Read El médico de Nueva York Online
Authors: Maan Meyers
La puerta del reservado de Bushnell se abrió de golpe, el hombre se asustó. Por suerte, fue lo bastante rápido como para esconder el vaso.
—Sal.
—No; no quiero.
—Tienes que salir. Alguien más quiere el reservado.
—He pagado por él.
—No lo suficiente.
—Pagaré más.
Los del reservado contiguo alzaron la voz. Bushnell deseaba escuchar la conversación que mantenían al precio que fuera. Se vació los bolsillos.
—¿Cuánto quieres?
—Demasiado tarde. Hay un tipo cuya mujer ya ha llegado. Me ha dado un chelín.
Bushnell recogió las monedas, salió de la habitación y se entretuvo un rato en el bar. Hickey salió al cabo de poco. Bushnell siguió al soldado atezado hasta Little Dock Street. Observó que entraba en la carnicería Gunderson. Aguardó fuera más de una hora, con la esperanza de que Hickey volviera a salir a la calle; mientras tanto, pensaba que tendría que contar todo al general Washington. Al final, decidió abrir la puerta de la carnicería; entró con mucha cautela.
Estaba vacía.
Viernes 14 de junio. Mañana temprano
La puerta del infierno se abrió de par en par. La cerró de un portazo. Volvió a abrirla. La cerró de nuevo. La selló con clavos para que permaneciera cerrada durante toda la eternidad.
—Abran.
Hickey despertó de golpe. Salió de la cama medio aturdido.
—Abran.
—¿Quién es?
—El congreso provincial.
Se dirigió hacia la puerta con paso vacilante.
—¿Qué ocurre?
—Pronto lo averiguarás.
A Hickey no le quedó más remedio que abrir la puerta. Tras ella había dos hombres, o mejor dicho, un viejo y un chico. El primero llevaba el uniforme azul de la milicia de Nueva York, y el muchacho unos calzones gastados y un tricornio azul que le identificaba. Le apuntaban con sendos mosquetes.
Hickey pensó en salir corriendo. Esa mañana no llevaba el cuchillo que normalmente escondía en la espalda. Siempre le ocurría lo mismo cuando se emborrachaba por la noche. Recordó que había tomado dos botellas de ron. Con el cuchillo habría podido degollar al viejo en un santiamén. El mozalbete probablemente se esfumaría al ver la primera gota de sangre.
—¿Para qué habéis venido?
El hombre, que debía de pasar de los sesenta, carraspeó y escupió a los pies de Hickey.
—Hemos venido a arrestarte.
—¿Por qué? Soy un soldado. Trabajo para el general Washington. Si he hecho algo mal, deben ser los militares quienes me arresten; o mejor dicho, el mismísimo George.
—Da gracias a Dios de que hayamos venido nosotros; el ejército ya te habría asestado algunos latigazos en el culo. El comité de conspiraciones sólo quiere hablar contigo, eso es todo. Seguramente dentro de una hora podrás tomar una cerveza.
—¿Qué cargos se me imputan?
—Falsificación —respondió el viejo. El joven, mientras tanto, miraba fijamente a Hickey.
—¿Falsificación?
Hickey estaba confuso. Al cabo de unos segundos comprendió todo. «¡Maldito Matthews!» Había pagado a sus secuaces con billetes continentales que ese desgraciado de Matthews había falsificado. El muy hijo de puta le había preparado una encerrona.
—No entiendo qué tiene que ver eso conmigo.
Retrocedió unos pasos. Ignoraba dónde se hallaba el cuchillo, pero la pistola seguía bajo la cama, cebada, lista para disparar.
«Mierda.» Había pagado el ron con el dinero que le había entregado Matthews. Hickey se inclinó sobre la cama. Enseguida notó un pinchazo en la nuca; el mosquete del viejo. Se volvió despacio, sonriente.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo?
—Estás acusado de falsificación de billetes; si no vienes por las buenas, tenemos órdenes de arrestarte.
Volvió a apuntarle con el mosquete, esta vez en el pecho.
No podía hacer nada. Hickey eructó y se arregló las ropas con que había dormido.
—Vamos.
Los tres salieron por la tienda, dónde la esposa de Gunderson y una hija limpiaban para abrir cuanto antes. Observaron en silencio cómo se llevaban a Hickey.
—¿Qué coño significa eso de la falsificación, chicos? —preguntó Hickey, cada vez más preocupado, aunque esforzándose por mostrarse jovial—. Podéis dejar de apuntarme. Yo también soy un patriota.
—No lo dudo —repuso el viejo sin dejar de apuntarle—. Se rumorea que hay una conspiración para depreciar nuestro dinero. Cuentan que el dinero se falsifica en el barco de Su Majestad, el
Asia;
en fin, que hay que terminar con esto o perderemos la guerra antes de empezarla. No te gustaría que ocurriera, ¿verdad?
—Claro que no —respondió Hickey.
Pasaron por delante de las fortificaciones de Hunter's Key y Burnett Street. Las calles estaban casi desiertas. Hickey se percató de que el chico estaba despistado. Si quería huir, ése era el momento. No obstante, el viejo sí se mantenía atento. Si trataba de escapar, el viejo bastardo le clavaría el mosquete en la espalda. Mientras caminaban por Little Dock Street en dirección a la muralla, Hickey pensó que se había metido en un buen lío. Le irritaba pensar que había sido arrestado por un viejo y un niñato por unos billetes falsos. Los dos hombres le entregaron al carcelero, y Hickey fue encerrado en el calabozo del ayuntamiento.
La celda era pequeña; oyó el correteo de las ratas. Se dijo que había pasado por situaciones peores. Por lo menos había una vela. El irlandés se tumbó en el suelo. No se estaba tan mal; sólo necesitaba una botella. Tenía algo de dinero. Decidió intentar sobornar al carcelero para que le consiguiera ron, o mejor aún, coñac. Además, trataría de ponerse en contacto con Matthews. Ese bastardo iba a enterarse. Ese maldito bribón era, después de todo, el maldito alcalde. Matthews podría sacarle de allí, si quería; naturalmente, tendría que querer. Sin Hickey, ya no habría más explosiones, ni ningún general muerto.
Viernes 21 de junio. Noche.
Sábado 22 de junio, a las dos de la madrugada
A primera hora de la noche, David Matthews
el Gordo,
alcalde de la ciudad de Nueva York, cenó bacalao frito y patatas en la taberna Serjeant en compañía de Ludwig Koppers y Philip Rattigan, dos mercaderes que en principio simpatizaban con la causa patriota, aunque sólo cuando los poderes rebeldes les escuchaban.
Tampoco podía decirse que fueran lealistas. Koppers y Rattigan sólo eran leales a sus monederos. Esas dos sabandijas empezaban a labrar el terreno de la Corona; una vez eliminado el obstáculo que suponía George Washington, tendrían el camino libre.
Matthews celebraba algo muy especial. Naturalmente, habría preferido cenar cordero asado regado con vino francés, pero se conformó pensando que muy pronto podría volver a disfrutar de esos placeres. El alcalde se había puesto el traje nuevo que el gobernador Tryon le había comprado en Londres. Lucía una chaqueta de terciopelo color albaricoque a juego con los calzones, chaleco negro y medias blancas. Los puños de la camisa y el cuello estaban adornados con delicado encaje de Bélgica. El tricornio era negro, guarnecido con una cinta dorada. Además, se había comprado un nuevo bastón, cuyo puño era un león esculpido en mármol, sobre el cual podía descansar la mano cómodamente.
Había bebido más coñac de la cuenta y tenía ciertas dificultades en no irse de la lengua. Peor aún, parecía que estaban martilleándole la cabeza.
En la taberna hacía un calor asfixiante. De hecho, la temperatura había subido por encima de lo normal. Con ese calor, la ciudad sólo era apta para la chusma. Matthews se dijo que el próximo año pasaría el verano en un estado al norte del río. Sacó un pañuelo de encaje de la manga para enjugarse la frente. Maldita sea; su magnífica chaqueta color albaricoque estaba manchada de carmesí.
Hickey le preocupaba. Una sola palabra del irlandés, y todo se vendría abajo. Matthews se había planteado matar al irlandés —de hecho, seguía considerando esa posibilidad—, incluso después de que éste le hubiera asegurado el día anterior que todo estaba en orden y que el plan se llevaría a cabo según lo acordado. El alcalde debía limitarse a sacarle de la cárcel y, cuando el general hubiese muerto, del país, lo que no resultaría demasiado complicado teniendo en cuenta el caos que desencadenaría el asesinato. Hickey estaba furioso por haber sido el primero en distribuir el dinero falsificado. Le había exigido que le cambiara todos los billetes falsos.
Así pues, Matthews había arreglado todo para sacar al irlandés de la cárcel. Había contratado a dos negros para que liquidaran a los guardias. Le costaba menos contratarlos para eso que para matar a Hickey. Además, le necesitaba. De momento.
Matthews deseó buenas noches a los dos viles mercaderes y partió en dirección a la casa de huéspedes de la señora Laderman, donde había alquilado un amplio dormitorio amueblado y una sala de estar en el segundo piso.
Una vez en el dormitorio, arrojó la espléndida chaqueta al suelo y tomó un último trago de coñac. Le dolía la dentadura. Se tumbó en la cama. La habitación empezó a darle vueltas; comenzó a sudar. Finalmente se durmió.
Despertó alarmado al percibir el resplandor de una linterna y el peso de una pistola en el estómago.
—Apaga eso. Me pone enfermo.
—Te pondrás más que enfermo, maldito bastardo
tory.
—¿Qué ocurre? —Matthews distinguió al menos seis o siete figuras en la oscuridad—. ¿Qué ocurre? ¿Quiénes sois? —balbuceó. Los rebeldes se proponían emplumarle. Era intolerable. Él era el alcalde de Nueva York. Se puso en pie. Le cayó la peluca, dejando al descubierto su calva. La recogió, puesto que sin ella se sentía desnudo—. ¿Qué significa todo esto? Maldita sea, soy el alcalde.
—Ya no —replicó un hombre cuyo aliento olía a cebolla y cerveza.
Mareado, Matthews se tambaleó hasta que se asió al pilar de la cama. Entonces se percató de que el que había comido cebolla lucía el uniforme de capitán del ejército continental. Detrás de él había otro oficial, un sargento y cuatro soldados armados. Uno de éstos sostenía la linterna en alto.
El segundo oficial avanzó unos pasos blandiendo un pergamino. El soldado de la linterna lo siguió y enfocó el documento. El oficial, sudoroso, anunció:
—David Matthews, te arrestamos en nombre del comité de seguridad. Tal y como requiere la ley, te leeré la orden: «David Matthews, alcalde de Nueva York, está acusado de traición y conspiración contra los derechos y las libertades de América; acusado de conspirar junto con el gobernador Tryon y otros contra la vida del general Washington, secuestrar a otros oficiales, volar el polvorín del fuerte George, destruir los cañones de Nueva York y Kingsbridge, el puente de Kingsbridge e incendiar Nueva York como avanzadilla del ataque británico. Por todo esto el congreso de esta colonia resuelve que capturéis y custodiéis a David Matthews hasta nueva orden.»
Matthews se incorporó en la cama y buscó a tientas la peluca. Le habían traicionado. Seguro que había sido Hickey.
El sargento se inclinó hacia él.
—¿Quieres añadir algo, traidor?
«Ojalá Hickey se pudra en los infiernos.»
—¿Traidor? Vosotros sois los traidores.
A Matthews le pareció haber alzado mucho la voz, pero en verdad apenas si había susurrado esas palabras. Sudando, se puso la peluca.
El sargento se la quitó.
—Sargento —llamó el segundo oficial.
Matthews, con las manos temblorosas, volvió a colocarse la peluca.
—Pagaréis por vuestra traición cuando el general Howe restaure el orden en Nueva York, lo que no tardará en suceder.
—Eso no nos preocupa lo más mínimo —repuso el capitán sonriendo. Recogió la chaqueta color albaricoque del suelo y se la arrojó al alcalde.
Los tres esperaron silenciosos a que el alcalde se pusiera la chaqueta y el tricornio.
—Al demonio vosotros y vuestra causa —espetó Matthews.
—Por desgracia no vivirás para ser testigo de nuestra victoria.
Matthews guardó silencio. Todavía le quedaba una posibilidad remota si Hickey había conseguido escapar, a menos, claro, que ese bastardo fuera el traidor. Si Hickey estaba libre, el juego aún no había terminado.
Miércoles 26 de junio
Hickey comenzaba a hartarse. Al principio lo había encontrado divertido, puesto que además estaba seguro de que Matthews, con su influencia, le sacaría de la cárcel. Entonces Matthews —quizá— y Tryon, sentados cómodamente en el maldito barco de Su maldita Majestad el rey, le habían dado de nuevo esos billetes continentales. Uno no podía fiarse de nadie. Pero Hickey tenía planes.
Escupió en un recipiente que había en el suelo. Le falló la puntería. Hacía un calor de mil demonios y necesitaba una cerveza. Durante todo el día esos gilipollas del comité de seguridad no habían dejado de entrar y salir de su celda, muy gallitos ellos, como si hubiesen hecho algo especial.
La situación había cambiado. Se habían terminado las palabras amables de los soldados de la milicia sobre ese asunto de la falsificación. Ahora el ejército continental le acusaba de sublevación y conspiración.
Que si David Matthews dice esto, que si Elizabeth Fraunces lo otro, que si David Bushnell aquello y Quintin Brock otra cosa distinta a los demás. ¿Quién demonios era Quintin Brock? Tenía que ser el negro que trabajaba en la cocina de la taberna Fraunces. Otros dos negros, Paul Swan y David Millers, le habían explicado que Matthews les había pagado para que le ayudaran a escapar.
De ser eso cierto, Matthews era más tonto de lo que sospechaba. Como todo el mundo sabía, uno no puede fiarse de un negro; si tocaban a uno, venían dos a matarte. Hickey dio una patada a la puerta con todas sus fuerzas.
El comité, enterado de que Hickey había intentado envenenar al general Washington el martes día 7 de mayo, quería que confesase si había sido David Matthews quien se lo había ordenado. Hickey no se había dejado impresionar ni por las cosas que sabían ni por las amenazas. Todos eran unos torpes desgraciados. Si eran tan listos, ¿por qué habían tardado tanto en atraparle? Más de un mes. Habían incordiado más a ese negro de Quintin que a él; simplemente se habían limitado a preguntarle ese día si había visto a alguien sospechoso en la cocina.
No señor, no se había dejado impresionar por el comité. Mierda, si no le hubieran arrestado por falsificación, no se hallaría en esa maldita celda. Si David Matthews le había traicionado, lo pagaría muy caro. Le estrangularía con sus propias manos y lo mandaría al infierno. Con esa idea en la cabeza, Hickey se tendió en el suelo y se quedó dormido.