El médico (102 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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UNA PROMESA CUMPLIDA

Rob llevó a sus hijos al bosque y a las colinas, donde seleccionó las plantas y hierbas que necesitaba. Recolectaron todo entre los tres y lo llevaron a casa, donde secaron algunas hierbas y pulverizaron otras. Rob se sentaba con sus hijos y les enseñaba pacientemente, mostrándoles cada hoja y cada flor. Les habló de las hierbas: cual se utilizaba para curar el dolor de cabeza y cual los retortijones, cual para la fiebre y cual para los catarros, cual para las hemorragias nasales y cual para los sabañones, cual para las anginas y cual para los huesos doloridos.

Craig Cullen era fabricante de cucharas y ahora se dedicó a la confección de cajas de madera con tapa, donde podían conservarse secas las hierbas medicinales. Las cajas, como las cucharas, estaban decoradas con tallas de ninfas, duendes y animales salvajes de todo tipo. Al verlas, Rob tuvo una inspiración y dibujó algunas piezas del juego del sha.

—¿Podrías hacer algo así?

Craig lo observó inquisitivamente.

—¿Por qué no?

Rob dibujó la forma de cada pieza y el tablero a cuadros. Con muy pocas indicaciones, Craig talló todo, y poco después Rob y Mary volvían a pasar algunas horas con el pasatiempo que le había enseñado a Jesse un rey ya difunto.

Rob estaba decidido a aprender gaélico. Mary no tenía ningún libro, pero se dispuso a enseñarle, comenzando por el alfabeto de dieciocho letras.

A esas alturas, Rob sabía qué debía hacer para aprender una lengua extranjera, y trabajó todo el verano y el otoño, de modo que a principios del invierno escribía oraciones breves en gaélico e intentaba hablarlo, para gran diversión de sus hijos.

Tal como suponía, el invierno allí era crudo. El frío más riguroso llegó inmediatamente antes de la Candelaria. A continuación, llegó la época de los cazadores, porque el terreno nevado los ayudaba a rastrear venados y aves, y a acabar con los gatos monteses y los lobos que arrasaban los rebaños. Al anochecer, siempre había gente reunida en el salón, ante un gran fuego que chisporroteaba. Allí podía estar Craig con sus tallas, otros reparando arneses o cumpliendo cualquier tarea domestica que fuera posible realizar junto al calor y en compañía. A veces, Ostric tocaba la gaita. En Kilmarnock producían un famoso paño de lana. Tenían sus mejores vellones con los colores del brezo, remojándolos con líquenes recogidos en las rocas. Tejían en la intimidad pero se congregaban en el salón para el encogimiento de la tela. El paño húmedo, que se había impregnado con agua jabonosa, pasaba alrededor de la mesa, y cada una de las mujeres lo golpeaba y frotaba. En ningún momento dejaban de cantar canciones alusivas a la tarea. Rob pensó que sus voces y las gaitas de Ostric se conjuntaban en un concierto singular.

La capilla más cercana estaba a tres horas de cabalgata y Rob creía que no sería difícil evitar a los sacerdotes, pero un día de la segunda primavera que pasó en Kilmarnock, se presentó en la puerta un hombre bajo y regordete, de sonrisa cansada.

—¡Padre Domhnall! ¡Es el padre Domhnall! —gritó Mary, y se apresuró a darle la bienvenida.

Todos se apiñaron a su alrededor y lo saludaron cariñosamente. El hombre pasó un momento con cada uno, haciendo preguntas sin dejar de sonreír, palmeando un brazo, diciendo una palabra de estímulo..., como un conde bondadoso caminando entre sus palurdos, pensó Rob amargamente.

El padre Domhnall se acercó a Rob y lo miró de la cabeza a los pies.

—De modo que tú eres el hombre de Mary Cullen.

—Sí.

—¿Sabes pescar?

La pregunta lo desconcertó.

—He pescado truchas.

—Habría apostado la cabeza a que así era. Mañana por la mañana te llevaré a buscar salmón —dijo y Rob aceptó la invitación.

Al día siguiente salieron cuando alboreaba, y fueron andando hasta un pequeño río impetuoso. Domhnall llevaba dos varas macizas que sin duda eran muy pesadas, líneas resistentes y cebos emplumados de largas astas, con lengüetas traicioneramente ocultas en sus atrayentes centros.

—Como algunos hombres que conozco —dijo Rob al sacerdote y éste asintió, observándolo con curiosidad.

Domhnall le enseñó a lanzar el cebo y a recuperarlo con pequeñas tensiones que impresionaban como peces pequeños que salen disparados. Lo hicieron repetidas veces sin el menor resultado, pero a Rob le daba igual, porque estaba absorto en el torrente. Ahora el sol brillaba en lo alto. Muy por encima de sus cabezas vio flotar un águila en el aire, y en las cercanías oyó la queja de un urogallo.

El gran pez cogió el cebo en la superficie, con una salpicadura que hizo saltar un chorro de agua.

De inmediato salió disparado a contracorriente.

—¡Debes ir a buscarlo si no quieres que rompa la línea o arranque el anzuelo! —gritó Domhnall.

Rob ya estaba chapoteando en el río, en pos del salmón. En el primer tirón de fuerza, el pez casi acabó con él, pues lo hizo caer varias veces en las aguas gélidas, siguiendo por encima del lecho pedregoso, entrando y saliendo de los pozos profundos.

El pez corría y corría, llevándolo río arriba y río abajo. Domhnall le daba instrucciones a gritos, pero en un momento dado Rob levantó la vista al oír un chapoteo y vio que ahora el sacerdote estaba sumido en sus propios problemas. Había enganchado un pez y también tuvo que meterse en el río.

Rob se debatió para mantener el salmón en medio de la corriente. Por último, pareció tenerlo bajo su control, aunque pesaba peligrosamente en el extremo de la línea.

En breve consiguió que el pez —¡tan grande!—, que ahora luchaba débilmente, se deslizara hacia bajos de guijarros. Cuando Rob aferró el asta del cebo, el salmón dio un último tirón convulsivo y se soltó del anzuelo, donde quedó una franja de tejido sanguinolento del interior de su boca. Por un instante el salmón yació inmóvil y de costado; luego Rob vio surgir una densa bruma de sangre oscura de sus agallas, y ante sus ojos saltó a aguas profundas y desapareció.

Permaneció tembloroso y disgustado, pues la nube de sangre era indicativa de que había matado al pez, y sabía que perderlo era un desperdicio.

Moviéndose más por instinto que por esperanza, caminó aguas abajo, pero antes de dar seis pasos vio una mancha plateada adelante y se encaminó hacia ella. Perdió dos veces el pálido reflejo, cuando el pez nadaba o era movido por la corriente. Entonces se dio cuenta de que estaba prácticamente encima. El salmón agonizaba, pero aún no había muerto, apretado contra un canto rodado por el oleaje.

Rob tuvo que sumergirse en las aguas heladas para cogerlo entre ambos brazos y llevarlo a la orilla, donde puso fin a sus dolores con ayuda de una piedra. Pesaba como mínimo dos piedras. Domhnall estaba dejando en tierra su salmón, que no era ni remotamente tan grande como el de Rob.

—Con el tuyo tenemos carne suficiente para todos, ¿no?

Cuándo Rob asintió, el cura devolvió el salmón al río. Lo retuvo cuidadosamente entre sus manos para permitir que el agua hiciera su trabajo. Las aletas se movían y aleteaban tan lánguidamente como si el pez no luchara por conservar la existencia, y las branquias comenzaron a bombear. Rob notó en el pez el estremecimiento de la vida, y mientras lo veía alejarse de ellos y desaparecer en la corriente, supo que ese sacerdote podía ser su amigo.

Se quitaron las ropas empapadas y las pusieron a secar; se tumbaron cerca, sobre una enorme roca bañada por el sol. Domhnall suspiró.

—No es como coger truchas —dijo.

—Es la misma diferencia que hay entre recoger una flor y talar un árbol.

Rob tenía media docena de cortes sangrantes en las piernas, por las muchas caídas en el río, e innumerables cardenales. Se sonrieron.

Domhnall se rascó la pequeña tripa redonda, blanca como la de un pez, y guardó silencio. Rob creía que le haría preguntas, pero percibió que el estilo del cura consistía en escuchar atentamente y esperar, con una paciencia valiosa que lo convertiría en un rival implacable si Rob le enseñaba el juego del sha.

—Mary y yo no estamos casados por la Iglesia. ¿Lo sabías?

—Había oído decir algo.

—Bien. Todos estos años vivimos como si estuviésemos auténticamente casados, pero fue una unión celebrada por acuerdo mutuo.

Domhnall masculló.

Rob le contó toda la historia. No omitió nada ni restó importancia a los problemas que tuvo en Londres.

—Me gustaría que nos casara; pero debo advertirte que es posible que me hayan excomulgado.

Se secaron ociosamente al sol, sopesando la cuestión.

—Si ese obispo auxiliar de Worcester tuvo la oportunidad, lo habrá encubierto —afirmó Domhnall—. Un hombre tan ambicioso prefiere tener un hermano ausente y olvidado antes que un pariente cercano escandalosamente alejado de la Iglesia.

Rob asintió.

—¿Y si no logró encubrirlo?

El cura frunció el ceño.

—¿Tienes pruebas fehacientes de la excomunión?

Rob meneó la cabeza.

—Pero es posible.

—¿Posible? Yo no puedo ejercer mi ministerio según tus temores. ¡Hombre, hombre! ¿Qué tienen que ver tus miedos con Cristo? Yo nací en Prestwick. Desde mi ordenación no he salido de esta parroquia montañosa y espero que la muerte me encuentre aquí siendo pastor de almas. Con excepción de ti jamás he visto a nadie de Londres ni de Worcester. Nunca recibí ningún mensaje de un arzobispo ni de Su Santidad. Solo he recibido mensajes de Jesús. ¿Crees que puede corresponder a la voluntad del Señor que no haga una familia cristiana de vosotros cuatro?

Rob le sonrió y volvió a menear la cabeza.

Durante toda la vida, los dos hijos recordarían la boda de sus padres y se la narrarían a sus propios nietos. La boda de esponsales en la casa solariega de Cullen fue tranquila y poco concurrida. Mary llevaba un vestido de paño gris claro, con un broche de plata, y un cinturón de piel de corzo tachonado también en plata. Fue una novia serena, pero sus ojos se iluminaron cuando el padre Domhnall declaró que para siempre y en santificada protección, ella y sus hijos estaban irreversiblemente unidos a Robert Jeremy Cole.

Después Mary envió invitaciones a toda la parentela, para que conocieran a su marido. El día señalado a través de las colinas bajas del oeste llegaron los MacPhee, y los Tedder cruzaron el gran río y la cañada hasta Kilmarnock. Todos llevaban regalos de boda, pasteles de fruta, budines de carne de caza, toneles con bebidas fuertes y los grandes budines de carne y avena que tanto éxito tenían. En la propiedad, un buey y un toro giraban lentamente en sus espetones sobre los fuegos al aire libre, además de ocho ovejas, una docena de corderos y numerosas aves de corral. Sonaba música de arpa, de gaita, viola y trompeta, y Mary se unió a las mujeres en los cantos.

A lo largo de toda la tarde, durante las competiciones atléticas, Rob conoció a un infinito número de Cullen, Tedder y MacPhee. A algunos los admiró de inmediato; a otros no. Hizo un esfuerzo por no estudiar a fondo a los primos del sexo masculino, que eran legión. Por doquier los hombres empezaban a emborracharse, y algunos trataron de obligar al novio a sumarse a ellos. Pero Rob brindó con su recién desposada, sus hijos y su clan, y se deshizo del resto con una palabra amable y una sonrisa.

Esa noche, mientras la juerga continuaba, se alejó de los edificios, pasó por los cobertizos y siguió más allá. Era una noche estupenda, estrellada pero no calurosa. Olió el aroma picante del tojo y, mientras los sonidos de las celebraciones se perdían a sus espaldas, oyó los balidos de las ovejas, el relincho de un caballo, el viento en las montañas y el ímpetu de las aguas, y creyó que salían raíces de las plantas de sus pies y se hundían en el delgado suelo de pedernal.

81
EL CÍRCULO CONSUMADO

El misterio perfecto era la razón por la que una mujer maduraba o no una nueva vida en su seno. Después de parir dos hijos y pasar cinco años en la esterilidad, Mary engendró inmediatamente después de la boda. Comenzó a cuidarse en el trabajo y era rápida en pedirle a algún hombre que la ayudara en las tareas. Sus dos hijos le seguían los pasos y la ayudaban con trabajos ligeros. Era fácil saber cual de los niños sería ovejero; algunas veces a Rob J. parecía gustarle ese trabajo, pero Tam siempre se mostraba entusiasmado cuando alimentaba a los corderos, y rogaba que le permitieran esquilar. Había algo más en él, entrevisto por primera vez en los burdos trazos que hacía en la tierra con un palo, hasta que su padre le proporcionó carbón y una tabla de pino, y le enseñó como podían representarse las cosas y las gentes. Rob no tuvo necesidad de decirle que no omitiera los defectos.

En la pared que ocupaba la cama de Tam colgaron la alfombra de los Samaníes y todos dieron por sentado que era suya, regalo de un amigo de la familia en Persia. En una sola ocasión Mary y Rob afrontaron el tema que habían comprimido y hundido en el fondo más recóndito de su mente.

Observándolo correr tras una oveja descarriada, Rob comprendió que no sería ninguna bendición para el niño enterarse de que tenía un ejército de desconocidos hermanos extranjeros a los que jamás vería.

—Nunca se lo diremos.

—Es tuyo —dijo Mary.

Se volvió, lo abrazó y entre ambos quedó la que sería Jura Agnes, su única hija.

Rob aprendió la nueva lengua porque todos la hablaban a su alrededor y también porque se empeñó en ello. El padre Domhnall le prestó una Biblia escrita en gaélico por los monjes de Irlanda, y así como había llegado a dominar el persa a partir del Corán, Rob aprendió el gaélico en las Sagradas Escrituras.

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