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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (70 page)

BOOK: El médico
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—¡Sigue! —gritó Jesse a Karim—. Yo me ocupare de él. ¡Tú sigue!

Karim giró sobre sus talones y corrió como si las fuerzas del indio se hubieran trasladado a sus propios miembros, como si Alá hubiese hablado con la voz del
Dhimmi
, porque comenzaba a creer sinceramente que había llegado su momento.

Fue detrás de al-Harat la mayor parte de la etapa. Una vez, en la calle de los Apóstoles, se acercó bastante y el otro corredor volvió la vista. Se habían conocido en Hammadham, y en los ojos de al-Harat notó un antiguo desprecio que le era familiar: «Ah, es el culo donde la mete Zaki-Omar.»

Al-Harat aceleró, y en breve lo aventajó otra vez en doscientos pasos.

Karim cogió la séptima flecha. Mirdin le habló de los otros corredores mientras le daba agua y lo untaba de amarillo.

—Eres el cuarto. El primer lugar lo ocupa un afgano cuyo nombre ignoro. El segundo es Mahdavi, un hombre de al-Rayy. Luego va al-Harat, y después tú.

A lo largo de una vuelta y medía siguió la pista de al-Harat, preguntándose en ocasiones por los otros dos, tan distanciados que no estaban a la vista. En Ghazna, un territorio de altísimas montañas, los afganos corrían por sendas tan altas que el aire era tenue, y se decía que cuando lo hacían en altitudes inferiores no se fatigaban. Y había oído decir que Mahdavi, de al-Rayy, también era un excelente corredor.

Pero mientras descendían la corta y empinada cuesta de la avenida de los Mil Jardines, vio a un corredor aturdido en la orilla del camino, que se sujetaba el costado derecho y sollozaba. Lo adelantaron, y en breve Jesse le dio la noticia de que se trataba de Mahdavi.

A Karim también había vuelto a molestarle el costado, y los dos pies le producían dolor. La llamada a la tercera oración llegó cuando iniciaba la novena etapa. Era un momento que lo tenía preocupado, pues el sol ya no estaba alto y temía que sus músculos se agarrotaran. Pero el calor seguía siendo implacable y lo apretó como una manta pesada mientras yacía rezando; aún sudaba cuando se levantó y echó a correr.

Esta vez, aunque mantuvo el mismo ritmo, tuvo la impresión de alcanzar a al-Harat como si éste fuera andando. Cuando estuvieron cuerpo a cuerpo al-Harat intentó hacer una carrerilla, pero en seguida su respiración fue audible y desesperada, y Karim lo vio tambalearse. El calor lo había vencido como médico, Karim sabía que el hombre moriría si se trataba de la enfermedad que enrojecía la cara y resecaba la piel, pero el rostro de al-Harat estaba pálido y húmedo.

No obstante, Karim se detuvo cuando el otro pasó dando bandazos y abandonó la carrera.

A al-Harat todavía le quedaba bastante desprecio para poner gesto adusto, pero quería que ganara un persa.

—Corre, bastardo.

Karim lo dejó atrás, encantado.

Desde la alta pendiente del primer tramo descendente, con la vista fija en la extensión recta de camino blanco, distinguió a una figura pequeña que subía la larga cuesta a lo lejos.

Ante sus propios ojos, el afgano cayó, volvió a incorporarse y echó a correr para, finalmente, desaparecer en la calle de los Apóstoles. A Karim le costó refrenarse, pero conservó el ritmo escogido y no volvió a ver al otro corredor hasta pisar la avenida de Alí y Fátima.

Ahora estaba mucho más cerca. El afgano volvió a caer, se levantó y echó a correr con paso desigual. Estaba acostumbrado al aire enrarecido, pero las montañas de Ghazna eran frescas y el calor ispahaní favoreció a Karim, que siguió acortando distancias. Karim lo alcanzó después de la cuarta y última caída. Habían llevado agua al afgano —un hombre achaparrado, de hombros anchos y tez cetrina— y le estaban aplicando paños húmedos en tanto jadeaba como un pez en tierra. Sus ojos pardos ligeramente rasgados, de mirar sereno, vieron pasar a Karim.

La victoria le proporcionó más angustia que sensación de triunfo, pues ahora debía tomar una decisión. Tenía ganada la carrera, pero ¿podía aspira a obtener el
calaat
del sha? La «prenda real» consistía en quinientas piezas de oro y el nombramiento honorario, aunque muy bien pagado, de jefe de los
chatirs
, y todo eso pasaría a manos de quien cumpliera las ciento veintiséis millas en menos de doce horas.

Al rodear la
maidan
, Karim quedó de frente al sol y lo estudió detenidamente. A lo largo del día había corrido casi noventa y cinco millas. Tendría que considerarlo suficiente y deseaba entregar sus nueve flechas, cobrar el premio en monedas y reunirse con otros corredores que ahora chapoteaban en el Río de la Vida. Necesitaba empaparse en su envidia y admiración, y en el río propiamente dicho, hundiéndose en sus verdes aguas para obtener un reposo que se había ganado.

El sol se cernía sobre el horizonte. ¿Había tiempo? ¿Quedaban fuerzas en su cuerpo? ¿Era ese el deseo de Alá? El plazo resultaba exiguo y probablemente no cubriría otras treinta y una millas antes de que la llamada a la cuarta oración indicara la puesta del sol.

Pero sabía que la victoria total liquidaría para siempre a Zaki-Omar de sus pesadillas, algo que no lograría ni acostándose con todas las mujeres del mundo.

Así, después de recoger otra flecha, en lugar de torcer hacia la tienda de las autoridades, emprendió la décima vuelta. El camino de polvo blanco estaba desierto ante sus ojos y ahora corría contra el oscuro
djinn
del hombre del que había ansiado ser un hijo y que había hecho de él un bardaje.

Cuando en la carrera quedó un solo hombre, ganador del
chatir
, los espectadores comenzaron a dispersarse; pero ahora, a lo largo del camino, la gente vio correr a Karim y volvió a reunirse en tropel cuando comprendieron que intentaría acceder al
calaat
del sha.

Los expertos en cuestiones del
chatir
anual sabían lo que significaba correr durante un día de agobiante calor, por lo que emitieron tal clamor amoroso que su sonido pareció empujar al corredor adelante, y fue una etapa casi gozosa. En el hospital logró descubrir rostros sonrientes de orgullo: al-Huzjani, el enfermero Rumi, el bibliotecario Yussuf el
hadji
Davout Hosein incluso Ibn Sina. Al ver al anciano, de inmediato dirigió la mirada hacia el tejado del hospital, comprobó que ella había regresado, y supo que cuando volvieran a verse a solas, Despina sería el verdadero premio.

Pero comenzó a experimentar el problema más grave en la segunda mitad de la etapa. Aceptaba agua a menudo y la volcaba sobre su cabeza, ahora la fatiga lo volvió descuidado, y parte del agua se le volcó en el zapato izquierdo, donde al instante el cuero húmedo empezó a roerle la piel dañada del pie. Tal vez produjo una minúscula alteración en su paso, porque poco después sentía un calambre en el tendón de la corva.

Peor aún: al descender hacia las Puertas del Paraíso, el sol estaba más bajo de lo que esperaba. Caía directamente sobre las montañas distantes, y al iniciar la que —si acertaba en sus esperanzas— sería la penúltima vuelta, velozmente debilitado y temeroso de que no le alcanzara el tiempo, lo acometió una profunda desazón.

Todo se volvió pesado. Conservó el ritmo, pero sus pies se transformaron en piedras, el carcaj lleno de flechas le golpeaba la espalda a cada paso y hasta la bolsita que contenía el mechón le molestaba al correr. Se echaba agua con mayor frecuencia sobre la cabeza y sentía que decaía segundo a segundo.

Pero la gente de la ciudad parecía haber contraído una extraña fiebre.

Cada una de aquellas personas se había convertido en Karim Harun. Las mujeres gritaban al verlo pasar. Los hombres hacían mil promesas, gritaban sus alabanzas, invocaban a Alá, e imploraban al Profeta y a los doce imán martirizados. Previendo su llegada por los vítores, regaban la calle antes de verlo aparecer, esparcían flores, corrían junto a él y lo abanicaban o le rociaban con agua perfumada la cara, los muslos, los brazos, las piernas.

Los sintió entrar en su sangre y en sus huesos, aprendió esos fuegos, su zancada se fortaleció y estabilizó.

Sus pies subían y bajaban, subían y bajaban. Conservó el paso, pero ahora no soslayaba el dolor y, en cambio, buscaba traspasar la sofocante fatiga concentrándose en el dolor del costado, el dolor de los pies, el dolor de las piernas.

Cuando cogió la undécima flecha, el sol había empezado a deslizarse detrás de las montañas y tenía la forma de media moneda.

Corrió a través de la luz que declinaba en su última danza, subiendo la primera cuesta corta y bajando la pendiente empinada hasta la avenida de los Mil Jardines, a través del llano, la larga escalada, con el corazón palpitante.

Al alcanzar la avenida de Alí y Fátima, se echó agua en la cabeza y no la sintió.

El dolor menguaba en todas sus reacciones mientras corría sin parar. Cuando llegó a la escuela, no buscó a sus amigos con la mirada, pues le inquietaba más haber perdido la experiencia sensorial de sus miembros.

Pero los pies que no sentía seguían subiendo y bajando, impulsándolo hacia delante:
plaf-plaf-plaf
.

Esta vez, en la
maidan
nadie atendía a los espectáculos, pero Karim no oyó el rugido ni vio a la gente, disparado en su mundo silencioso hacia el broche de oro de un día plenamente maduro.

En cuanto volvió a entrar en la avenida de los Mil Jardines, vio una informe luz roja y agonizante en las montañas. Karim tenía la impresión de avanzar lentamente, muy lentamente por el terreno llano y muy cuesta arriba. ¡La última colina!

Se dejó llevar cuesta abajo y este fue el momento de mayor riesgo, pues si sus piernas insensibles lo hacían tropezar y caer, no volvería a levantarse.

Al doblar el recodo para entrar en las Puertas del Paraíso, no había sol. Vio borrosamente a la gente que parecía flotar en el aire y lo estimulaba en silencio, pero en la mente su visión fue clara cuando un
mullah
se internó en la escalera estrecha y sinuosa de la mezquita y trepó hasta la pequeña plataforma de la torre, aguardando que agonizara el último rayo mortecino...

Sabía que apenas le quedaban unos instantes.

Trató de obligar a sus piernas a dar zancadas más largas; se esforzó por apretar el paso ya arraigado.

Más adelante, un niño se apartó de su padre y entró en el camino, donde se quedó paralizado, con la vista fija en el gigante que caería sobre él.

Karim alzó al chico y se lo puso sobre los hombros sin dejar de correr; el estruendo vocinglero hizo temblar la tierra. Al llegar a los postes con el chico, vio que Ala lo estaba esperando, y en cuanto cogió la duodécima flecha, el sha se quitó su propio turbante y lo cambió por la gorra emplumada del corredor.

El fervor de la multitud quedó anulado por la llamada de los muecines desde los alminares de toda la ciudad. El público se volvió en dirección a La Meca y se postró parar orar. El niño, que seguía sobre sus hombros, empezó a lloriquear y Karim lo soltó. La oración concluyó. Cuando Karim se incorporó, el rey y los nobles lo rodearon como títeres parlanchines. Más allá, el populacho empezó a gritar y a empujar para aclamarlo, y para Karim Harun fue como si de pronto poseyera a Persia.

QUINTA PARTE
EL CIRUJANO DE GUERRA

51
LA CONFIDENCIA

—¿Por qué les resulto tan antipática? —peguntó Mary a Rob.

—No lo sé.

No hizo ningún intento por engañarla, pues ella no era tonta. Cuando la hija menor de Halevi fue hacia ellos haciendo pinitos desde la casa de al lado, Yudit —su madre, que ya no llevaba pan tierno al judío extranjero— corrió a buscar a su hija sin decir palabra y huyó como de la peste. Rob llevó a Mary al mercado judío y descubrió que ya no le sonreían como al judío del
calaat
, que ya no era el cliente predilecto de la vendedora Hinda. Se cruzaron con la vecina Naoma y su rechoncha hija Lea, y ambas apartaron la mirada fríamente, como si el zapatero Yaakob ben Rashi no hubiese insinuado a Rob, en una comida sabatina, que tenía la oportunidad de pasar a formar parte de la familia.

Siempre que Rob caminaba por el Yehuddiyyeh, veía que los judíos que conversaban guardaban silencio y fijaban la vista en el vacío. Notaba los codazos significativos, el feroz resentimiento en una mirada casual, incluso una maldición murmurada en labios del viejo Reb Asher Jacobi el Circuncidador, como proyectando rencor contra uno de los suyos que había probado la fruta prohibida.

Se dijo a sí mismo que no le importaba: ¿qué significaba realmente para él la gente del barrio judío?

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