El
Aelfgifu
zarparía antes de dos semanas, y los preparativos fueron presurosos: había que remendar ropa, tomar decisiones acerca de lo que Mary llevaría y de lo que dejaría en Londres.
En un abrir y cerrar de ojos, la partida les cayó encima.
—En cuanto pueda iré a buscarte a Kilmarnock.
—¿Lo harás?
—Por supuesto.
La noche antes de la separación, Mary dijo:
—Si no puedes...
—Podré.
—Pero... si no puedes, si por alguna razón la vida nos separa, quiero que sepas que los míos criarán a los niños hasta que sean hombres.
Más que tranquilizarlo, las palabras de Mary lo fastidiaron y alimentaron su pesar por haber sugerido que se marcharan.
Se tocaron lentamente todos los lugares conocidos del cuerpo, como dos ciegos que quieren guardar la memoria en sus manos. Fue una unión triste, como si supieran que lo hacían por última vez. Después, ella se durmió sin decir nada y él la abrazó sin pronunciar palabra. Había muchas cosas que deseaba decirle, pero no pudo.
Al filo del amanecer los dejó a bordo del
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, una nave con la estructura estable de un barco vikingo, aunque de apenas sesenta pies de eslora y una cubierta al aire libre. Tenía un mástil de treinta pies de altura, una gran vela cuadrada y el casco de gruesas planchas de roble superpuestas. Las naves negras del rey mantenían a los piratas en alta mar y el
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costearía tocando tierra para descargar y cargar, y también a la primera señal de tempestad. Era el tipo de embarcación más seguro.
Rob permaneció en el muelle. Mary mostraba su expresión inflexible, la armadura que usaba cuando se acorazaba contra el mundo amenazador.
Aunque el barco apenas se mecía en la marejada, el pobre Tam ya estaba verde y acongojado.
—¡Debes seguir trabajándole la pierna! —grito Rob, haciendo al mismo tiempo movimientos de masaje.
Ella asintió, para que supiera que lo había entendido. Un tripulante levantó la guindaleza del amarre y la nave se soltó. Veinte remeros hicieron un movimiento simultaneo y el
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se dejó llevar hacia la potente pleamar.
Como buena madre que era, Mary había acomodado a sus hijos en el mismo centro del barco, donde no podían caer por la borda.
Se inclinó y le dijo algo a Rob J. mientras izaban la vela.
—¡Buena suerte, papa! —gritó la vocecilla, obediente.
—¡Ve con Dios! —respondió Rob.
Y en breve desaparecieron, aunque Rob no se movió y forzó la vista para verlos. No quería irse del muelle, pues tenía la impresión de haber llegado de nuevo a un lugar en el que había estado a los nueve anos, sin familia ni amigos.
Ese año, el nueve de noviembre, una mujer llamada Julia Swane se convirtió en el principal tema de conversación de la ciudad al ser arrestada por brujería. Se la acusaba de haber transformado a su hija Glynna, de dieciséis años, en un caballo volador, para después montarla tan brutalmente que la chica quedó permanentemente lisiada.
—De ser verdad, es algo atroz y malvado hacerle eso a la propia hija —dijo el patrón de la casa a Rob.
Rob echaba terriblemente de menos a sus propios hijos, y también a la madre. La primera tempestad marina se presentó más de cuatro semanas después de su partida. Seguramente para entonces habían tocado tierra en Dunbar, y Rob rezó para que, estuvieran donde estuviesen, esperaran a que pasaran los temporales en lugar seguro.
Otra vez volvió a vagar solo, visitando de nuevo todas las partes de Londres que conocía y los nuevos panoramas que habían surgido desde su niñez. Cuando se detuvo delante de la Casa Real —que en otros tiempos le parecía la imagen perfecta de la munificencia regia—, se maravilló de la diferencia entre su sencillez inglesa y la estridente exquisitez de la Casa del Paraíso. El rey Eduardo pasaba la mayor parte del tiempo en su castillo de Winchester, pero una mañana, desde fuera de la Casa Real, Rob lo vio caminar en silencio entre sus hombres de confianza, pensativo y en actitud meditabunda. Eduardo representaba más de los cuarenta y un años que tenía. Se comentaba que su pelo se había vuelto blanco cuando era joven, al oír lo que Haroldo Pie de Liebre le había hecho a su hermano Alfredo. A Rob le pareció que Eduardo no era ni remotamente una figura tan majestuosa como Ala, pero recordó que el sha estaba muerto y el rey Eduardo seguía vivo.
A partir del día de San Miguel, el otoño fue frío y constantemente azotado por los vientos. El invierno prematuro se presentó cálido y lluvioso.
Pensaba en los suyos, lamentando no saber en qué momento exacto habían llegado a Kilmarnock. Por pura soledad pasaba muchas noches en El Zorro, aunque trataba de dominar la sed, pues no quería meterse en pendencias, como había hecho en su juventud. Claro que la bebida le producía más melancolía que alivio, porque sentía que se estaba convirtiendo en su padre, un hombre de tabernas. Eso lo obligaba a resistirse a las rameras, aunque las mujeres disponibles le parecían más atrayentes por la coraza con que se revestía. Rob se decía, amargamente, que a pesar de la bebida no debía transformarse enteramente en Nathanael Cole, el adúltero putañero.
Las Navidades señalaron un momento difícil, pues se trataba de una festividad que debía pasarse en familia. El día de Navidad comió en El Zorro: queso con grasa de cerdo y pastel de carnero rociado con una copiosa cantidad de hidromiel. Camino de casa encontró a dos marineros dando una soberana paliza a un hombre cuyo sombrero de cuero estaba en el barro. Rob vio que llevaba puesto un caftán negro. Uno de los marineros sujetaba los brazos del judío a la espalda mientras el otro le propinaba terribles puñetazos.
—¡Basta, condenados!
El que pegaba interrumpió la tarea.
—Vete, que todavía estas a tiempo.
—¿Qué ha hecho?
—Cometió un crimen hace mil años, y ahora devolveremos a Normandía el cadáver de un apestoso hebreo franchute.
—Dejadlo en paz.
—Ya que te gusta tanto, veremos como le chupas la polla.
El alcohol siempre le producía una furia agresiva y estaba preparado. Su puño se estrelló en la cara dura y fea. El cómplice soltó al judío y se alejó de un salto mientras el marinero derribado se ponía en pie.
—¡Hijo de mala madre! ¡Beberás la sangre del Salvador en la copa de este puñetero judío!
Rob no los persiguió cuando se dieron a la fuga. Al judío, un hombre alto y de edad mediana, le temblaban los hombros. Su nariz sangraba y tenía los labios aplastados, y parecía llorar más por humillación que por dolor.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó un recién llegado, un hombre de barba y cabellos crespos, pelirrojo y con una red de venitas moradas en la nariz.
—No demasiado. Tendieron una emboscada a este hombre.
—Hmmm. ¿Estás seguro de que no fue él el instigador?
—Sí.
El judío recuperó el dominio de sí mismo y el habla. Era evidente que expresaba gratitud, pero habló en rápido francés.
—¿Entiendes ese idioma? —preguntó Rob al pelirrojo, que meneo despectivamente la cabeza. Rob quería hablarle al judío en la Lengua y desearle un Festival de Luces más pacifico, pero no se atrevió a hacerlo en presencia de un testigo. De inmediato, el judío levantó su sombrero del barro y se alejó, lo mismo que el transeúnte.
A orillas del río Rob encontró una pequeña taberna y se recompensó con vino tinto. Como el lugar era oscuro y estaba mal ventilado, se llevó la botella a un muelle, para beber sentado en un pilote que acaso hiciera su padre, mientras la lluvia lo empapaba y el viento lo abofeteaba y las amenazadoras olas grises se encrespaban en las aguas que corrían a sus pies.
Estaba satisfecho. ¿Qué día mejor que aquel para haber evitado una crucifixión?
El vino no era de una buena cosecha y le picó la garganta al tragarlo, pero le gustó.
Era el hijo de su padre y sabía gozar de la bebida cuando se entregaba a ella.
No; la transformación ya había tenido lugar: era Nathanael Cole. Era papá. Y de alguna extraña manera sabía que también era Mirdin y era Karim. Y Ala y Dhan Vangalil. Y Abu Alí at-Husain ibn Abdullah ibn Sina (oh, sí, era sobre todo Ibn Sina). Pero también era el gordo salteador de caminos al que matara años atrás y aquel hombre piadoso e insignificante: el
hadji
Davout Hosein...
Con una claridad que lo entumeció más que el vino, supo que era todos los hombres y que todos los hombres eran él, y que cada vez que combatía al maldito Caballero Negro estaba combatiendo por su propia supervivencia, sencillamente. Solo y borracho, se percató de ello por primera vez.
En cuanto terminó el vino se levantó del pilote. Con la botella vacía en la mano, que en breve contendría medicamentos o quizá los orines de alguien para ser analizados a cambio de unos honorarios justos, él y los demás, se alejaron del muelle con pasos vacilantes hacia la seguridad de la calle del Támesis.
No se había quedado sin mujer e hijos para volverse alcohólico, se dijo severamente al día siguiente, con la cabeza despejada.
Decidido a ocuparse de todos los pormenores de la curación, fue a un herbolario de los bajos de la calle del Támesis para renovar su provisión de hierbas medicinales, pues en Londres era más fácil comprar ciertas hierbas que tratar de encontrarlas en la naturaleza. Ya había conocido al propietario, un hombre menudo y remilgado, Rolf Pollard, que parecía un boticario único.
—¿Adónde puedo ir para encontrar a otros médicos? —le preguntó Rob.
—Yo diría que al Liceo, maestro Cole. Se trata de una reunión que celebran regularmente los médicos de esta ciudad. No conozco los detalles, pero sin duda el maestro Rufus está al tanto de todo.
Señaló al otro extremo de la tienda, donde un hombre olía una rama de verdolaga seca para probar su volatilidad.
Pollard acompañó a Rob y le presentó a Aubrey Rufus, médico de la calle Fenchurch.
Le he hablado al maestro Cole del Liceo, pero no recuerdo los detalles.
Rufus, un hombre sereno y unos diez años mayor que Rob, se pasó la mano por su ralo pelo rubio y asintió amablemente.
Se celebra la tarde del primer lunes de cada mes, con una cena en la sala situada encima de la taberna de Illingsworth, en Cornhill. Es principalmente una excusa para dar rienda suelta a nuestra glotonería. Cada uno paga su comida y su bebida.
—¿Es necesario ser invitado?
—No, nada de eso. Esta abierto a todos los médicos de Londres. Pero si preferís una invitación, en este mismo momento os estoy invitando —dijo Rufus afablemente. Rob sonrió, le dio las gracias y se despidió.
Así fue como el primer lunes de aquel nuevo año fangoso, entró en la taberna de Illingsworth y se encontró en compañía de una veintena de médicos.
Estaban sentados alrededor de diversas mesas, charlando, riendo y bebiendo, y al verlo llegar lo inspeccionaron con la furtiva curiosidad que siempre dedica un grupo a cualquier recién llegado.
El primero al que reconoció fue Hunne, que frunció el entrecejo al verlo y murmuró algo a sus compañeros. Pero sentado a otra mesa estaba Aubrey Rufus y le hizo señas de que se sentara allí. Le presentó a los otros cuatro comensales, mencionando que Rob acababa de llegar a la ciudad y había instalado su consulta en la calle del Támesis.
Las miradas de los demás contenían dosis variables de la cautela ceñuda con que lo había observado Hunne.
—¿Con quién hicisteis el aprendizaje? —le preguntó un tal Brace.
—Fui aprendiz del médico Heppmann, en la ciudad franca de Freising.
Heppmann era el propietario de la casa donde pararon en Freising mientras Tam estuvo enfermo.
—Hmmm —dijo Brace, emitiendo sin duda la opinión que le merecían los médicos formados en el extranjero—. ¿Cuánto tiempo duró el aprendizaje?
—Seis años.
El interrogatorio se vio desviado por la llegada de las vituallas, consistentes en aves demasiado hechas, con nabos asados y cerveza, que Rob apenas probó porque prefería mantenerse sereno. Después de comer se enteró de que aquel día el conferenciante era Brace. El hombre habló sobre la aplicación de ventosas, advirtiendo a sus colegas que debían calentar bien la copa, pues era el calor del cristal lo que atraía los malos humores de la sangre a la superficie de la piel, donde podían extraerse mediante una sangría.
—Debéis demostrar a los pacientes vuestra confianza en que la repetición de ventosas y sangrías producirán la curación, para que puedan compartir vuestro optimismo —concluyó Brace.
La conferencia estaba mal preparada, y por la conversación que siguió Rob supo que cuando él tenía once años, Barber le había enseñado más de lo que aquellos médicos sabían sobre sangrías y ventosas, y el momento apropiado para apelar a ellas.
De modo que el Liceo lo decepcionó en seguida.
Parecían obsesionados por los honorarios y los ingresos. Incluso con cierta envidia, Rufus le tomó el pelo al presidente, el médico de la realeza Dryfield, porque cada año recibía el complemento de un estipendio y trajes nuevos.
—Es posible curar por un estipendio sin servir al rey —dijo Rob.
Sus palabras llamaron la atención de todos los presentes.
—¿Cómo es posible? —inquirió Dryfield.
—El médico puede trabajar para un hospital, un centro curativo dedicado a los pacientes y a la comprensión de las enfermedades.
Algunos lo miraron con los ojos en blanco, pero Dryfield asintió.