—Nosotros tenemos que estar por encima de todo reproche —dijo reflexivamente Dryfield—, porque muchos piensan que los médicos están próximos a la hechicería. He oído decir que un médico-brujo puede hacer que los pacientes echen espuma por la boca y se pongan rígidos como si estuvieran muertos.
Rob pensó, incómodo, en el mozo de establos, pero nadie lo encaró ni lo acusó.
—¿De qué otra manera se reconoce a un brujo del sexo masculino? —preguntó Hunne.
—Se asemejan a los demás hombres —dijo Dryfield—, aunque hay quien dice que se circuncidan como los paganos.
A Rob se le encogió el escroto del susto. En cuanto pudo se fue, sabiendo que nunca volvería, porque no era prudente asistir a un lugar donde pondría la vida en juego si un colega lo veía orinar.
Si bien su experiencia en el Liceo solo había sido una decepción y una mancha en su reputación, al menos tenía esperanzas en su trabajo y en su salud de hierro. Eso se repetía a sí mismo una y otra vez.
Pero a la mañana siguiente apareció en su casa de la calle del Támesis Thomas Hood, el entrometido pelirrojo, con dos compañeros armados.
—¿Qué deseáis? —preguntó Rob fríamente.
Hood sonrió.
—Los tres venimos en representación del obispado.
—¿Por qué? —preguntó Rob, aunque ya lo sabía.
Hood se dio el lujo de carraspear y escupir en el suelo impecable.
—Hemos venido a arrestaros, Robert Jeremy Cole, para presentaros ante la justicia de Dios.
—¿Adónde me llevan? —preguntó cuando estuvieron en camino.
—La audiencia se celebrará en el porche sur de San Pablo.
—¿De qué se me acusa?
Hood se encogió de hombros y meneó la cabeza.
En San Pablo, lo dejaron en una salita llena de gente que esperaba. Había guardias en la puerta.
Rob tenía la sensación de haber vivido esa experiencia con anterioridad.
Toda la mañana en el limbo, en un banco duro, oyendo la cháchara de un puñado de hombres con hábitos religiosos. Era lo mismo que estar otra vez en el reino del imán Qandrasseh, aunque en esta ocasión no estaba allí como médico del tribunal. Sentía que ahora era más digno que nunca, pero sabía que según las pautas eclesiales era tan culpable como cualquiera sometido a juicio ese día.
Pero no era un brujo.
Agradeció a Dios que Mary y sus hijos no estuvieran con él. Quería solicitar permiso para ir a rezar a la capilla, pero sabía que no se lo concederían, de modo que oró en silencio donde estaba, pidiendo a Dios que no lo metieran en un saco con un gallo, una serpiente y una piedra, para arrojarlo a las profundidades.
Le preocupaban los testigos a los que pudiesen haber citado: los médicos que le habían oído decir que había hurgado cadáveres humanos, o la mujer que lo vio tratar a su marido, rígido y echando espuma por la boca antes de morir. O el pérfido Hunne, que inventaría cualquier mentira para hacerlo pasar por brujo y librarse de él.
Aunque sabía que si ya habían tomado una decisión, los testigos serían lo de menos. Lo desnudarían y considerarían como prueba su circuncisión, registrarían su cuerpo hasta resolver que habían hallado la mancha de los brujos.
Indudablemente, contaban con tantos métodos como el imán para arrancar una confesión.
«Dios mío...»
Tuvo tiempo más que suficiente para que sus temores se incrementaran.
Lo llamaron a presencia de los religiosos a primera hora de la tarde. Sentado en un trono de roble estaba un obispo anciano y bizco, con alba, estola y casulla desteñidas, de lana marrón. Rob había oído a los que esperaban con él y sabía que ese hombre era Aelfsige, ordinario de San Pablo y gran castigador. A la derecha del obispo estaban dos sacerdotes de edad mediana, ataviados de negro, y a su izquierda un joven benedictino de austero gris oscuro.
Un asistente se acercó con las Sagradas Escrituras, que Rob tuvo que besar y luego jurar solemnemente que su testimonio sería veraz. Empezaron de inmediato.
Aelfsige lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Cómo os llamáis?
—Robert Jeremy Cole, ilustrísima.
—¿Residencia y ocupación?
—Médico de la calle del Támesis.
El obispo movió la cabeza afirmativamente en dirección al sacerdote que tenía a la derecha.
—¿El día veinticinco de diciembre pasado os unisteis a un hebreo extranjero en un ataque que no fue provocado, y juntos caísteis sobre Edgar Burstan y William Symesson, cristianos londinenses libres de la parroquia de St. Olave?
Por un instante, Rob se quedó desconcertado y en seguida sintió un enorme alivio, al comprender que no los juzgaban por hechicería. ¡Los marineros lo habían denunciado por haber salido en ayuda del judío! Una acusación menor, aunque lo declararan culpable.
—Un judío normando llamado David ben Aharon —dijo el obispo, parpadeando rápidamente.
Parecía que su visión era muy mala.
—Nunca he oído el nombre del judío ni de los demandantes. Pero los marineros no han dicho la verdad. Eran ellos quienes estaban golpeando injustamente al judío. Por eso intervine.
—¿Sois cristiano?
—Estoy bautizado.
—¿Asistís regularmente a misa?
—No, ilustrísima.
El obispo arrugó la nariz y asintió severamente.
—Buscad al declarante —ordenó al monje gris.
La sensación de alivio de Rob se disipó en cuanto vio al testigo.
Charles Bostock iba ricamente engalanado, llevaba una pesada cadena de oro al cuello y un gran anillo de sello. Durante su identificación informó al tribunal que el rey Hardeknud le había concedido un titulo nobiliario en recompensa por tres viajes como mercader-aventurero, y que era canónigo honorario de San Pablo. Los clérigos lo trataron con deferencia.
—Bien, maestro Bostock. ¿Conocéis a este hombre?
Es Jesse ben Benjamin, judío y médico —dijo Bostock lisa y llanamente.
Los ojos miopes se fijaron en el mercader.
—¿Estáis seguro de que es judío?
—Excelencia, cuatro o cinco años atrás viajaba yo por el patriarcado bizantino, comprando mercancías y sirviendo como enviado de Su Santidad en Roma. En la ciudad de Ispahán me enteré de que una mujer cristiana, que había quedado sola y desconsolada en Persia por la muerte de su padre, un escocés, se había casado con un judío. Al recibir la invitación, no pude resistirme a ir a su casa para investigar los rumores. Allí, para mi consternación y disgusto, comprobé la veracidad de los relatos. Era la esposa de este hombre.
El monje habló por primera vez.
—¿Estáis seguro de que es el mismo hombre?
—Completamente seguro, hermano. Apareció hace unas semanas en mi muelle e intentó cobrarme un precio altísimo por hacer de carnicero con uno de mis esclavos, y naturalmente no le pagué. Al ver su rostro supe que lo conocía de algún lado y me devané los sesos hasta recordarlo. Es el médico judío de Ispahán, sin la menor duda. Un expoliador de mujeres cristianas. En Persia, la mujer cristiana ya tenía un hijo de este judío y él ya la había preñado por segunda vez.
El obispo se inclinó hacia Rob.
—Bajo solemne juramento, ¿cual es vuestro nombre?
—Robert Jeremy Cole.
—El judío miente —aseguró Bostock.
—Maestro mercader —dijo el monje—. ¿Lo visteis en Persia en una sola ocasión?
—Sí, en una ocasión —contestó Bostock a regañadientes.
—¿Y no volvisteis a verlo durante casi cinco años?
—Más cerca de cuatro que de cinco. Pero así es.
—¿Y sin embargo estáis seguro?
—Sí. Ya he declarado que no tengo la menor duda.
El obispo asintió.
—Muy bien, señor Bostock. Os agradecemos vuestra presencia en el tribunal —dijo.
Mientras acompañaban al mercader a la puerta, los clérigos observaron a Rob, que se esforzó por mantener la calma.
—Si sois un cristiano nacido libre —dijo en voz baja el obispo—, ¿no os parece extraño que os traigan ante nosotros por dos acusaciones separadas, una por haber ayudado a un judío y otra según la cual vos mismo sois judío?
—Soy Robert Jeremy Cole. Me bautizaron a media milla de este lugar, en St. Botolph. En el libro de la parroquia debe figurar mi nombre. Mi padre era Nathanael, jornalero de la Corporación de Carpinteros. Está enterrado en el cementerio de St. Botolph, lo mismo que mi madre, Agnes, que en vida era costurera y bordadora.
El monje se dirigió a él fríamente.
—¿Asististeis a la escuela parroquial de St. Botolph?
—Solo dos años.
—¿Quién os enseñó allí las Sagradas Escrituras?
Rob cerro los ojos y arrugó la frente.
—El padre... Philibert. Sí, el padre Philibert.
El monje miró inquisitivamente al obispo, que se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—El nombre Philibert no me es conocido.
—¿Y latín? ¿Quién os dio clases de latín?
—El hermano Hugolin.
—Sí —intervino el obispo—. El hermano Hugolin enseñaba latín en la escuela de St. Botolph. Lo recuerdo muy bien. Ha muerto hace muchos años. —Se tironeó de la nariz y observó a Rob con los parpados semicerrados. Finalmente suspiró—. Verificaremos el libro parroquial, naturalmente.
—Y allí vera su Ilustrísima que todo es tal como lo he declarado.
—Bien, os permitiré demostrar que sois la persona que decís ser. Debéis presentaros ante este tribunal dentro de tres semanas. Con vos deben venir doce hombres libres como cotestigos, dispuestos a declarar bajo juramento que sois Robert Jeremy Cole, cristiano y libre. ¿Me comprendéis?
Rob asintió y lo despidieron.
Minutos después estaba de pie frente a San Pablo, sin poder creer que ya no estaba expuesto a sus palabras ásperas y punzantes.
—¡Maestro Cole! —gritó alguien, y al volverse vio que el benedictino corría tras él.
—¿Querréis reuniros conmigo en la taberna? Me gustaría que habláramos.
«Y ahora, ¿qué?», pensó Rob.
Pero siguió al otro por la calle embarrada y entró en la taberna, donde ocuparon un rincón tranquilo. El monje le informó que era el hermano Paulinus, y los dos pidieron cerveza.
—Me pareció que al final el proceso fue beneficioso para ti.
Rob no respondió, y su silencio hizo enarcar las cejas al monje.
—¡Venga! Un hombre honrado puede encontrar a otros doce hombres honrados.
—Nací en la parroquia de St. Botolph. La abandoné muy joven —dijo Rob con la voz cargada de tristeza— para deambular por Inglaterra como ayudante de cirujano barbero. Me sería prácticamente imposible encontrar a doce hombres, honrados o no, que me recordaran y estuvieran dispuestos a viajar a Londres para declararlo.
El hermano Paulinus dio un sorbo a su cerveza.
—Si no encuentras a los doce, se pondrá en tela de juicio la veracidad de lo que dices, en cuyo caso te darán la oportunidad de demostrar tu inocencia mediante una ordalía.
La cerveza sabía a desesperación.
—¿Qué son las ordalías?
—La Iglesia utiliza cuatro: agua fría, agua caliente, hierro caliente y pan consagrado. Te diré que el obispo Aelfsige prefiere el hierro caliente. Te darán a beber agua bendita, que también salpicarán en la mano que utilizarás en la ordalía. Tú puedes elegir cual de las dos manos. Cogerás del fuego un hierro al rojo vivo y lo llevarás en la mano a una distancia de nueve pies que habrás de recorrer en tres pasos, luego lo dejarás caer e irás deprisa hasta el altar, donde te vendarán la mano y cerrarán la venda con un sello. Tres días después te quitaran el vendaje. Si tienes la mano blanca y pura, te declararán inocente. Si la mano no está limpia, serás excomulgado y te entregarán a la autoridad civil.
Rob intentó ocultar sus emociones, pero tenía la certeza de que en su cara no había color.
—A menos que tu conciencia sea mejor que la de la mayoría de los hombres nacidos de mujer, opino que debes abandonar Londres —dijo secamente Paulinus.
—¿Por qué me dices estas cosas? ¿Por qué me ofreces tus consejos?
Se estudiaron mutuamente. El monje tenía la barba muy rizada, cabello tonsurado castaño claro, como de paja vieja, ojos de color pizarra e igualmente duros... aunque reservados. Los ojos revelaban a un hombre con una gran vida interior. La boca era un tajo de rectitud. Rob tenía la seguridad de no haberlo visto nunca antes de entrar a San Pablo aquella mañana.
—Yo sé que eres Robert Jeremy Cole.
—¿Cómo lo sabes?
—Antes de transformarme en Paulinus en la comunidad benedictina, yo también me llamaba Cole. Casi sin la menor duda, soy tu hermano.
Rob aceptó sus palabras de inmediato. Había estado dispuesto a aceptarlas durante veintidós años y ahora sintió un júbilo creciente que se vio ahogado por una cautela culposa, una sensación de que algo marchaba mal. Comenzó a incorporarse, pero el otro siguió sentado, observándolo con un cálculo vigilante que llevó a Rob a sentarse de nuevo.
Oyó su propia respiración.
—Eres mayor de lo que sería el bebé Roger —dijo—. Samuel está muerto. ¿Lo sabías?
—Sí.
—Por lo tanto eres... Jonathan o...
—No, yo era William.
—William.
El monje seguía contemplándolo.
—Después de la muerte de papá te llevó un sacerdote que se llamaba Lovell.
—El padre Ranald Lovell. Él me dejó en el monasterio de San Benito, en Jarrow. Murió cuatro años más tarde y entonces decidí hacerme oblato.