiente con la intención de proveerse de leña y cansarse lo suficiente para dormir por la noche. La pérdida de su empleo, de que tanto se había enorgullecido, estaba matándole. No sólo estaba preocupado porque no podía alimentar a su familia —algo terrible, como sabía el Señor—, sino porque sin trabajo, un hombre no era un hombre entero.

Volvió a oír el ruido. ¿Quién podía ser a esas horas? «¡Oh, Dios, los ingleses!» Agarrando el mosquete, se dirigió hacia la puerta.

—¿Quién es?

—Quintin.

Goldsmith abrió. La luz de la lámpara de Quintin le deslumbró.

—¿Qué ocurre?

—He vuelto a ver a ese hombre.

—¿Qué...? ¿El soldado?

—Sí, señor.

—¿Dónde?

—En el Collect.

Goldsmith buscó frenéticamente las botas.

—Espera —indicó mientras entregaba el mosquetón a Quintin y subía arriba.

—Daniel, ¿qué ocurre? ¿Los ingleses?

—Duerme.

Encontró las botas debajo de la cama y se las calzó.

Deborah, con aspecto fantasmal, estaba sentada en la cama, cubierta con una manta y luciendo un gorro de dormir blanco.

—Vas a visitar a esa mujer. Lo sé todo. Louise Bauer me contó que te vio rondar por la «tierra sagrada». No quise creerla, pero ahora comprendo que tenía razón.

—Tranquila, mujer —dijo Goldsmith al tiempo que abría la puerta del dormitorio.

—¿Cómo osas hablarme así? ¡Madre!

La siempre honrada Esther salió de su habitación con una vela y se interpuso en el camino de su yerno.

—¿Estás haciendo daño a mi hija?

Goldsmith clavó la vista en el techo y preguntó desesperado:

—¿Qué he hecho yo para merecer esto?

52

Jueves 15 de febrero. Pasada la medianoche

Sin moverse ni respirar, Hickey trató de distinguir algo en la oscuridad. Transcurrieron unos minutos sin que el ruido se repitiera. Se encaminó hacia la cabaña y entró. Estaba vacía. Regresó junto a la hoguera.

Hickey comenzó a cavar un hoyo. Gracias al calor de la hoguera, la tierra no estaba helada. No hacía falta que el hoyo fuera muy hondo o ancho; sólo lo bastante grande para albergar un cartucho que posteriormente llenaría de pólvora y cuya mecha —rociada con salitre y alcohol— encendería con una cerilla.

Cavó un canal desde la hoguera hasta el hoyo y se apresuró a taparlo con un ladrillo. Sacó una botella de licor de melocotón del abrigo y contempló su obra. Lamentaba que su experimento tuviera que ser tan insignificante. Le habría encantado hacer volar por los aires el polvorín o, mejor aún, esa maldita bandera de la libertad que ondeaba en el Common.

Se convenció de que no estaba nada mal empezar por ahí. Saboreó el licor. Realizaba ese trabajo porque le divertía. Le agradaba la idea de probar esa pólvora tan cerca del campamento Bayard, a menos de un palmo del ejército rebelde.

Silbando su melodía preferida, Hickey introdujo el cartucho en el hoyo y reemplazó el ladrillo por una cuña de madera y brea. El fuego, finalmente, consumiría la cuña. Cuando eso sucediera, la llama recorrería el canal hasta la mecha, la cual se encendería y...

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